Por Oscar E. Gastélum:

Hey!

Put the cellphone down for a while

In the night there is something wild

Can you hear it breathing?

Arcade Fire, Deep Blue

 

Jamás me cansaré de repetirlo: Boyhood es la mejor película del año y, junto con La Vie d’Adèle, hasta ahora también de la década. Desde que tuve la oportunidad de verla por primera vez, en el ocaso del verano londinense, supe que Richard Linklater, uno de los espíritus más libres y originales del cine contemporáneo, había creado un auténtico poema cinematográfico, un clásico instantáneo desbordante de sutileza y frescura.

Pero sus obtusos detractores no se cansan de repetir, con una miopía lastimosa, el mismo perezoso reproche: “Boyhood no es más que la aburrida vida de un tipo común y corriente”. Si semejante estupidez fuera suficiente para desacreditar una obra de arte, tendríamos que tirar a la basura una porción considerable y tremendamente valiosa de nuestro canon literario y cinematográfico. No podemos olvidar que Flaubert, por ejemplo, transformó las pasiones y neurosis de una ama de casa provinciana del siglo XIX en una catedral novelística y los neorrealistas italianos enriquecieron como nadie la filmoteca universal contando historias de gente modesta. Es la mirada del artista la que puede cargar de encanto y belleza hasta la existencia más sencilla y dotar de grandeza a una historia común.

En el caso de Boyhood, el artista cabal que es Linklater, desmenuza con afectuoso esmero los años de formación de un adolescente texano de principios del siglo XXI y, a pesar de sus particularidades geográficas e históricas, los transforma en un relato con resonancias universales. Después de todo, no hay nada más humano que ese viaje de iniciación y toma de conciencia que comienza en la infancia y termina en la adolescencia. Y todo está ahí, administrado con maestría a lo largo de 166 minutos que pasan tan raudos e inexorables como las décadas en la vida real: Las agridulces relaciones familiares, los primeros escarceos y fracasos amorosos, la traumática caída desde el Olimpo que sufren los padres ante los ojos atónitos de sus hijos o la angustiosa incertidumbre que embarga a todo joven cuando llega la hora de encontrar su propio derrotero vital.

En una de las escenas más conmovedoras de la película, precioso botón de muestra que escojo como pude escoger cualquier otro en una obra donde abundan, el joven protagonista recibe consuelo y consejos sorprendentemente lúcidos de un padre que a lo largo de los años ha brillado por su ausencia constante y obstinada inmadurez, la admirable naturalidad con que fluye la conversación entre ambos, gracias en buena medida a la autenticidad de un guión pulido una y mil veces por el director-guionista y sus actores, demuestra de manera inmejorable que la relación jerárquica entre padres e hijos puede evolucionar hasta transformarse en una sana y solidaria complicidad existencial.

Pero no debemos olvidar que Boyhood es también, y sin menoscabo de su universalidad atemporal, la crónica de una década turbulenta y maravillosa desde el corazón mismo del Imperio. Apoyado en una magnífica banda sonora que captura de manera magistral el espíritu de la era, Linklater despliega frente a la mirada absorta y nostálgica de los espectadores muchos de los eventos que definieron el rumbo del mundo a lo largo de esos caóticos años y que, de una u otra manera y gracias a la ubicuidad instantánea del internet y a la interdependencia ineludible de un mundo globalizado, terminaron marcándonos a todos, ciudadanos del imperio o habitantes de sus márgenes: de la invasión de Irak a la desastrosa reelección de Bush pasando por el triunfo de Obama o el maravilloso fenómeno de Harry Potter que transformó a millones de niños y adolescentes en lectores de la noche a la mañana.

Estoy seguro de que dentro de cinco o seis décadas Boyhood seguirá siendo un clásico imperecedero y las generaciones futuras disfrutarán de su sutil belleza como hoy lo hacemos con “Ladri di biciclette” o “La infancia de Iván”. Pero por lo pronto, nosotros, sus contemporáneos, podemos además sentirnos afortunados de compartir y comprender íntimamente muchas de sus peculiaridades y referencias históricas.

Algunos críticos, ligeramente más sofisticados que los primeros a los que mencioné, alegan que la película hechizó al público y a la crítica gracias a un ardid, novedoso pero superficial, cacareado constantemente a la hora de promocionarla: los años que tardó en filmarse y el hecho de que el reparto creciera y envejeciera ante las cámaras.

Reconozcamos lo obvio, en manos de un cineasta menor, el tan promocionado recurso de los doce años de filmación pudo haberse quedado en un mero artificio, un desplante de originalidad estéril que, cuando mucho, habría despertado la curiosidad del público y vendido algunas entradas.

Pero en manos de un verdadero artista como Linklater la estratagema se transformó en una maniobra genial. El delicado registro del paso del tiempo, tan dramático en el caso del florecimiento del joven protagonista como en el del paulatino marchitamiento de sus padres (un Ethan Hawke y una Patricia Arquette entrañables que ganan kilos, arrugas y canas con desvergüenza encomiable), dotó a la película de una autenticidad inédita y una melancolía embriagante.

Me sorprende gratamente que Boyhood haya ganado el Globo de Oro a la mejor película dramática y que se perfile como una de las favoritas para ganar también el Oscar. Hace unos años la Academia hubiera preferido premiar el gigantismo ampuloso y hueco de Interstellar, un auténtico churro de pretensiones cósmicas y resultados ínfimos, y una genuina obra de arte como Boyhood habría tenido que conformarse con un Oscar de consolación a manera de palmadita en la espalda. Es alentador que la humanidad, a través de sus instituciones más rancias, comience a valorar la sutileza y  a entender que hay pocas cosas más complejas que la auténtica sencillez y difíciles de lograr que la autenticidad.