Por Adriana Med:

Salgo de mi clase de pintura, en la casa de la cultura, y escojo un café al azar en sus alrededores. Pido algo y veo a la gente pasar. Son seres que tal vez me gustaría conocer. Parecen divertidos, alegres y sin duda humanos. Sus corazones laten en la misma ciudad en la que late el mío, así que ya tenemos algo importante en común. A esa hora los cafés están vacíos y yo los habito para que no se sientan tan solos. Es mediodía. Los observo. Me gustan sus sillas, sus sillones, sus cuadros y sus antigüedades. También su música. Tomo algunas fotografías descuidadas y leo la carta como si se tratara de un libro de poesía o una partitura musical. Siempre quiero volver. Quiero probarlo todo.  Me tomo mi tiempo para comer y beber lo que pedí, luego paro a un taxi rojo. Es un buen día en Aguascalientes.

Llegué aquí hace unos cinco años en contra de mi voluntad. Mi primera impresión fue que nunca podría adaptarme a un lugar con tan pocos árboles en el que le llaman “chaskas” a los esquites. Luego me di cuenta de que no hay tan pocos árboles como pensaba, y conocí el Sabinal, que es un parque ecológico con árboles enormes e imponentes que no puedes evitar abrazar. También tuve que tragarme mis palabras al comprobar que la tostichaska es el mejor platillo culinario del universo. Alguien debería darle a cada uno de los carritos que las venden una galaxia michelín.

Me encanta el centro. Sus edificios son bellos y dan ganas de perderse en sus calles. Hay algo en ellas que te invita a caminar. Identifico a un par de personajes que ya forman parte de su esencia. Uno de ellos es el perro enorme que al no tener un patio, se la pasa en la ventana de una casa junto al Codo (el Codo es un callejón lleno de cafés que tiene forma de codo). Hubo una temporada en la que el perro no estaba en la ventana y me pareció que la ciudad estaba incompleta sin él. Me preocupé, creí que había muerto, y pensé en tocar el timbre de la casa para preguntarle a sus dueños por él, pero un día el perro volvió. El universo recuperó su equilibrio.

El otro personaje hidrocálido imprescindible es el vagabundo que maneja un títere. Si le das una moneda, el títere te agradece. Lo más curioso de ese señor es que siempre luce muy feliz. Pareciera que no necesita mucho en la vida. No lo culpo. Yo a veces también siento que todo lo que necesito es ver las parvadas, las estrellas y los atardeceres, que son hermosos. Sí, los atardeceres aguascalentenses son una función de cine cuya entrada es gratis.

La escuela de danza George Berard a la que acudo tres veces por semana es uno de mis lugares favoritos. A juzgar por su alrededor (la hierba, las viejas vías de tren y los vagones abandonados) pareciera que está en Rusia (quizá peco de exceso de imaginación). Los salones tienen pisos de madera, paredes de espejo y techos altísimos que seguramente fueron pensados para que todos nuestros sueños no tuvieran que agacharse. En cada uno de ellos hay un bonito piano viejo en el que un maestro toca en vivo. Todos los bailarines y bailarinas que asisten a esa escuela son hermosos y tienen un porte elegantísimo, tanto que a veces no puedes evitar sentirte como el patito feo, pero una vez que la clase empieza y te concentras en lo que haces te sientes un cisne como todos los demás.

Hay quienes se quejan de que aquí no hay nada que hacer, salvo comer y beber hasta perder el conocimiento. Temo diferir. Creo que siempre hay más opciones: ir a una función de ballet o teatro, a un concierto, a las aguas termales, a un rancho, a alguno de sus parques (incluyendo los acuáticos y el de diversiones), a una presa, a las bibliotecas, a los museos, a bailar, visitar otros municipios, escalar el cerro del muerto, dar un simple pero bello paseo en el jardín de San Marcos, patinar sobre hielo, acampar, incluso practicar paracaidismo. Yo este año tengo planeado conocer varios lugares, como el túnel de Potrerillo, en el que hay un puente colgante increíble, y las cascadas de Calvillo. Aún hay mucho por ver.

El gentilicio hidrocálido (que a algunos parece molestarles) me parece uno de los más simpáticos del mundo, pero descubrí otra opción que me gusta incluso más: termapolitano. Termápolis, la ciudad de los baños calientes. ¡No hay nada mejor que un baño caliente!

Naturalmente, no todo es miel sobre hojuelas. No es una ciudad pequeña de verdad si no la odias de vez en cuando (de preferencia escuchando Thunder Road o Half The World Away, para ambientar). Sin embargo, siendo justos, Aguascalientes me ha dado mucho más de lo que me ha quitado. Y eso no solo se agradece: se celebra.