Creerle a las víctimas

Por Bvlxp:

Uno de los principios fundamentales de la civilización y la decencia es la empatía; el condolerse con las víctimas, el sentir el dolor ajeno, el permitir que la desgracia del otro nos toque el corazón, el encontrar en el dolor y la desgracia el común denominador que nos hace humanos y prójimos: entender que dolerse y condolerse son dos caras de una misma moneda en la que está de por medio nuestra forma de ser humanos. Es difícil alegrarse de la desgracia ajena, incluso de la que azota a los más acérrimos enemigos. Sólo un profundo rencor —por lo demás algo de lo más humano— nos lleva a sentir recompensa por el dolor ajeno. Cuando no hay de por medio una animadversión personal o un sentimiento que pudiera venir de la sociopatía, uno de nuestros mejores rasgos es hacernos cargo del dolor ajeno como propio.

El proceso de confirmación del juez Brett Michael Kavanaugh a la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos representó un nuevo capítulo de la saga del movimiento #MeToo que exige que se les crea sin cortapisas a las mujeres que alegan ser víctimas de abuso sexual. Antes de llegar al pináculo de su carrera, el juez Kavanaugh participó en algunos de los episodios más polarizantes de la vida pública de Estados Unidos: la investigación de Kenneth Starr contra el Presidente Bill Clinton y el recuento de votos en Florida durante la campaña presidencial en la que la Suprema Corte de Justicia decidió la elección en favor de George W. Bush por encima de Al Gore en una votación de 5-4. Más tarde, el Presidente Bush nominó a Kavanaugh a ocupar un asiento en la Corte de Apelaciones del Circuito del Distrito de Columbia, una de las más influyentes y poderosas del país, para la que fue confirmado por el Senado el 26 de mayo de 2006 mediante una votación de 57-36 sin que se presentara alegato o denuncia criminal alguna en su contra más allá de acusaciones de ser un ideólogo de las causas conservadoras y ser apodado el “Forrest Gump de los Republicanos”. Entre la nominación presidencial y su confirmación por el Senado trascurrieron más de tres años.

Sin embargo, durante el proceso de confirmación para ocupar el asiento vacante por el retiro de Anthony Kennedy (el crucial y único voto “cambiante” en la Corte, uno que no parece obedecer a cuestiones ideológicas sino a una cuidadosa ponderación de los méritos legales de cada caso, algo prácticamente extinto en la Corte), la Dra. Christine Blasey Ford acusó a Kavanaugh de haberla encerrado en un cuarto acompañado de un amigo, de haberse puesto encima de ella y de haberla tocado en contra de su voluntad durante una albercada ocurrida hace 36 años en sus épocas preparatorianas. El mérito de la doctora Ford es haber dado su testimonio frente a un Comité del Senado bajo amenaza de perjurio, algo que no es muy común en el movimiento #MeToo, que se basa más en la destrucción personal mediante denuncias en Internet y en los medios pero es comúnmente renuente a llevarlas a los tribunales. Si la doctora Ford mintió, podría enfrentar un juicio y la cárcel. Claro que a nadie se le ocurriría acusarla de perjurio. Mucho menos ahora y menos a Brett Kavanaugh, ya confirmado como el Ministro 102 de la Suprema Corte.

¿Estamos obligados a creerle a la doctora Ford? Depende de quiénes seamos en relación con ella. Si somos su pareja, su familia, sus amigos, creo que tenemos la obligación de creerle, que el vínculo que nos une es suficiente para considerar su testimonio como verdadero. Si no somos parte de sus relaciones cercanas, no estamos obligados y, de hecho, no debemos creerle simplemente por ser mujer. Eso sí, como muestra de su decencia, la sociedad está obligada a ser empática. Cualquiera que haya visto la comparecencia de Christine Ford ante el Comité Judicial del Senado estadounidense, no puede sino conmoverse y empatizar con ella. Sin embargo, la corrección política y el dogma del #MeToo quieren hacernos creer que hacer las preguntas elementales está mal; preguntas como ¿por qué ahora, 36 años después?, ¿por qué ahora, justo en el proceso de confirmación para ocupar un lugar en la Suprema Corte?, ¿por qué ahora, y no durante el proceso de confirmación como juez de la Corte de Apelaciones?

Creerles a las mujeres es un slogan que en los últimos tiempos busca afianzarse como un dogma incuestionable. Hay que creerles a pie juntillas, creerles y punto, creerles y ya. Las mujeres según el credo progre son dignas de confianza absoluta por el simple hecho de serlo pues por la “opresión” que han sufrido históricamente se encuentran bajo un peso que no les permite alzar la voz. Las mujeres deben entonces gozar de su propia credibilidad y de que su palabra valga más que la de cualquiera. El asunto no está en cuestionar sus dichos y sus experiencias sino en el peso que les damos y en la ponderación de sus consecuencias.

El involucramiento del #MeToo en un asunto tan políticamente cargado como la confirmación de un juez a la Suprema Corte es un error que no ayuda al movimiento ni hace justicia a las mujeres víctimas de abuso porque las remite a un lado del espectro ideológico, a tomar partido en la guerra cultural como acusó Kavanaugh en sus audiencias de confirmación. La búsqueda de la justicia debe estar por encima de las ideologías y de las preferencias políticas, no debe ser un asunto entre liberales y conservadores (en el uso que se le da en Estados Unidos a dichos términos). El Senado estadounidense pidió una investigación del FBI antes de confirmar a Kavanaugh como juez de la Suprema Corte, investigación que no encontró evidencias ni testigos que corroboraran la acusación de Ford. Entonces, el Senado acertó confirmando a Kavanaugh con base en su carrera y sus credenciales como jurista. Haber hecho lo contrario sería tomar partido por la destrucción del sistema de justicia y exponer a todos, hombres y mujeres, a cultura de la destrucción de las personas por vías extra-legales, a la cacería de brujas que es lo que la progresía ahora entiende por justicia, algo que no puede permitirse una institución formal del Estado.