Por Oscar E. Gastélum:
“However matters may go in France or with the French Government or with another French Government, we in this island and in the British Empire will never lose our sense of comradeship with the French people. If we are now called upon to endure what they have suffered we shall emulate their courage, and if final victory rewards our toils they shall share the gains, aye. And freedom shall be restored to all.”
“But if we fail, then the whole world, including the United States, including all that we have known and cared for, will sink into the abyss of a new dark age made more sinister, and perhaps more protracted, by the lights of perverted science.”
Winston Churchill
He sido un admirador ambivalente del cine de Christopher Nolan desde hace más de quince años. Por un lado, agradezco su compromiso creativo, su ambición desmedida y su obsesión con las estructuras narrativas complejas y originales. Pero si bien esos rasgos de su carácter artístico lo han impulsado a alcanzar los puntos más altos de su carrera cinematográfica (pienso en Memento, The Prestige, la segunda parte de su trilogía de “The Dark Night” y hasta en la entrañable y convulsa Inception) también es cierto que en más de una ocasión lo han llevado a extraviarse en proyectos muchísimo menos logrados como Interstellar y la última, francamente fallida, entrega de su antes mencionada “batitrilogía”. Pero lo que jamás me hubiera atrevido a regatearle a Nolan es el hecho de que posee una visión única e inconfundible, esa misteriosa cualidad que permite que cualquier espectador atento reconozca inmediatamente al director de una película con tan solo atisbar brevemente una escena de la misma. Pero a pesar de poseer ese sello único, tan característico de los grandes maestros del cine, siempre sentí que el potencial de Nolan aún no estaba plenamente desarrollado, había algo que no me permitía considerarlo un auténtico gigante del séptimo arte.
Pero su obra más reciente finalmente pulverizó todas mis reservas respecto a su autor y me confirmó, más allá de toda duda, que siempre tuvo madera de genio. Pues si Nolan no volviera a filmar nada en toda su vida (algo altamente improbable) gracias a Dunkirk tendría ya un lugar asegurado en el panteón de los grandes maestros del arte cinematográfico. Y es que su fiel y electrizante recreación de uno de los eventos históricos más trascendentales de nuestra era, es una auténtica obra maestra, una nueva catedral del cine bélico, un relato épico insólito pues transpira intimidad al tiempo que irradia todo el horror y el caos de la guerra sin tener que salpicar la pantalla con litros de sangre. Sí, en poco menos de dos horas Nolan logra (apoyado en la angustiante y magistral banda sonora del inmenso Hans Zimmer, y valiéndose de una estructura narrativa dividida en tres actos que fluyen paralelos hasta que finalmente se funden con una precisión técnica y emocional milimétrica) incrustarnos en las playas de Dunkerque, donde podemos oler el miedo y la desesperación prevalentes, pero también apreciar de cerca la nobleza y el heroísmo anónimo de sus protagonistas, así como la gravedad sin precedentes de un acontecimiento que pudo haber cambiado radicalmente el rumbo de la civilización.
La primera historia, titulada “El muelle” (en referencia a ese kilométrico rompeolas que se extendía como un brazo suplicante en dirección a las cercanas pero inalcanzables costas británicas, y que la Royal Navy utilizó para desalojar a miles de soldados en barcos demasiado grandes como para acercarse a la playa), se desarrolla a lo largo de una semana, y sigue a tres jóvenes soldados rasos (Fionn Whitehead, Harry Styles y Aneurin Barnard, tres auténticas revelaciones histriónicas) en sus desesperados, y constantemente frustrados, intentos por huir de ese infernal rincón de la costa francesa en el que el ejército nazi acorraló a las fuerzas aliadas de Francia y Gran Bretaña tras una sorpresiva y fulminante ofensiva. Desde la primera escena, en la que un grupo de soldados británicos recorre las calles perturbadoramente desiertas de Dunkerque, Nolan logra crear una atmósfera enrarecida y pesadillesca en la que la claustrofobia y la incertidumbre vuelven el aire irrespirable. Pero todas esas emociones se agudizan ante el desolador panorama de la playa, una extensión gélida e inmensa, inquietantemente atestada de jovencitos (casi niños), aterrados, hambrientos y asolados por la desesperanza y la muerte, que se hace presente rutinariamente a través de los constantes bombardeos nazis, siempre precedidos por el aterrador ulular de los Stukas que se lanzan en picada sobre las tropas inermes como un cormorán sobre un banco de peces.
