Por Frank Lozano:

La patada de ahogado que soltó la Iglesia Católica mexicana, en su ruin intento por echar atrás el matrimonio igualitario, fue afirmar que se busca imponer un Imperio Gay en nuestro país. Da pena ajena constatar hasta qué punto pueden llegar quienes pertenecen a una institución que históricamente se ha caracterizado por ser manipuladora de la vida de las personas.

La Iglesia Católica persiguió y quemó en hogueras a mujeres a las que acusaba de ejercer la brujería. La Iglesia Católica persiguió a hombres de ciencia cuyo pecado fue ir en contra de la visión teocéntrica que ellos imponían en el medioevo. Recordemos a Giordano Bruno y a Nicolás Copérnico.

La Iglesia fue promotora de la expulsión y persecución de los judíos en 1492 y luego, cómplice sumiso del nazismo. Antes que eso, en el siglo XIX hubo miembros de la Iglesia Católica que se oponían al matrimonio civil porque dicho contrato representaba, según ellos, una amenaza para el futuro de las familias; y sostenían que solo el matrimonio “ante Dios” era el garante de dicho futuro.

En plena epidemia del sida, la Iglesia jugó un papel importante en satanizar el uso del condón, especialmente en las regiones africanas en donde la pandemia se había convertido en una condena para los pobladores. Y en su historia reciente, la Iglesia ha sido un testigo mudo de la pederastia que, al amparo de Dios, han ejercido personajes como Marcial Maciel. Frente a sus atrocidades enmudecen o bien, llegan a ofrecer tibias disculpas.

En México, hay un personaje que encarna lo más oscuro y retrógrado de la Iglesia: Norberto Rivera. Dicho humano es un representante indigno de una institución que está haciendo un esfuerzo monumental por mejorar su imagen.

El Papa Francisco, les guste o no, es un líder que ha mandado mensajes de inclusión y apertura. La Iglesia que Francisco quiere posicionar es una Iglesia humilde, cercana a la gente, abierta a las diferencias. Se trata de una iglesia que dialoga con otras confesiones; una Iglesia que entiende el perdón y lo ejerce frente a quienes ha sido históricamente injusta: las mujeres, los judíos, los hombres de ciencia y los homosexuales.

Norberto Rivera es un hombre perverso. Pervierte su función de pastor para jugar al activista político. Tiene el arrojo de hablar a nombre de Dios para afirmar tajantemente que “Dios, ya perdonó a los pederastas”. Curiosamente, las víctimas parecen no haber perdonado a Dios, por haber sido abandonadas en las manos de depredadores sexuales, ni han perdonado a quienes solaparon esos actos humillantes, como lo hizo el indefendible arzobispo primado.

Cuando le conviene, Norberto es un hombre de Fe y cuando no, se convierte en un grillo que convoca a marchas para intentar imponer su ideología sexual. No puede llamarse un hombre de Dios quien promueve la discriminación, a quien utiliza su poder como representante y líder religioso para manipular la conciencia de los feligreses, ni quien, desde el prejuicio, intenta revertir las conquistas en materia de derechos humanos que hoy tiene nuestro país.

Mientras el Vaticano avanza, en México tenemos al arzobispo primado convertido en un azuzador retrógrado que sirve a los intereses políticos de las organizaciones más oscuras que hay en México.

En una imagen de la marcha por la familia en Guadalajara, había una curiosa manta que decía, algo así como “luchemos contra el sionismo satánico”, en evidente referencia a una idea nazi. Otra señora que fue entrevistada, afirmaba que marchaba porque se oponía a la iniciativa de Peña Nieto, misma que “iba a legalizar la pederastia”. Ese es el tipo de ignorancia y desinformación que aplaude y avala la Iglesia.

Rivera está actuando de manera irresponsable. En un momento en que las instituciones viven un proceso de crisis profunda, en donde la inseguridad es alta y la incertidumbre económica crece, no se puede apostar por la polarización social.

Los derechos que se han ganado, no serán revertidos y los organizadores lo saben muy bien. En ese sentido, las marchas son un juego perverso. Un juego que se ejerce al límite de la legalidad. Un juego que sitúa a la iglesia muy cerca de los asuntos del Estado y que por tanto, se convierten en una provocación abierta a la laicidad.