Por Oscar E. Gastélum:
“The instructive image is from Dante’s Inferno, Canto XXV. We are in a pouch of the Eighth Circle, where the thieves reside. A typical transaction occurs between a thief and one of Hell’s manifestations, in this case a monstrous six-legged lizard-like creature who leaps onto a thief, wraps its middle feet around his belly, pins his two arms with its forelegs, and, wrapping its rear feet around his knees, swings its tail up between his legs and sinks its teeth into his face. And so intertwined, monster and thief, they begin to melt into one another like hot wax, their two heads joining, their substances merging, until a new third creature is created though somehow redolent of both of them. And it slowly slithers away into the darkness.”
L. Doctorow (1931 – 2015)
Entre el caudal de reacciones provocadas por la inaudita “fuga” de Joaquín “El Chapo” Guzmán del “penal” de “alta” “seguridad” del Altiplano la semana pasada, pocos fenómenos resultan tan desconcertantes para un observador externo e imparcial como la simpatía, e incluso admiración, que despierta el peligroso y poderosísimo capo en un amplio sector de la sociedad mexicana.
Pero la glorificación de criminales carismáticos está lejos de ser un fenómeno nuevo o exclusivo de este simulacro de país. De hecho, el arquetipo del forajido glamouroso forma parte del inconsciente colectivo de la especie y trasciende épocas y fronteras. Quizá el romanticismo haya idealizado como nunca al individuo excepcional que se atreve a retar las leyes y normas morales de la sociedad burguesa, pero leyendas como la de Robin Hood, que preceden en siglos a ese movimiento cultural, demuestran que cuando una sociedad está bajo el yugo de instituciones cuya legitimidad no reconoce, tiende a ponerse del lado de aquellos que las desafían.
Ese fue el caso, por ejemplo, de John Dillinger, el famoso criminal de los años treinta, cuya leyenda ha inspirado cualquier cantidad de historias y películas. Y es que Dillinger se dedicaba a robar bancos en plena Gran Depresión, una época, muy parecida a la actual, en que las instituciones bancarias eran vistas, con razón, como las grandes responsables del colapso económico que hundió en la miseria a buena parte de la humanidad. Dillinger robaba a los odiados banqueros pero respetaba minuciosamente a los clientes inocentes que se encontraban en el lugar a la hora del asalto e incluso se daba el lujo de ser galante con las damas.
En el caso del México contemporáneo, no es difícil comprender que el famoso “Chapo” haya logrado seducir a una parte importante de la sociedad mexicana con sus desafíos a la autoridad. Para empezar, habría que recordar que en varios estados del país el narcotráfico ya no es solamente una profesión ilícita, sino toda una cultura que permea cada aspecto de la vida cotidiana de la población. El ejemplo más claro de esto es Sinaloa, estado del que Guzmán Loera es un queridísimo hijo pródigo y donde la gente venera desde hace décadas, como a un santo, a un bandolero de apellido Malverde.
Pero fuera de Sinaloa y otras regiones en las que los narcotraficantes son “héroes” populares que protagonizan “narcocorridos” y benefactores sociales que cumplen con algunas de las responsabilidades de las que el Estado ha abdicado, la ciudadanía también tiene razones de peso para elegir a Guzmán por sobre las autoridades como objeto de sus simpatías.
Y es que México lleva décadas siendo gobernado por una auténtica casta criminal que se esconde detrás de fueros y cargos públicos para robar y esquilmar impunemente a una población indefensa y miserable. Una pandilla de sinvergüenzas que simulan ser patriotas comprometidos mientras se enriquecen obscenamente a costa de los ciudadanos y hunden al país en el caos y la ruina.
Guzmán es un criminal, sí, pero por lo menos tiene la decencia de presentarse como tal, sin hipocresías. Porque el “Chapo” es un delincuente que no se da aires de autoridad moral como nuestros políticos, un malhechor que se juega su libertad a cada instante pues vive expuesto a ser arrestado, al menos por las agencias norteamericanas que realmente quieren atraparlo, y no un bandido cobarde que se esconde detrás de un fuero, una charola, una placa policiaca o un pin de oro con el escudo nacional en la solapa.
A todo esto habría que agregar la indiscutible inteligencia de una auténtica lumbrera criminal como Guzmán Loera y compararla con la vergonzosa pequeñez intelectual del hombrecito sin atributos que ocupa actualmente la silla presidencial, y la exasperante mediocridad e ineptitud de sus colaboradores más cercanos. No debería extrañarnos que una ciudadanía ofendida y hastiada celebre la humillación a la que un criminal brillante y sagaz sometió a este gobierno corrupto e incompetente.
No, no es una casualidad ni un capricho colectivo incomprensible que una parte considerable de la población este del lado del “Chapo” en esta bochornosa opereta nacional. Es una expresión de impotencia y hartazgo plenamente justificada, un síntoma inequívoco de la profunda descomposición social provocada por la demencial guerra contra las drogas y un indicio más del coma en el que ha caído nuestra incipiente y moribunda democracia gracias a la absoluta ausencia de legitimidad del Estado mexicano.