El derecho a conmoverse

Por Frank Lozano:

La lista del dolor humano es larga y tiene raíces muy viejas. La historia misma es una narrativa del dolor. La civilización es una interpretación del dolor. Todo lo que somos, ha pasado por el dolor.

No existe una tabla comparativa para determinar si una tragedia es mayor que otra. Tampoco existe una escala de compasión, ni de conmoción. Cada quien se duele desde lo que es, desde lo que comprende, desde lo que vive.

Lo cierto es que lo que no podemos, es sentir indiferencia. En una era como la nuestra, en la que la capacidad de informarnos es inmediata, suceden fenómenos extraños. De pronto, la pantalla de un dispositivo cualquiera, se convierte en un menú del horror al que el usuario se enfrenta en soledad.

Pareciera que estamos obligados a elegir la tragedia del día, tal muerto, tal masacre, tal suicidio, tal tragedia ¿qué nos conmoverá más? ¿Qué capacidad tenemos para digerir todas las tragedias todo el tiempo? ¿Cómo reaccionar?

No hace mucho, el mundo entero se conmovía ante la imagen de un niño sirio ahogado en el mar. Fue un golpe brutal. Pero fue un golpe precedido de muchos golpes más. Fue un golpe moral que puso en entredicho nuestra condición humana y las bases mismas de lo que entendemos por el concepto civilización.

A la par de este hecho, en cualquier país del mundo, dicha imagen competía con tragedias locales y no por ello, dejaba de simbolizar una derrota de la humanidad.

La muerte de mi vecino, puede ser igualmente dolorosa y conmovedora y sin embargo, es una muerte privada. Es una muerte que no generará memes, ni debates, ni estupideces en redes. Será una muerte particular entre el mar de fallecimientos que día con día ocurren en el planeta.

Pero la muerte de civiles inocentes, ya sea porque viajan en un avión o porque tuvieron el infortunio de estar en determinado lugar, a determinada hora, para, de un momento a otro volverse girones de carne y huesos a manos de unos desconocidos, entraña otro sentido y otra interpretación del dolor, el de la indignación solidaria, el de la conmoción desde lo que nos hace comunes: ser humanos.

De Ayotzinapa a París, de Beirut a Kenia, de Siria a la tierra caliente de Guerrero o de donde usted prefiere, la conmoción ante el horror se torna un imperativo humano. Cualquier intento de justificación de un acto de horror, sucumbe al prejuicio de quien lo esgrime. Cualquier intento de descalificar el acto espontáneo de solidaridad de uno, respecto al otro, es mezquino y torpe.

La capacidad que tengamos de comprender por qué pasan las cosas, corre en otra vía. Nuestras fobias y militancias personales no nos dan derecho a ningún juicio. Hablamos de simple, llana y humana solidaridad. Hablamos de simple y llana empatía. Hablamos de una emoción y en esa emoción, la del dolor y de la conmoción. Hablamos de la capacidad de sumarnos a un frente global a favor de la vida y del respeto al otro en su diferencia.

Qué equivocados están aquellos que sienten que sus causas son mejores que otras. Qué errados están los que pretender crear dilemas donde no los hay. La superioridad moral, en cualquiera de sus facetas, solo representa la inferioridad emocional de quien la empuña; dibuja sus traumas, exhibe sus propios daños y deja intactos los demonios que los queman internamente.

En México, desde hace algunos años, lo aberrante ha reclamado un lugar en nuestra cotidianidad. Nuestra capacidad de indignación está sitiada. Lo aberrante nos rodea, nos susurra, nos asfixia. Un día sí y otro también viene la muerte y nos cuenta su historia. Un día sí y otro también las estadísticas desfilan ante nuestros ojos y nos confirman las tendencias saludables del crimen.

Sí, eso sucede en nuestro país. De eso nos nutrimos. Ese es parte del propio terror con el que tenemos que lidiar día con día, pero bajo ninguna circunstancia, ese terror significará un freno a nuestro derecho a conmovernos ante el horror que sufre el otro, aquí y ahora, en cualquier lugar del mundo.