La segunda historia, titulada “El mar”, se desarrolla durante un solo día y se concentra en los protagonistas de la famosa “Operación Dynamo”, civiles británicos que, ante la gravedad de la situación al otro lado del canal y respondiendo al llamado que les hizo su flamante primer ministro Winston Churchill (que llevaba apenas dos semanas en el cargo), se hicieron valientemente a la mar en pequeñas embarcaciones recreativas y de pesca, para rescatar a sus jóvenes soldados varados. El personaje interpretado por Mark Rylance, un padre que sin pensarlo dos veces se enfila rumbo a una zona de guerra a bordo de su modesto bote en compañía de su hijo adolescente y uno de sus amigos, encarna a la perfección lo que en la isla todavía se conoce como “el espíritu de Dunkirk”, una mezcla de entereza a prueba de balas y patriotismo impregnado de sensibilidad, sentido del deber y flema británica. El encuentro con un náufrago en estado de shock, interpretado por Cillian Murphy, aporta un sutil toque de melodrama a una película que tiende a regodearse en su riguroso distanciamiento emocional, un recurso que permite que el espectador se sumerja de lleno en la acción, creando la perturbadora ilusión de que lo que se contempla es un documental en tiempo real y no una obra de ficción.
La tercera pieza en el rompecabezas temporal cuidadosamente diseñado por Nolan abarca apenas una hora, se titula “El Aire”, y conmemora la admirable gallardía e inaudita valentía de los pilotos de la Royal Air Force, en este caso interpretados impecablemente por Jack Lowden y un Tom Hardy que por enésima ocasión en su carrera depende únicamente de su mirada para expresar todas las emociones imaginables y vuelve a salir airoso del reto. Si Nolan se vale de la historia de los tres jóvenes soldados atrapados en la playa para confrontarnos con las miserias de la guerra: el miedo, el hambre, el ciego afán de supervivencia que en circunstancias límite puede descender a actos de cobardía irredimibles, entonces el relato aéreo le sirve para ensalzar las mejores virtudes del espíritu humano, esas que también suelen aflorar en momentos de crisis y que podemos resumir en una palabra: heroísmo. Aquí es donde uno agradece la fobia que Nolan siente por los efectos especiales, pues su irredento naturalismo lo obligó a filmar los espectaculares combates aéreos utilizando aviones reales con cámaras IMAX milagrosamente empotradas en las alas, lo que le permitió captar escenas de un virtuosismo sobrecogedor. El glorioso resultado final es un canto de amor a los Spitfires, esos prodigios de la ingeniería británica (“Motor Rolls Royce Merlin”, musita conmovido el personaje de Mark Rylance ante su aparición providencial) pero sobre todo es un homenaje digno de esos jóvenes e intrépidos pilotos que inspiraron una de las frases más célebres de Churchill: “Nunca en el ámbito del conflicto humano tantos le debieron tanto a tan pocos”…
Tras el tsunami de elogios y de reseñas abrumadoramente positivas (e insólitamente efusivas) firmadas por los mejores críticos del mundo, era cuestión de tiempo para que emergieran los detractores de Dunkirk. Pero hasta ahora no he leído una sola crítica negativa que valga la pena o que logre sacudir mi convicción de que Nolan creó, no sólo su mejor película hasta la fecha, sino una auténtica obra maestra. Pero nada es perfecto en esta vida, ni siquiera este clásico instantáneo. Y es que Dunkirk contiene un error histórico imperdonable que me siento obligado a señalar. Me refiero a un par de escenas en las que Nolan sostiene que las fuerzas armadas británicas discriminaron a sus aliados franceses durante la evacuación, e incluso insinúa que el rescate de los galos inició hasta que el último soldado británico estuvo a salvo. Seguramente hubo actos aislados de discriminacion provocados por las circunstancias, pero el cuento de que los británicos fueron aliados mezquinos de los franceses es una calumnia propagandística acuñada y difundida por el gobierno de Vichy, ese régimen espurio que fungió como títere de Hitler durante la ocupación nazi de Francia, con el objetivo de generar un sentimiento antibritánico. Resulta irónico, y es una verdadera lástima, que Nolan, intentando ser objetivo y crítico con su patria, se haya rebajado, sin duda alguna inconscientemente, a esparcir propaganda fascista.
