Saldos del debate

Por Óscar E. Gastélum:

“El que no sepa poner sus pensamientos en el hielo no debe entrar en el calor del debate.”

—Friedrich Nietzsche

El domingo pasado más de once millones de mexicanos sintonizaron el primer debate presidencial de este larguísimo y tortuoso proceso electoral. Antes que nada, quisiera reconocer que el formato y los moderadores me sorprendieron gratamente. El formato fue muchísimo menos rígido y acartonado que en elecciones pasadas, lo cual permitió que los candidatos pudieran reaccionar a los ataques y las críticas de sus contrincantes y que, por momentos, se diera un auténtico intercambio de ideas. Mientras que los moderadores se comportaron de manera ejemplar, siendo incisivos e imparciales en sus preguntas y manteniendo el orden en todo momento. Tan importante como criticar duramente a las instituciones cuando fallan, es reconocer sus pocos pero valiosos aciertos y en esta ocasión, el INE merece un reconocimiento sincero. En cuanto al resultado del debate, a tres días del evento parece haber emergido un consenso bastante sólido respecto a quién fue el ganador y quiénes los perdedores.

El Doctor José Antonio Meade, candidato del PRI , fue, sin duda alguna, el gran perdedor de la noche. Y es que decidió arrancar su catastrófica participación declamando histriónicamente su nombre, como si estuviera en una reunión de Alcohólicos Anónimos, y a partir de ese momento todo fue cuesta abajo para él. Bastaría con recordar que una de sus peores puntadas fue recordarle al electorado mexicano, en vivo y en cadena nacional, que este gobierno, encabezado por su partido y en el que él jugó un rol protagónico, cometió un fraude monumental al que los medios que lo documentaron y denunciaron bautizaron como “La estafa maestra”. Y no conforme con ese autogol, a continuación el Doctor prometió, con toda solemnidad y sin asomo de ironía, que de llegar a la presidencia no permitiría que algo así se repitiera. En la retórica priista la línea que separa a la imbecilidad supina del cinismo es tan delgada que resulta casi imposible diferenciarlos. Pero dos cosas sí me quedaron muy claras después de ver al Doctor en acción: en primer lugar, que su intelecto no es tan formidable como nos lo habían vendido y en segundo, que jamás pasará del distante tercer lugar que ha ocupado desde el inicio de esta contienda. Ni modo, quod natura non dat, Yale non præstat

El otro gran perdedor de la noche fue Andrés Manuel López Obrador, candidato de la coalición conformada por la ultraderecha evangélica y “Morena”, un partido con resonancias descaradamente guadalupanas y plagado de personajes impresentables (casi todos de derecha) pero que sus simpatizantes nos quieren vender como si fuera de “izquierda”. López Obrador arribó como puntero indiscutible de la contienda y aparentemente creyó que nadar de muertito le bastaría para sortear la tormenta, un desplante de exceso de confianza y soberbia que terminó constándole muy caro. Sí, es verdad que López Obrador arrancó la noche sereno y sonriente pero poco a poco su semblante se fue transformando, y también el tono de sus respuestas. Al final, en un gesto bastante elocuente, terminó marchándose sin despedirse de sus rivales, claramente enfurecido, mientras las cámaras seguían grabando. Me parece muy obvio que López Obrador no se preparó adecuadamente para la embestida retórica que todos sabíamos tendría que enfrentar, y eso provocó que luciera inseguro, nervioso y desesperado por refugiarse en las cartulinas que llevaba como apoyo, y que no dejó de barajar durante toda la noche. Pero el talón de Aquiles que terminó por hundirlo resultó ser su incapacidad absoluta para explicar de manera más o menos coherente la famosa “amnistía” para narcotraficantes que anunció hace unas semanas ante la incredulidad de propios y extraños.

