Por Frank Lozano:
Están por terminar las precampañas de los precandidatos a la presidencia de la república. Dicho ejercicio ha servido para varias cosas. En primer lugar, que se están consolidando tendencias. A la cabeza, Andrés Manuel López Obrador, seguido por Ricardo Anaya en segundo lugar y en tercero José Antonio Meade.
En segundo lugar, está acelerando los reacomodos internos de las fuerzas políticas, así como la pepena de personajes, que van y vienen de un partido a otro. En tercer lugar, las precampañas están sirviendo como laboratorio para probar la eficacia del discurso, no solo el positivo, sino principalmente, para ir ajustando el negativo, el de la diferenciación y contraste.
En cuarto lugar y como consecuencia del anterior, las precampañas se están convirtiendo en un proceso de blindaje público; sobrevivir a los ataques prematuros incrementa las posibilidades de iniciar la campaña constitucional con un cierto escudo protector.
Por otra parte, las precampañas han sido inerciales, insustanciales e intrascendentes. Ningún aspirante se distingue del otro radicalmente. Todos siguen fórmulas del siglo pasado.
Las alianzas luchan por presentarse como apuestas coherentes, pero no logran comunicar un sentido político que trascienda el componente meramente pragmático que las atraviesa de cabo a rabo.
De igual forma, las precampañas tienen un alto componente de simulación democrática. Los tres punteros no tienen competencia interna. Son jinetes que cabalgan en solitario en rutas montadas sobre una infraestructura cinematográfica.
Nada se sale del guión. El aplauso llega. La imagen resume la delicada puesta en escena de la glorificación del abanderado. Sus apariciones son rounds a sombra; si acaso, deben pelear contra la posibilidad de que su lengua o sus tuits los traicionen.
Los mensajes que producen son flatus vocci. La verborrea, los lugares comunes, las consignas huecas y las embestidas emocionales, en su estridencia, nublan el juicio y llevan el debate al ámbito de la simpatía o la fe. El debate, la deliberación interna o el análisis de las visiones de nación, se han vuelto bestias mitológicas o leyendas del pasado.
Los jinetes de la presidencia fincan su imperio sobre el empobrecimiento de la democracia partidista y en cierta medida, sobre la democracia misma. Sin quererlo y sin saberlo, normalizan la imposición y el monólogo. Su mira, puesta exclusivamente en el día de la elección, les hace perder de vista lo que hace posible que aparezcan en una boleta: los partidos políticos y el sistema democrático.
Pase lo que pase en julio, en paralelo a pensar y resolver los urgentes y apremiantes problemas de la nación, debemos pensar y diagnosticar las amenazas que merodean a la democracia.
El actual proceso electoral presenta síntomas de reducción democrática. Algunos más perceptibles que otros, pero todos, en conjunto, tendientes a mermar la calidad democrática en lo general y a las instituciones políticas en lo particular.