Zabludovsky o la ignominia

Por Oscar E. Gastélum:

“Creo que para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser un buen hombre, o una buena mujer: buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas.”

Ryszard Kapušciński

La semana pasada falleció Jacobo Zabludovsky, una de las figuras más importantes del siglo XX mexicano. Un personaje que encarnó mejor que nadie el nefasto idilio entre los siniestros gobiernos del PRI y Televisa, su ubicuo e influyente brazo propagandístico.

Como suele suceder en estos casos, una legión de panegiristas saltó rápidamente al ruedo para tratar de lavar la imagen de quien, durante décadas, fue el vocero oficioso de un régimen corrupto, autoritario y represivo. Resulta retorcidamente poético que Zabludovsky haya dedicado buena parte de su vida a engañar, tergiversar y adulterar la verdad, y que ahora, tras su muerte, sus apologistas traten de hacer exactamente lo mismo con su indefendible legado.

Para empezar, me gustaría aclarar que no dudo que Zabludovsky haya sido un buen amigo, esposo, padre, hijo, ahijado, padrino o compadre. Pero es del personaje público, del periodista prostituido, de quien me interesa hablar. Tampoco niego que Zabludovsky fuera un hombre talentoso, carismático e inteligente, todo lo contrario. Su innegable brillantez y sofisticación intelectual lo distinguen claramente de otros grandes símbolos de Televisa como “Chespirito” y Raúl Velasco, seres que exudaban estupidez por cada poro de su cuerpo y no tenían una gota de talento en las venas.

Es precisamente el hecho de que fuera un hombre brillante, culto y talentoso, lo que le da una dimensión trágica a su triste historia. Pues Zabludovsky, a cambio de fama, fortuna y poder, eligió libremente traicionar su vocación periodística y poner todas sus virtudes al servicio del mal, en un pacto fáustico que le costó el alma y su reputación profesional.

Porque no es necesario ser un “apocalíptico” o un “resentido” para saber que no existe una traición más vil al digno oficio periodístico que servir como propagandista en jefe de un régimen despótico y dedicarse a verle la cara cada noche, durante décadas, a un público crédulo, indefenso y cautivo.

En uno de los obituarios más vomitivos y descaradamente apologéticos que he leído en estos días, Enrique Krauze, un historiador para mayor ofensa, recordó lo “bueno” que fue siempre Zabludovsky con Octavio Paz. Mencionar a Paz, el único servidor público que renunció tras la masacre de decenas de estudiantes en 1968, para elogiar al “periodista” todopoderoso que, ignominiosamente, utilizó su púlpito para satanizar a esos mismos estudiantes y luego ocultó la masacre, manchándose las manos de sangre inocente al tratar servilmente de lavar las del régimen, me parece, por decirlo con tacto, una bajeza de muy mal gusto.

Tampoco hay que olvidar que Zabludovsky jugó un papel protagónico en el golpe que Luis Echeverría le asestó al Excélsior de Don Julio Scherer. Un proyecto periodístico crítico y veraz del que, por cierto, formaba parte integral Octavio Paz a través de la revista Plural. Zabludovsky solía justificar su rastrera sumisión ante los poderosos con el falso argumento de que “en aquella época todos tenían que someterse ante el gobierno”. La existencia de un hombre valiente, exitoso e íntegro como Julio Scherer expone la cobardía y miseria moral detrás de semejante falacia.

Que me perdonen sus apologistas, pero ser cómplice de una matanza estudiantil y alquilarse para acallar a un verdadero periodista, dos botones de muestra escogidos entre una vastísima colección, no son pecados veniales ni recovecos sombríos de una personalidad compleja y luminosa, son hechos imperdonables que deberían marcar para siempre a quien se atreve a cometerlos y tener preeminencia en cualquier obituario.

El último capítulo de la vida de Zabludovsky fue tan incongruente y absurdo que podría narrarse en tono de comedia picaresca. Indignado porque su hijo Abraham no recibió el noticiero estelar que creía merecer, supongo que por derecho hereditario, partió de su querida Televisa ante la indiferencia de sus ingratos amos. A partir de entonces, y desde una modesta tribuna radiofónica, el otrora poderoso propagandista gubernamental se transformó en crítico del poder y en simpatizante de Andrés Manuel López Obrador, ese insólito y profundamente conservador caudillo de la izquierda, que siempre ha ejercido una comprensible atracción sobre algunos dinosaurios del Ancien Régime como Bartlett y el propio Jacobo.

Hay quienes creen que Zabludovsky fue un maestro del periodismo, y tienen razón. Por desgracia, su estilo degradado y zalamero hizo escuela. Pero afortunadamente sus alumnos y herederos, llámense Ciro, Joaquín o de cualquier otra forma, no le llegan ni a los talones al maestro, ni en talento ni en influencia. Pues este país, a pesar de sí mismo y remolcado por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, ha cambiado desde los tiempos en que Zabludovsky recitaba las noticias adulteradas como si estuviera revelando la palabra de Dios.

México, no me cansaré de repetirlo hasta que deje de ser verdad, es un país inmensamente rico pero hundido en la miseria y la mediocridad. Una de las principales causas de esa atroz e injustificable paradoja es la viscosa amnesia histórica en la que una élite cínica y voraz ha hundido a un pueblo estupidizado e ignorante. Jacobo Zabludovsky fue un fiel soldado al servicio de la mentira, un hombre que lucró toda su vida con la desmemoria, el abyecto y obediente lacayo de esa élite económica y política que mantiene en la miseria y el atraso a un país con un potencial infinito.

Entiendo que la mayoría de sus defensores hablen cegados por el afecto y la amistad, pero no podemos permitir que las simpatías personales tiendan un manto de mentiras, medias verdades y justificaciones huecas sobre un personaje tan importante y nocivo para la vida pública de este país. Jamás resultará grato hablar mal de un muerto, pero si se habla con la verdad y esa verdad es de innegable interés público, hacerlo es un deber irrenunciable.

Pues si queremos llegar a vivir en un país donde el éxito de un personaje tan indigno e irredimible como Zabludovsky sea imposible, es indispensable que empecemos por conocer y aprender de nuestra historia, y recordemos y enfrentemos la verdad  por más amarga e incómoda que sea.