El radiante imperio de la ley

Por Alejandro Rosas.

Si el éxito de un país se midiera por su capacidad para redactar la mejor definición de ley, México estaría a la vanguardia de las naciones del orbe. A lo largo de 200 años no han faltado grandes y elocuentes expresiones para definirla, siempre con la intención de ordenar, de encauzar, de dirigir, de organizar al país e invariablemente en todo momento con la misma retórica: para beneficio del pueblo.

En Los sentimientos de la nación –documento que daría origen a la Constitución de Apatzingán de 1814-, José María Morelos señaló que “como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, aleje la ignorancia, la rapiña y el hurto”.

Era una definición clara y sencilla, no sustentada en grandes teorías jurídicas; partía de la realidad del momento y del sentido común para interpretar las circunstancias. El tiempo demuestra que hemos sido incapaces de construir un marco legal con esa simplicidad y que la clase política se mueve con mayor comodidad en el terreno de la teoría que en el de los hechos concretos.

La mayoría de nuestras leyes lejos están de ser “sabias y justas” –otra expresión utilizada a lo largo de la historia en el discurso político-. No representan del todo la “expresión de la voluntad general”, han sido creadas a medias, con ambigüedades y vaguedades, a la medida de las necesidades de los grupos en el poder, obedeciendo a la coyuntura del momento, respondiendo a los intereses partidistas o a las negociaciones de dudosa probidad y en muchos casos de manera superficial, como paliativos para remediar una urgencia, no para solucionar un problema.

La mayor parte de los protagonistas de la historia lanzaron su cuarto a espadas y dejaron frases para la posteridad. Quién no aplaudiría con emotividad una definición como la que escribieron los constituyentes de 1814: “La ley es la expresión de la voluntad general en orden a la felicidad común” o quién pondría en tela de juicio a una frase como la expresada en 1929: “Debemos pasar, de una vez por todas, de la condición histórica de país de un hombre a la nación de instituciones y leyes”. Y sin embargo, al institucionalizar la revolución, Plutarco Elías Calles puso los cimientos del sistema político mexicano en el siglo XX cuya premisa fue la discrecionalidad de la ley.

Bajo la lógica de que “la respetabilidad del gobernante le viene de la ley y un recto proceder” –así lo expresó Juárez-, no hubo caudillo, político, militar, civil o intelectual que no enarbolara la ley como premisa fundamental para el buen gobierno. De Iturbide a Santa Anna; de Juárez a Díaz; de Madero a Carranza, hasta Victoriano Huerta, el más célebre de los villanos de la historia nacional, hizo suya la bandera de la ley –incluso la forma como ocupó el poder, si bien fue moralmente reprobable, fue estrictamente legal.

Desde luego, no quedan al margen los presidentes que han ejercido el poder durante el siglo XX y en esta primera década del XXI, y que no se han cansado de repetir: “nadie por encima de la ley”, “aplicaremos todo el peso de la ley”, “actuaremos con la ley en la mano” “debemos vivir bajo el imperio de la ley”.

La historia demuestra que si bien las clases rectoras entienden la teoría y el significado último de la ley, lo desestiman con cínica indiferencia y en el mejor de los casos transforman su espíritu en bandera política. Con demagógico entusiasmo, el poder legislativo y el poder ejecutivo hablan de la ley, la defienden con vehemencia, se envuelven en la bandera de la legalidad pero son incapaces de observarla. México tiene un amplio pero ineficiente marco jurídico; pareciera que hay una obsesión por crear leyes ineficaces y susceptibles de ser violadas –gran ironía-, siempre dentro del marco de la ley.

La aplicación de la ley en México se basa en la discrecionalidad. Es un continuo histórico. Las leyes mexicanas no sólo han sido creadas para buscar el bien común, también han servido para ejecutar venganzas personales, cumplir los caprichos del poder, perseguir. Distintos regímenes la aplicaron con eficacia para suprimir a sus enemigos, para controlar, para mantener el orden, pero la ignoraron si de privilegiar sus intereses se trataba.

La ley, que debe ser general e igual para todos -de acuerdo con el principio básico del liberalismo político-, en muchos casos ha sido hecha a la medida del grupo que tiene la mayoría para aprobarla, lo cual termina por beneficiar a una minoría. Cada época, a lo largo de 2 centurias, presenta ejemplos que terminan por demostrar que la discrecionalidad de la ley es inherente a nuestra clase política.

A lo largo de 200 años de vida independiente, la sociedad mexicana no ha logrado desarrollarse dentro de un verdadero estado de derecho. La clase política ha gravitado en sus extremos: o violentándolo sistemáticamente o aplicando la ley de manera selectiva.

“Para engrandecer a la patria deben tenerse por base la ley y la paz”, expresó Madero en 1910. A su juicio, el “radiante imperio de la ley” era el marco en el que debía desarrollarse y progresar la sociedad mexicana y tenía que ser construido por los representantes del pueblo elegidos libremente por la ciudadanía. El respeto irrestricto a la ley era el fundamento del régimen democrático.

“Para nuestra querida patria había llegado el momento histórico de realizar mayores sacrificios –escribió Madero-: una tiranía que los mexicanos no estábamos acostumbrados a sufrir nos oprimía de tal manera que llegó a hacerse intolerable. A cambio de esa tiranía se nos ofrecía una paz vergonzosa, porque no tenía por base el derecho sino la fuerza. Porque no tenía por objeto el engrandecimiento y la prosperidad de la Patria, sino enriquecer a un pequeño grupo. México pasaba entonces por una de sus crisis más serias; de la actitud de los mexicanos dependía que se perpetuara el régimen del poder absoluto, lo que hubiera sido mortal para nuestras instituciones y para nuestra independencia, era la hora de establecer para siempre el radiante imperio de la ley”.

Cien años después, la mezquindad de la clase política -que lleva al país por caminos insospechados-, ha impedido el establecimiento definitivo del imperio de la ley.