Breve semblanza del Juan Gabriel que sí fue

Por @Bvlxp

Enrique Krauze afirma no recordar un despliegue de amor y dolor igual desde la muerte de Pedro Infante en 1957 o desde la de Jorge Negrete cuatro años antes. Quizá Krauze olvidó por ahí el luto nacional a la muerte de Cantinflas, pero acierta en lo fundamental: ha sido prácticamente unánime la pena por la temprana pérdida colectiva del artista conocido como Juan Gabriel. Hablar de sus virtudes como autor y como intérprete es un poco ocioso, no hay mucho más que decir que lo que todos ya sabemos, lo que nos hizo sentir, todos los momentos de alegría, de euforia, todas las veces que las penas nos fueron menos porque desde algún rincón del tiempo había cantado para nosotros sobre nuestra tristeza. Juan Gabriel fue una dicha colectiva sobre la que no se puede teorizar sin hacer el ridículo y sin quedar siempre corto o irremediablemente perdido.

Sin embargo, como siempre sucede con las personas y los personajes queridos, el halo de la muerte ha propiciado lecturas muy ajenas a quien Juan Gabriel fue en realidad, lecturas convenencieras de su obra y de su legado. Se diga lo que se diga, Juan Gabriel fue casi exclusivamente un artista en su faceta pública; estando lejos de ser en quien los biempensantes quieren convertirlo después de su muerte. Además de sus canciones y sus conciertos y su música, fue un comprometido priista; un porrista de Francisco Labastida en la elección presidencial del 2000; un evasor de impuestos; un asiduo a las farras y excesos del cuestionado Gobernador priista de Chihuahua, César Duarte; un defensor de México en su gira final ante los embates de Trump (por eso aquello de su alevosamente descontextualizada frase de “Nunca se avergüencen de ser quienes son”). ¿A alguien realmente le importa? La respuesta es: prácticamente a nadie, porque Juan Gabriel fue sobre todo lo que él quiso ser para nosotros: un intérprete de nuestras emociones, un convidado de nuestro corazón.

A su muerte, la autoasumida progresía ha querido hacer de él un estandarte de la lucha por los derechos homosexuales en la coyuntura de la oposición de la iglesia católica al matrimonio igualitario, queriendo convertirlo en un héroe de su cruzada, poniendo por delante las preferencias sexuales de un hombre que nunca quiso hablar de ellas en público. Juan Gabriel hizo uso dignísimo del derecho a permanecer en el clóset y de afirmar algo irrebatible: con quién me acuesto no es asunto de nadie. Si no lo era en vida, mucho menos lo es estando muerto. Por todo lo que sabemos, Juan Gabriel pudo haber sido un asiduo heterosexual, dejando al descubierto el machismo de los progres al juzgarlo gay sólo por sus maneras. En suma, Juan Gabriel era un hombre libre, no un activista.

Cuando comenzó la cruzada por la igualdad y por la dignidad del movimiento gay, se soñaba con habitar un mundo en el que al ver al otro fuéramos capaces de apreciar a un ser humano y su obra, con sus virtudes y defectos, libre de etiquetas. Este es el verdadero ideal liberal: aspirar a un mundo de derechos iguales que se reparten sin mirar membretes: si eres hombre o mujer; negro, blanco o latino; homosexual o heterosexual. En suma, un mundo en el que se haga vigente la idea de todo para todos. ¿Cómo es entonces que los autoasumidos buenos se atreven a aprovecharse de un asunto que, en estricto sentido, a nadie debe interesarle? ¿Cómo es que tienen la caradura de usar como icono político a una persona que nunca quiso servir de bandera? Esto es lo que hay: avanzar la agenda con farsas y con alevosía.

Así que, más allá de los descarados convenencieros, ¿quién fue Juan Gabriel? Un artista, nada más ni nada menos. Eso fue lo que él quiso ser y, como buen artista, acabó siendo para cada uno algo distinto, no quien fue en realidad sino quien se convirtió para cada uno de nosotros.