Por Ángel Gilberto Adame:
Convertir la libertad de expresión en un derecho ha sido un proceso gradual y complejo, pues uno de sus componentes inalienables es su voluntad de cuestionar todo dogmatismo, más si hay evidencia de que tiene relación con el poder. Las batallas que se han librado en su defensa han servido de marco a los ejercicios democráticos más relevantes del mundo occidental.
El rumbo que ha seguido su desarrollo no ha estado exento de tropiezos. Desde que la prensa se instituyó como el ámbito más activo de la libertad de expresión, sus exponentes han debido explorar la imprecisa frontera entre los medios y sus fines, y más todavía desde que la información y la opinión se han convertido en bienes de consumo. Ante la imposibilidad de contener el flujo periodístico y marcarle límites, proliferan actitudes que agravian la integridad moral de terceros con aseveraciones caprichosas y acusaciones infundadas.
En México, los medios de comunicación se han visto severamente afectados por la turbulenta historia patria. Los medios fueron vehículos ideológicos de las facciones que participaron en las guerras decimonónicas; los próceres de la libertad de expresión padecieron persecuciones o tuvieron que someterse a la autoridad en turno, o aun extinguirse. Después de la revolución y de enormes esfuerzos legislativos y sociales, la libertad de expresión se convirtió en un derecho constitucional. Pese a ello, su normatividad ha quedado a la deriva: desde la publicación de la Ley sobre delitos de imprenta en abril de 1917, no existen instrumentos eficientes para enfrentarse a sus anacronismos y a los vicios propios de su ejercicio.
El arribo de nuevas tecnologías ha favorecido la práctica periodística, pero también ha ensombrecido su calidad y alterado su dimensión ética. Desde que es posible difundir noticias a través de internet, la urgencia por alzarse con las primicias y el imperativo de generar contenidos actúan en detrimento del rigor necesario para la investigación. Después de que una noticia es lanzada al espacio virtual nadie parece ser responsable de su contenido. Son pocos los casos en los que los autores de una nota admiten matices y realizan precisiones a lo que divulgaron. Una persona puede ser gravemente calumniada y hallarse después incapacitada para restituir su buen nombre, y casi nunca con el mismo poder de divulgación con que cuenta quien la ha perjudicado. ¿Qué hay entonces del derecho de réplica? ¿Qué ocurre cuando una persona cuyo ejercicio profesional depende de su buena reputación es agraviada por la mala fe, la inexactitud o el escándalo? ¿Acaso no merece que su defensa, o su versión de los hechos, posea un impacto equivalente?
He vivido experiencias amargas cuando, por situaciones inherentes a mi profesión, he solicitado ejercer mi derecho de réplica contra noticias falsas o tendenciosas. La más grave se remonta al año 2009. Recuerdo bien el estupor y la indignación que me asaltaron la mañana de aquel sábado 17 de enero, al leer en la primera plana del periódico Reforma una nota titulada “Balconea el GDF a notarios transas”. Entre la nómina de “balconeados”, con la anexa retahíla de denuncias y acusaciones, figuraba mi nombre. Firmada por el reportero Sergio Fimbres, la nota del diario tenía como fuente unas declaraciones de la entonces consejera jurídica del Distrito Federal, Leticia Bonifaz[i]. Según el texto, yo había incurrido en una falta pues había cobrado trámites por adelantado y después los había retrasado con el propósito de “jinetear” el dinero. Así, en primera plana.
Como mi trabajo depende de mi credibilidad y de mi autorización para “dar fe” sobre la verdad, hubo clientes a quienes les consta mi integridad que me llamaron para ofrecerme su apoyo. Durante todo el incómodo fin de semana estuve esperando que el autor de la nota me contactara, cosa que no sucedió. El lunes siguiente remití un escrito formal a la autoridad responsable de supervisar mis labores, con objeto de averiguar si existía alguna queja, o denuncia, o procedimiento en contra mía, toda vez que la nota del diario ya aseguraba, contundentemente, que yo iba a ser sancionado.
El 18 de febrero recibí una respuesta en los siguientes términos:
Con el documento oficial expedido a mi favor y otro equivalente emitido por el Colegio de Notarios —desde luego con la certeza personal de que la nota del diario es falsa—, he seguido desempeñándome como notario desde aquel remoto 2009. Sin embargo, me intriga que aquella nota —que se consideró tan relevante como para aparecer en primera plana— no haya sido el inicio de un seguimiento y ni siquiera dado origen a una investigación concluyente.
Para mi infortunio, un portal amarillista llamado Taringa, dedicado entre otras cosas a la promoción de la piratería y la pornografía (y por lo tanto exitoso) copió el texto de Reforma. He procurado entrar en contacto con los administradores del sitio para intentar el ejercicio de mi derecho a defenderme y no he tenido respuesta alguna. Y es así como el impacto de aquel infundio se conserva intacto y activo, al menos entre los lectores de ese portal. Por afectaciones como esa es que considero que, siempre que la situación lo amerite, el derecho de réplica debe atenderse con una divulgación equivalente a la que obtuvo la difamación.
En el mismo tenor, hace algunos meses, Excelsior me involucró, con otros colegas, en un asunto del que yo no era responsable, por lo que hice llegar una carta aclaratoria en la que les expliqué, basándome en las leyes, la confusión en que habían incurrido. Cuando decidieron publicar mi respuesta en la edición impresa, llamé a los directivos para exigirles que también se adjuntase a la versión de internet, junto a la nota que me infamaba. Su respuesta fue lacónica: “No estamos obligados a hacerlo”. Después de mucho discutir accedieron a mi petición, no sin acotar que, según ellos, me estaban haciendo “un favor”. Triste cosa que la prensa mexicana, tan dispuesta a “acusar” a quienes juzga que están en falta, se ponga en falta al no acatar la legislación que disimuladamente la regula.
[i] El tiempo va poniendo las cosas en su lugar. Acabo de cumplir 20 años de labor notarial sin haber recibido una sola amonestación. Por otra parte, durante el sexenio en que ocupó la Consejería Jurídica, Leticia Bonifaz ejerció su política de filtrar en los medios información infamante. Llegó al extremo de utilizar una oficina de la Tesorería del Distrito Federal para espiar a quienes consideraba sus oponentes o a quienes no favorecían sus intereses, como fue mi caso. Esa insólita unidad de investigación fue la fuente principal para armar el reportaje de la llamada Casa Blanca. Con la caída en desgracia de Marcelo Ebrard, Bonifaz vio canceladas sus aspiraciones de ingresar al Consejo de la Judicatura Federal y hoy, sorprendentemente, además de ser columnista en El Universal, preside el área de Derechos Humanos de la Corte. Nadie la ha cuestionado hasta ahora por su intervención directa en la ratificación de los contratos de compraventa entre Jorge Saldaña y Ebrard respecto a un suntuoso inmueble cerca de la plaza Río de Janeiro, hecho que mantiene exiliado al exjefe de gobierno en París.