Por Frank Lozano:
En una semana, el Presidente Enrique Peña Nieto dio dos muestras de que vive alejado de la realidad o de que ve una realidad muy distinta a la que muchos mexicanos vemos.
En primer lugar, realizó diez movimientos en su gabinete. Los movimientos fueron vendidos a la opinión pública como cambios. Nada más falso. A lo mucho, se trató de diez relevos que, ciertamente, garantizan algo: nada cambiará.
Si en el ánimo del Presidente realmente hubiera existido la idea de cambio, habría comenzado por presentar argumentos de su decisión de remover a diez funcionarios. Al mismo tiempo, habría propuesto una agenda por tema, estableciendo metas a alcanzar por rubro y clarificando los mecanismos de evaluación de las mismas. No obstante, eso no sucedió. El Presidente echó por la borda una magnifica oportunidad para avanzar en un ejercicio de rendición de cuentas que le liberara presión ante la cercanía de su tercer informe.
Ya sé que no aplauden y que es mucho pedir. La sustitución de los secretarios respondió a una lógica política. Se trata del Presidente Peña Nieto en su faceta de Dios todopoderoso, de adivino, de chamán político que comienza a mover las piezas del tablero. Peña Nieto convirtió al gobierno en un laboratorio político, en una kermés para pasear a sus alfiles para ver cuál de ellos, se gana la lotería.
Con eso, trae de regreso de forma burda las prácticas del pasado. Con esos movimientos y, sobre todo, por la motivación detrás de ellos, nos recuerda que no existe ni existirá esa cosa llamada nuevo PRI.
Lo ocurrido el pasado jueves 27 de agosto, pertenece más a un ritual de república bananera que a una nación moderna. El Presidente debe entender que la presidencia no es el PRI. Que los relevos no los puede hacer como si se tratara de un asunto interno, de partido, que frente a los relevos debe establecer metas concretas, agendas y acciones. Nada de eso hubo.
Ahora bien, la segunda muestra de lejanía ocurrió a propósito del informe. Da pena ajena ver lo transparentes que son las estrategias que emanan de Los Pinos, empecinadas en mostrar a un Peña Nieto seguro, cálido, cercano. Invariablemente, Peña la va a cagar y ahí tienen, la banda presidencial a punto de caer y, lo que parecía una buena idea, vuelve a situar a Peña Nieto como a un tonto.
De la anécdota, pasemos a lo preocupante: haber escuchado a un tipo optimista, pagado de sí mismo, acrítico, que buscó y obtuvo el aplauso fácil. Preocupa escuchar ese tono de voz, que no refleja la preocupación de todos: caída del poder adquisitivo, fragilidad económica, inseguridad, impunidad, retroceso en derechos humanos, recortes presupuestales que afectarán a los estados y municipios.
Peña Nieto, en su delirio, omitió decir que no ha cumplido la meta en creación de empleos e incluso que este año se crearán 100 mil menos de lo esperado. Tampoco ha mencionado que solo ha cumplido un 28 por ciento de sus promesas firmadas. No mencionó los ajustes a la baja que se han hecho respecto a los pronósticos de crecimiento que tenía el Banco de México. No mencionó nada de la cancelación de proyectos a lo largo y ancho del país, entre los que destacan el tren Querétaro-México. Y por supuesto que guardó un silencio sepulcral en cuanto a las cifras de desaparecidos. No recordó a las víctimas de Ayotzinapa, de Ostula, de Tanhuato. En síntesis, no habló con la verdad, administró medias mentiras. Volvió, en una semana, a desaprovechar la oportunidad de relanzar su gobierno y hacer un verdadero ejercicio de rendición de cuentas.