Por Pablo Majluf
Siempre me asombra saber que Alemania fue campeona mundial de fútbol en 1954, apenas nueve años después de haber quedado destruida material y moralmente. El milagro alemán obedeció en buena medida al Plan Marshall foráneo, pero tuvo un brío interno que sólo fue posible gracias a la introspección colectiva. Ese ánimo lo retrató bien Rainer Werner Fassbinder en El matrimonio de María Braun, cuyo clímax es justamente la eufórica narración de Herbert Zimmermann de aquella final contra Hungría.
Pienso que algo similar sucederá en Estados Unidos después de Trump. Conociendo a la civilización estadounidense, tan versátil y movediza (siempre persiguiendo el futuro, como decía Octavio Paz), es fácil imaginar que dentro de unos años o décadas vendrá una reflexión sobre la irresponsable borrachera. Más difícil es que los fantasmas que la propiciaron desaparezcan, pero lo que esa pedagogía habrá de asegurar es que sean domados.
¿Aprenderá México de su actual descenso a la demagogia? No lo sé. Depende en parte, supongo, de la magnitud del desastre. Apenas llevamos un año y medio y quién sabe cómo acabe esto: puede ser una especie de docena trágica funesta pero manejable, o una desgracia insondable aún. Lo que ya se puede anunciar es que no acabará bien. Y es razonable suponer, para no glorificar demasiado a esa Alemania, que entre más aguda sea la caída, más factible la lección.
Pero también es precisa la voluntad. Y esa, cuando el destructor ascendió por la vía democrática, pasa inevitablemente por la autocrítica del voto, al menos como punto de partida. ¿De qué otra forma poner freno al eterno retorno?
Sólo que, ¿cómo pedírselo al pueblo? No hay ni a quién ni cómo. El aprendizaje colectivo puede o no darse en el tiempo, pero no puede solicitarse ni exigirse. Javier Marías lo pone bien en Berta Isla:
El pueblo…
… posee la prerrogativa de la veleidad impune, no responde de lo que vota ni de a quién elige, de lo que apoya, de lo que calla y otorga o impone y aclama […]. El pueblo no es sino el sucesor de aquellos reyes arbitrarios, volubles, sólo que con millones de cabezas, es decir, descabezado. Cada una de ellas se mira en el espejo con indulgencia y alega con un encogimiento de hombros: ‘Ah, yo no tenía ni idea. A mí me manipularon, me indujeron, me engañaron y me desviaron. Y qué sabía yo, pobre mujer de buena fe, pobre hombre ingenuo.’ Sus crímenes están tan repartidos que se desdibujan y se diluyen, y así los autores anónimos están en disposición de cometer los siguientes, en cuanto pasan unos años y nadie se acuerda de los anteriores. (pp. 324-325)
Entonces, si no al pueblo, ¿a quién? ¿Podemos pedir cuentas a individuos específicos? ¿Podemos cuestionar, por ejemplo, a miembros de la élite intelectual y cultural que durante años encumbraron al obradorismo y le dieron una textura admisible?
La ocasión se presenta cada vez que el machete se cierne sobre una institución, programa o fondo que auspicia a estos personajes. Sucedió con el Fonca, el Fidecine y hace poco con varios centros de estudios e investigación del Conacyt, entre ellos el CIDE y el Cinvestav. Algunos terminan salvándose y otros no, depende en buena medida de la resistencia de los amenazados y de la veleidosa misericordia presidencial.
Parte de quienes pertenecen a esos gremios han sido críticos de López Obrador; otros son peatones atrapados en un fuego cruzado. Pero otras decenas fueron facilitadores de tiempo completo y cabecillas que llamaron continuamente al voto durante lustros, a pesar de incontables señales y advertencias. ¿Podemos citar a conciencia al menos a esos que, desde adentro, pavimentaron voluntariamente el camino de la destrucción?
Cada que las admoniciones se cumplen, nos contestan que no, que sobre el voto per se no debe haber reflexión alguna. Primero porque lo que ocurre no podía saberse, aunque Ikram Antaki lo advirtiera hace veinte años. Segundo, porque es una mala estrategia opositora que asusta desencantados y los vuelve a orillar al obradorismo, como si fuésemos un partido político, o como si eso resolviese el tropiezo original. Después, porque habría que llamar a conciencia a quienes votaron por los presidentes previos, como si no se hubiese hecho ya, o como si aquellos mandatarios hubiesen sido igual de catastróficos para las instituciones que nos atañen. Y finalmente, porque es estéril, porque ya pasó, porque ya ni modo, como si ya nada estuviese en juego.
Se entrevé, en todas, el signo de una élite orgullosa que no admite culpa pero la reparte, o peor, que aún cree haber tomado la mejor decisión, incapaz de ver el servicio que haría si con el mismo ímpetu que patrocinó esta oscura noche, dijera: ¡me extravié!, como lo hizo Nicmer Evans con el chavismo, alertando a futuras generaciones de no caer en la tentación populista, o como esta semana el General James Mattis contra su exjefe Trump.
Los ámbitos académico y cultural, acostumbrados a la discusión rigurosa y al escrutinio entre pares, serían espacios idóneos para este examen. Pero pocos se atreven, como escribió esta semana Anne Applebaum en The Atlantic, pues prefieren los habituales consuelos de los facilitadores, a saber: que aún pueden enderezar la causa original, que podrán convencer al déspota, que la oposición es peor. Y al final, ni la irónica ingratitud presidencial puede hacerlos retractarse. “No todos los que se dedican a la ciencia, a la cultura, a la investigación y a la academia son gentes conscientes,” les dijo él mismo. Tenía razón.