El eterno retorno

Por Frank Lozano:

La situación de Ricardo Anaya, más allá de su desenlace, está exhibiendo el rasgo más grotesco de la política mexicana. Por una parte, el uso de instituciones del Estado para incidir en el proceso electoral, y por el otro, la indiferencia de quienes en el pasado sufrieron de una situación similar.

Cuando en el año 2005 Vicente Fox y una buena parte del panismo, así como de los poderes fácticos, se propusieron descarrilar la candidatura presidencial de Andrés Manuel López Obrador, la izquierda de entonces, mayoritariamente perredista, pero nutrida también de un número importante de escritores, artistas e intelectuales, encabezaron la defensa política, jurídica y moral del tabasqueño.

Fue una larga querella que ocupó miles de páginas, consumió miles de horas en la radio y sin duda marcó un precedente de lo que no tendría que volver a pasar en nuestro país.

Trece años después volvió a suceder y sucede de la mano del gobierno peor calificado en la historia reciente del país. La estrategia del PRI y de los Pinos es fría: golpear a Anaya hasta derrumbarlo del segundo lugar para colocar a su candidato en dicha posición.

Se trata de una estrategia suicida, de un tirar a matar que deja muchas dudas sobre el verdadero propósito de la misma. Su candidato, José Antonio Meade, no ganaría ni postulándose solo o compitiendo frente a un macaco.

Al único que beneficia es a “ya saben quien”. Y “ya saben quién” ha hecho mutis. Pese a haber sufrido en carne propia durante doce años el ataque del Estado, incluyendo un terrible intento de desafuero, solo atina a decir que se trata de una pelea entre Meade y Anaya.

Un verdadero demócrata y un hombre de Estado que aspira a dirigir el país, tendría que mostrar un mayor compromiso con la democracia y con las instituciones. Tendría que mostrar un poco de escrúpulos y cuestionarse si lo que está pasando, más allá de beneficiarle a él, le conviene al país.

Lo que Andrés Manuel está dejando de ver, obnubilado por su avance electoral, es que actos como los que están ocurriendo y le ocurrieron a él, están erosionado aceleradamente a las instituciones. De igual forma, tendría que tener en el radar que, en caso de que el régimen consume la conspiración en contra de Anaya, el siguiente en la lista sería él.

El gobierno federal no busca hacer justicia con Anaya. Está suficientemente acreditado el cinismo del gobierno actual que, lo mismo retrasa la extradición de César Duarte, que se niega a avanzar en el tema de Odebretch o que minimizó el gravísimo conflicto de interés de Peña Nieto con la Casa Blanca.

Solidarizarnos con Anaya no significa entregarle nuestro voto; significa rechazar la perversión del sistema de justicia, la degradación de la política y el desmantelamiento de la democracia.

Quizá a algunos les parezca gracioso, o de celebrar, que lo peor de la historia regrese. Piensan que se trata de un modo de justicia y de una ironía del destino. Pero yerran en su lectura de los hechos. Burlarnos de Anaya y burlarnos de quienes en el pasado intentaron violentar un proceso electoral, es un pésimo indicador. Su burla es una aceptación de una posible ilegalidad; su burla legitima la opaca e inescrupulosa actuación de la Procuraduría General de la República y del presidente Peña Nieto.

Si ellos celebran que en nuestro país sea una realidad el eterno retorno de lo mismo, no es de extrañar que, de llegar al poder, actúen igual.