Por Oscar E. Gastélum:
“Apparently, a democracy is a place where numerous elections are held at great cost, without issues and with interchangeable candidates.”
Gore Vidal
Las personas que me conocen medianamente bien saben que una de mis metas en la vida, quizás la más importante, es huir de este país lo más pronto posible y jamás volver la vista atrás. Por eso me pareció tan completamente incomprensible que una persona inteligente como mi madre, que tiene la suerte de vivir cómodamente en un exilio dorado en EEUU, me anunciara hace unos días su intención de volver a México este fin de semana con el único objetivo de votar.
Admiro su compromiso democrático y envidio su ferviente confianza en una de las “opciones” que ofrece nuestro deplorable menú electoral, pero me parece que este país, políticos y electorado incluidos, no merecen semejantes despliegues de afecto y lealtad. Sin embargo, su inesperado anuncio me hizo reflexionar en torno a la pertinencia de votar en una democracia simulada como la mexicana. Y es que aunque aún no decido si acudiré o no a las urnas este domingo, sé muy bien que si lo hago será única y exclusivamente para anular mi voto.
Siempre he pensado que el anulismo es un desplante de frivolidad pueril, el berrinche de quienes no comprenden que la democracia, como la vida misma, es esencialmente imperfecta, o son incapaces de soportar una de las reglas básicas del sistema democrático: tu bando va a perder frecuentemente y nunca va tener el poder absoluto.
Además, el mantra anulista “todos son iguales” siempre me pareció tremendamente idiota y simplista pues, al menos en todas las elecciones en las que me ha tocado votar, siempre ha existido una opción claramente peor que las otras. Quien declara con candidez su incapacidad para discriminar entre un abanico de alternativas, por más malas o parecidas que sean, expone sin darse cuenta su limitado intelecto.
Votar para tratar de evitar un mal mayor es darle al voto un uso perfectamente legítimo y responsable. Ese fue mi caso, por ejemplo, en la elección de 2012, cuando consideré que permitir el regreso del PRI a la presidencia, con un mirrey corrupto y descerebrado como caudillo, equivalía a darle el tiro de gracia a nuestra incipiente y moribunda democracia. Por desgracia, el profundo retroceso que ha sufrido el país en los primeros años del peñanietismo ha superado con creces hasta mis peores pronósticos.
Pero mis recelos contra el anulismo solo aplican cuando quien emite un voto lo hace en una verdadera democracia, sin importar lo deficiente que esta sea. Desgraciadamente, en los últimos meses he llegado a la conclusión de que el sistema político mexicano ya no puede ser considerado democrático desde ningún punto de vista. Y es que el regreso del PRI no sólo sumió al país en una profunda crisis económica y moral, sino que también provocó una dramática regresión política. Los partidos de oposición han renunciado tácitamente a comportarse como tales y han decidido que la complicidad con el PRI y su príncipe estúpido es el camino más cómodo para conservar sus prebendas.
Nuestra clase política ha renunciado definitivamente a representar la voluntad popular y se ha consolidado como una casta parasitaria de mandarines que ven a los ciudadanos como una fuente inagotable de recursos y, al mismo tiempo, como la principal amenaza en contra de sus insultantes canonjías. Las diferencias ideológicas entre partidos han desaparecido casi por completo para dar paso a la solidaridad grupal de una hermandad criminal cuyos privilegios e intereses compartidos son mucho más importantes que sus superficiales desavenencias políticas.
Y es que no se conformaron con echar por la borda la irrepetible oportunidad histórica que significó la transición democrática, sino que han empleado la mayor parte de su tiempo y energía en construir y apuntalar un entramado institucional que los aísla del resto de la sociedad, impide cualquier tipo de auténtica transformación y obstaculiza la participación ciudadana en el proceso democrático y la toma de decisiones.
Sí, hace tiempo que esto dejó de ser una democracia profundamente defectuosa para convertirse en una farsa. Un obsceno simulacro electoral desbordante de cinismo y mal gusto. Un grotesco carnaval de dispendio, corrupción y rostros horrorosos que esbozan sonrisas fingidas y tapizan hasta el último rincón del país, contaminando el paisaje.
Por eso es urgente que reconozcamos ante nosotros mismos y denunciemos ante la comunidad internacional que la democracia mexicana murió en la cuna y ahora somos solo un miembro más de ese exclusivo club de regímenes autoritarios con fachada democrática encabezado por gobiernos caricaturescos como el de Maduro y Putin.
Votar por alguna de las falsas “opciones” disponibles, legitima este inmenso fraude, nos vuelve cómplices del saqueo del que somos víctimas cotidianas y perpetúa nuestra propia opresión.
Hay quienes aseguran que anular el voto favorece al PRI, pero eso, además de ser un mito refutado por los números, no es más que un chantaje extemporáneo.
Porque el PRI ya hizo su retorno triunfal, tal vez nunca se fue, y trajo consigo desde nuestro más remoto y obscuro pasado a una oposición dócil y sumisa, una prensa servil, una crisis económica perpetua, devaluaciones, “reformas” gatopardescas diseñadas para que todo empeore o siga igual, pactos huecos y efectistas, un tsunami de corrupción escandalosa hasta para los estándares de este país de ladrones y un electorado amnésico y suicida.
He decidido abstenerme o anular mi voto en estas elecciones porque estoy convencido de que ese es el único camino digno que me queda en esta obscura coyuntura histórica. Respeto a quienes votarán este domingo con la loable esperanza de influir en el rumbo del país y transformar las cosas para bien, pero no comparto su injustificable optimismo.
A veces creo que lo que México necesita es seguir hundiéndose en el fango hasta que desaparezca o toque fondo y despierte de su estupor. Y para que eso suceda lo más pronto posible no hay mejor opción que garantizar la continuidad del PRI y sus cómplices. La pregunta entonces sería: ¿Dónde demonios está el fondo de este abismo insondable en el que nos despeñamos hace tantas décadas?