De Camelot a Trump Tower

Por Oscar E. Gastélum:

“A nation reveals itself not only by the men it produces but also by the men it honors, the men it remembers.”

 John F. Kennedy

 

El pasado lunes 29 de mayo se celebró (en pleno Memorial Day) el centenario del nacimiento de John F. Kennedy, el legendario presidente norteamericano qué pasó a la historia por echar a andar las reformas legislativas a favor de los derechos civiles de los afroamericanos, por impulsar el programa espacial norteamericano que alcanzó su cenit con la llegada del hombre a la Luna, por salvar al mundo de una conflagración termonuclear durante la crisis de los misiles, y en una nota menos solemne, por haber recibido la felicitación de cumpleaños más famosa de la historia en voz de Marilyn Monroe. Todo esto en un breve lapso de apenas dos años y diez meses, pues, como todos sabemos, su esperanzadora presidencia fue absurda y despiadadamente truncada por la mano asesina de Lee Harvey Oswald el 22 de noviembre de 1963 en Dallas, Texas.

Siempre he sido un gran admirador de Kennedy, y por eso me gustaría aprovechar esta efeméride para analizar, a la luz de su valioso legado, el lamentable estado actual de la democracia norteamericana, sobre todo tras el traumático ascenso al poder de un demagogo fascistoide como Donald Trump. Y es que parece mentira que el electorado norteamericano y sus élites políticas, intelectuales y mediáticas hayan permitido que la silla en la que alguna vez se sentó Kennedy fuera profanada por un personaje tan grotesco y opuesto a todo lo que éste representa. Pues decir que es un abismo lo que separa a Kennedy del energúmeno anaranjado es quedarse muy corto. Esa modesta metáfora nos podría servir para compararlo con Nixon, por ejemplo, un político conservador, corrupto y mentiroso que, sin embargo, fue un hombre brillante y excepcional, con un legado geopolítico muy valioso y que jamás se hubiera atrevido a traicionar a su patria convirtiéndose en el idiota útil de una potencia enemiga. No, la vileza mendaz y zafia de Trump es de otra galaxia.

Pero antes de tocar sus múltiples y hondas diferencias, me gustaría hablar del único pero muy importante paralelismo que encuentro entre ambos personajes. Me refiero a la influencia que tuvo la televisión y la cultura de la celebridad en sus respectivos triunfos electorales. No olvidemos que la contienda entre Nixon y Kennedy fue la primera en la que la televisión jugó un papel fundamental y quizá decisivo. La mayoría de los historiadores, por ejemplo, concuerdan en que Kennedy ganó la elección el día del primer debate televisado de la historia, gracias en parte a su atractivo físico y, quizá en mayor medida, al desagradable bigote de sudor que lució Nixon durante todo el encuentro en cadena nacional, detalle que hizo que el candidato republicano pareciera inseguro e indigno de confianza frente a los televidentes. Trump por su parte es un fenómeno de circo, un personaje de Reality Show obsesionado con la fama, que lleva décadas haciendo hasta lo imposible por aparecer en la televisión y los tabloides, no hace falta añadir nada más.

Es indudable que la irrupción de los medios masivos tuvo un efecto perverso en la democracia norteamericana, pues poco a poco fue banalizando la política hasta transformarla en un género más del show business. Si en 1960 los votantes realmente eligieron a Kennedy por ser el candidato más guapo, o el que menos sudaba, y no porque tenía mejores propuestas que su rival, cometieron una frivolidad, sí, pero no tan grave y potencialmente catastrófica como la perperpetrada por los votantes de Trump más de cinco décadas después. La diferencia es que en aquel entonces los medios y los propios partidos funcionaban como filtros en contra de demagogos peligrosos e impresentables. Ni siquiera es necesario aclarar que la pérfida y trivial existencia del energúmeno naranja es incomparable con la de su predecesor asesinado. Y es que Kennedy estaba muy lejos de ser un producto hueco y banal, era un hombre brillante y cultísimo que antes de cumplir los 40 años ya se había graduado de Harvard con honores, había sido condecorado por su heroísmo en la Segunda Guerra Mundial, había ganado un premio Pulitzer y había sido electo senador. La triste realidad es que a principios de los años 60 ni la televisión ni las instituciones políticas (sobre todo el Partido Republicano) se habían corrompido hasta la médula, y estaban todavía muy lejos de transformarse en esa letrina pestilente de la que emergió Donald Trump y en la que abrevaron durante décadas millones de sus votantes.