Una vez concluido el debate, varios voceros de López Obrador se apresuraron a tratar de cambiar el tema, quejándose amargamente de que a algunos exquisitos les importa más la forma en que su candidato se expresa que el contenido de sus novedosas propuestas. Pero todos, hasta ellos mismos, sabemos muy bien que la amnistía propuesta por López Obrador no es ninguna innovación sino sólo una ocurrencia frívola e irresponsable de la que ahora no puede escapar, y que ni sus brillantes e incondicionales asesores han logrado transformarla en una política pública viable o remotamente atractiva para un electorado hastiado de impunidad. No, no estamos frente a  un hombre con planteamientos brillantes y originales que es trágicamente incapaz de comunicarlos, sino ante un demagogo sin ideas, acostumbrado a repetir un puñado de eslóganes huecos como disco rayado, siempre frente a multitudes compuestas por fervorosos e incondicionales creyentes, y que suele meterse en problemas cada vez que se le ocurre improvisar o que se enfrenta a públicos menos complacientes. Pero lo más trágico del asunto es que ese candidato, el que usurpó el lugar de la izquierda en esta elección, no tiene nada valioso que ofrecer frente a la violencia vesánica que está destruyendo al país. Su oferta se limita a plantear teorías absurdas y obsoletas, como la necedad de que la violencia es provocada por la pobreza (¡no, los psicópatas que meten a estudiantes de cine en tambos de ácido no son inocentes víctimas de la injusticia social!), más ocurrencias idiotas, como la “idea” de traer al Papa (supongo que para que nos haga un exorcismo) y desplantes de frivolidad indignantes, como jactarse públicamente de que los narcotraficantes que lo detienen en retenes carreteros ilegales lo “respetan”.

Si el Formidable Doctor Meade desperdició la última oportunidad que le quedaba para salir del sótano, y López Obrador perdió su aura de inevitabilidad invencible gracias a su desastroso desempeño, Ricardo Anaya fue el gran ganador de la jornada. Pues emergió del debate transformado oficialmente en “el único que puede ganarle a López Obrador”, ese ser proteico al que una parte considerable del electorado busca afanosamente cada seis años. Y francamente no tuvo que hacer gran cosa para lograrlo. Sí, Anaya ofreció una defensa serena y convincente frente a la inverosímil y endeble acusación de lavado de dinero que le inventó la PGR. Y también es cierto que es, por mucho, el orador más competente entre todos los candidatos, aunque al lado de López Obrador y de Margarita Zavala cualquiera parece Cicerón. Pero en el tema de la violencia y la guerra contra las drogas, Anaya tampoco tiene mucho que presumir, pues propone básicamente la misma estrategia prohibicionista, demencial y fallida que hemos padecido durante más de una década, aderezada con algunos matices superficiales que no engañan a nadie.

Pero por lo menos Anaya parece decidido a atacar el otro gran flagelo que nos tiene estancados en la barbarie: la corrupción. Y es que mientras López Obrador insiste en que no tocará a los ladrones de este gobierno (el demagogo parece obsesionado con amnistiar criminales) y jura que acabará mágicamente con la corrupción  a través de su milagroso ejemplo (la lucha contra la corrupción c’est moi), Anaya habla de fiscalías independientes, comisiones de la verdad con apoyo internacional, y de romper el pacto de impunidad, un paso que me parece indispensable y urgente si realmente queremos acabar con la corrupción y vivir en un Estado de derecho. Sí, confieso que el lenguaje democrático e institucional que usa Anaya para hablar de la lucha contra la corrupción es música para mis oídos, pero lo que más me convence de que sus promesas van en serio es el inocultable miedo que le tiene Peña Nieto, quien no dudó en usar a la PGR y al SAT de manera facciosa para tratar de descarrilar su campaña. Los detractores de Anaya le echan en cara su pertenencia al PRIAN y el fracaso rotundo de las dos presidencias panistas. Pero Anaya parece decidido a aniquilar al PRIAN (pregúntenle al aterrado Peña Nieto y a los patéticos “rebeldes del PAN”) y no hay que olvidar que los dos (pésimos) expresidentes panistas lo detestan y están apoyando a sus rivales.

López Obrador representa a una derecha primitiva, confesional y populista (el pueblo soy yo y sólo yo puedo salvar al pueblo), mientras que Anaya encabeza a una derecha liberal, cargada al centro y que habla el lenguaje de la democracia. Obviamente me encantaría que tuviéramos una opción de izquierda, pero por desgracia no es así y hay que escoger entre lo que hay. Todavía quedan más de dos meses de campaña por delante y aún pueden pasar muchas cosas, sobre todo porque vienen dos debates más. Nuestro deber como ciudadanos será aprovechar esta valiosa coyuntura electoral para presionar a los dos candidatos punteros para que mejoren sus propuestas en materia de seguridad, y dejarles muy claro que no queremos continuidad ni más ocurrencias insultantes como la de la amnistía y la pacificación papal. Esta guerra absurda, salvaje, obscenamente onerosa e imposible de ganar, no puede continuar. Pero por lo pronto, agradezcámosle al primer debate por haber sacudido y revitalizado la elección. Y como dijo el legendario Yogi Berra: Esto no se acaba hasta que se acaba…