En Francia, la inmensa mayoría del público y la crítica ha sabido apreciar la grandeza de la película sin caer en reproches chovinistas, pero algunos intelectuales, tradicionalmente anglófobos, se han quejado amargamente de que Nolan ignoró el innegable rol protagónico que jugó el ejército galo en este trascendental evento histórico. Pero Nolan en ningún momento minimiza explícitamente el heroísmo de los franceses, simplemente prefiere concentrarse en contar su historia desde la perspectiva británica, haciendo uso del derecho que tiene todo artista a crear a partir de lo que más lo inspire o conmueva. A alguien más, idealmente a un cineasta francés, le corresponderá llevar al cine la perspectiva de las tropas francesas que, entre otras cosas, defendieron heroicamente el perímetro alrededor del puerto, logrando mantener a raya al ejército nazi durante la evacuación. Pero lo que realmente importa es que para cuando la pesadilla de Dunkerque terminó, los británicos habían rescatado a más de cien mil de sus aliados. Además, Gran Bretaña se convirtió en un refugio, no sólo para esas tropas, sino para el legítimo gobierno francés en el exilio encabezado por el general De Gaulle, y acabó siendo la base desde la que se planeó y se lanzó la exitosa operación que terminó liberando a Francia y a buena parte del continente europeo de las garras de la barbarie nazi.
Hay quienes ven como un defecto que Nolan nos lance a la acción desde el primer instante de la película sin ofrecernos algo más que atisbos del contexto en el que esta se desarrolla, sobrestimando los conocimientos históricos del espectador promedio. Pero desde mi punto de vista, el espíritu de la obra exige ese minimalismo narrativo (que también se expresa en la parquedad de los diálogos). Sin embargo, para disfrutar al máximo esta bellísima y poderosa película es indispensable entender que lo que estuvo en juego durante esa paradójica semana, en la que los británicos rescataron una victoria moral de las garras de una humillante derrota, fue el futuro de la humanidad, nada más y nada menos. No podemos olvidar que hasta ese momento Hitler había avanzando sobre Europa aplastando a sus enemigos con una facilidad pasmosa. Gran Bretaña terminó frenándolo en seco y transformándose en el incómodo y tenaz enemigo que frustró sus planes de dominación continental obligándolo a pelear en dos frentes durante el resto de la guerra. Sobra señalar que si esos 300,000 soldados rescatados de Dunkerque se hubieran convertido en prisioneros de guerra de los nazis, la defensa de la isla hubiera sido muchísimo más difícil. Además, Hitler seguramente los habría usado como rehenes para extorsionar al pueblo británico, exigiendo su rendición incondicional a cambio del bienestar de cientos de miles de sus hijos.
Los verdaderos amantes de la democracia, la libertad, la diversidad y la dignidad humana deben sentir una estocada en el corazón tan solo de imaginar lo que pudo haber sucedido si la evacuación de Dunkerque hubiera fracasado. Y es que los nazis seguramente habrían terminado profanando con sus pezuñas el sagrado suelo de las islas británicas, las SS habrían marchado por las calles de Londres y las principales ciudades de Reino Unido, organizando redadas en contra de los judíos británicos y concentrándolos por la fuerza en Wembley o Twickenham para luego deportarlos a Auschwitz o a algún otro campo de exterminio. Es escalofriante imaginar a un Hitler victorioso posando sonriente frente al Big Ben, consciente de que su aplastante y meteórica victoria, combinada con su alianza aún vigente con Stalin, le ofrecían un remanso y el tiempo necesario para fortalecer su maquinaria de guerra y quizá desarrollar la codiciada bomba atómica antes que nadie (Churchill lo intuía y por eso habló del ominoso brillo de una “ciencia pervertida” en el famoso discurso que usé como epígrafe de este texto). Por si todo esto fuera poco, el categórico triunfo de los nazis sobre Europa seguramente habría envalentonado y fortalecido al fascismo norteamericano encabezado por Charles Lindbergh líder del movimiento aislacionista y filonazi “America First” (¿les suena? No, no es una inocente casualidad), y quizá gracias a ello EEUU nunca habría entrado a la guerra, o al menos no del lado de los aliados.
En pocas palabras: Nuestro mundo sería un lugar radicalmente distinto de no haber sido por la entereza de cientos de miles de muchachos que, sacando fuerzas de flaqueza, lograron escapar de un destino que parecía inexorable. Pero su proeza jamás hubiera sido posible sin la conmovedora generosidad y el extraordinario heroísmo de sus salvadores: los pilotos de la Royal Air Force (144 de los cuales perdieron la vida durante la evacuación) y los civiles que se lanzaron al mar en más de 700 humildes embarcaciones no aptas para una zona de guerra, 226 de las cuales terminaron en el fondo del mar hundidas por la Luftwaffe. El hecho de que, a setenta años de aquella hazaña, su ejemplo y su sacrificio hayan logrado inspirar la mejor película de uno de nuestros mayores talentos cinematográficos, demuestra que su invaluable legado sigue tan vivo como esos pequeños y vetustos botes que aún hoy surcan las aguas del Támesis portando orgullosamente una modesta placa con la desafiante leyenda: “Dunkirk 1940”.