Sí, al igual que Trump, Kennedy y su esposa fueron “celebridades” (no es casual que Ron Gallela, el rey de los paparazzi, haya forjado su dudoso prestigio asediando a la joven viuda) pero en su época,  el público y los medios todavía exaltaban a seres verdaderamente excepcionales como ellos, hombres y mujeres talentosos, brillantes, educados y/o hermosos. Sin que ello despertara el resentimiento rabioso y tóxico que hoy corroe el alma de las masas, que prefieren encumbrar a seres sin atributos o plagados de vicios y defectos como el clan Kardashian o el propio Donald Trump. Incluso me atrevería a afirmar que entre Marylin Monroe y Kim Kardashian hay un abismo sideral tan vasto e infranqueable como el que separa al propio Kennedy del actual presidente de EEUU. Pero la putrefacción de la cultura de la celebridad, provocada por el culto al dinero y el sacrificio de los estándares de calidad y de valores otrora sagrados en el altar del lucro fácil, no lo explica todo.

Y es que aunque concedamos, con todos los matices del caso, que Kennedy y Trump son celebridades que le deben buena parte de su carrera política al poder de los medios masivos, y aceptemos que, mientras la televisión en los tiempos de Kennedy era un medio relativamente sano, hoy en día el panorama mediático es una cloaca infecta, potenciada por lo peor del internet, nada de eso explica el hecho de que el primero, un hombre joven, vigoroso y apuesto (el presidente más joven de la historia) haya triunfado usando su carisma para reforzar una elegante retórica,  que transmitía un mensaje esperanzador, idealista, orientado al futuro, desbordante de amor por la cultura y la ciencia, firmemente anclado en los valores de la ilustración y comprometido con la democracia. Mientras que el segundo, un antiestético saco de hiel, grasa y pellejo anaranjado (el presidente más viejo de la historia), haya usado su “celebridad” para apuntalar un balbuceante, primitivo y reaccionario discurso de odio, profundamente autoritario, nostálgico de un pasado idealizado, temeroso y hostil ante el progreso, contaminado de conspiracionismo y desbordante de resentimiento y antiintelectualismo. ¿En qué momento la cultura política norteamericana, o más precisamente su ala conservadora, se enfermó de decadencia y rencor suicida?

La respuesta es muy fácil: en el momento en que las élites políticas y mediáticas renunciaron cómoda e imprudentemente a su responsabilidad, y en lugar de guiar a las masas, marcándoles el paso desde la vanguardia, decidieron seguirlas en su extravío por un camino que desembocó en “Keeping Up with the Kardashians”, Fox News,  el “tea party”, y la alimaña en la que todos esos horrores se fundieron: Mister “Make America White Again”. Durante los últimos cincuenta años, los descendientes espirituales de Kennedy, al menos en Occidente, hemos ganado todas las batallas políticas y culturales relevantes. Las mujeres están muy cerca de alcanzar la igualdad plena en nuestras sociedades, las minorías étnicas, religiosas y sexuales tienen más derechos que nunca en la historia, la ciencia y la tecnología avanzan a pasos agigantados al tiempo que la superstición pierde terreno y poder,  la información y el conocimiento circulan libremente, y no hay autoridad alguna, política o divina, que no pueda ser libremente cuestionada y hasta ridiculizada.

Esa es la verdadera fuente del resentimiento de las hordas trumpistas que ya ni siquiera sueñan con ofrecer una alternativa viable al orden liberal. Humilladas por sus constantes derrotas y aguijoneadas por demagogos, políticos y mediáticos, que, a base de condescendencia y propaganda delirante, las han convencido de su superioridad moral y de la legitimidad de sus prejuicios, ya solo aspiran a prenderle fuego a su aborrecido mundo moderno para verlo arder. Aquí es indispensable recordar que Trump perdió la elección por casi tres millones de votos y si ganó milagrosamente el Colegio Electoral fue gracias a una contienda insólitamente accidentada.  Sí, esta gentuza es una minoría raquítica y buena parte de sus integrantes son vejetes seniles y amargados al borde de la tumba. De nosotros depende que los valores que Kennedy encarnó mejor que nadie sobrevivan a esta era aciaga. Ojalá que el nombre y los gruñidos de Donald Trump y sus despreciables acólitos  se pierdan, sepultados y olvidados en lo más profundo del basurero de la historia, mientras Kennedy y sus refrescantes y vigorizantes palabras sobreviven, por lo menos, otros cien años más.