Cuando terminé la secundaria, aunque no sé exactamente cuándo y dónde escuché por primera vez sobre esa escuela, me obsesioné con la idea de entrar a una preparatoria en la que, en lugar de estudiar matemáticas y química por horas, los alumnos bailaban, pintaban, hacían música y actuaban. Recuerdo la emoción que sentí al ir a formarme por una ficha para el examen de admisión, los nervios durante el examen médico y lo mucho que me esforcé para aprobar el examen de conocimientos generales y la semana de prueba a la que teníamos que asistir. Después de pasar por un proceso en el que fuimos quedando cada vez menos aspirantes, por fin formaba parte de los seleccionados. Y, aunque al principio pensé que había cumplido uno de mis más grandes sueños, casi de inmediato sentí —no por primera vez pero sí con mucha más intensidad—algo que experimentaría constantemente en el futuro: decepción.

James Joyce retrató ese sentimiento de forma maravillosa en Araby, una de las historias que forman parte de Dubliners. En ella, un chico se enamora de una chica, o eso cree, y después de mover cielo, mar y tierra para conseguir el regalo perfecto, se da cuenta de que en realidad ni la chica, ni el lugar al que fue a buscar algo para ella, y probablemente nada en la vida son tan buenos como parecen en nuestra imaginación.

Eso pensé por algún tiempo, que queremos las cosas hasta que las tenemos y entonces nos decepcionan porque nunca brillan tanto como en el cielo en el que las pensábamos. Pero entonces comenzó a pasar algo curioso, especialmente con los libros que leo; sin tener muchas expectativas, empecé a encontrarme con historias que me fascinaban, relatos sobre personajes y lugares que me atrapaban por completo y que no esperaba en absoluto. Ya conocía la tristeza de terminar de leer un libro que te gusta mucho, me pasaba sobre todo en la infancia, pero nunca antes sentí que al encontrar una gran historia estaba perdiendo algo en lugar de ganarlo.

De una manera diferente, se siente un poco como la decepción que ya conocía: al final el resultado nunca es el que espero. Consigo cosas que buscaba pensando que serían grandiosas y me encuentro conque son apenas aceptables o de plano terribles; y si llego a algo interesante que no me esperaba me deprime el saber que esa cosa (un libro, una canción, una película…) ya no está afuera, en el mundo, esperando a que la encuentre. Nunca volverá a ser la primera vez que lea Siempre hemos vivido en el castillo de Shirley Jackson; tampoco descubriré, una vez más, el cine de Yasujirō Ozu; no lloraré como la primera vez que escuché Open de Rhye.

Si hubiera viajado con los Argonautas seguro que habría hecho lo que fuera para nunca llegar a la Cólquida. Quizá lo mío es andar buscando en lugar de encontrar y si fuera exploradora me echaría a llorar sobre el cofre del tesoro. No quiero decir que no aprecie muchas de las cosas que he logrado y todas las obras que me han hecho sentir tan emocionada que desearía no haberlas encontrado (solo para que aún estuvieran en alguna parte del mundo llamándome en voz baja), pero si imagino todas esas cosas como islas a las que observo a través de un telescopio, y si tuviera que elegir, en este momento creo que preferiría dedicarme a mirar, a buscar las rutas más largas, a navegar en un barquito que me prometa que llegaré pero siempre termine perdiéndose en el mar. Es curioso que al intentar dar con la etimología de la palabra “buscar” haya tantas teorías y no se acepte una en concreto. La búsqueda es tan interesante que ni siquiera ella quiere ser encontrada. Quizá algún día mi corazón cambie, pero ahora mismo creo que lo único que quiero es seguir buscando y, por un largo rato, no encontrar nada.