Volver al Futuro (II)

Por Óscar E. Gastélum:

López Obrador me recibió con un abrazo en su modesta oficina en el interior de la Residencia Oficial de Los Pinos, pero el primero que salió a saludarme fue Popper, el bellísimo perro mestizo que adoptó el Presidente después de su divorcio (por cierto, su amargo rompimiento matrimonial es el único tema vedado para esta entrevista). Obviamente, el nombre del primer perro de la nación es un homenaje al inmenso Sir Karl Popper, uno de los filósofos a los que el presidente aprendió a admirar después de su cirugía cerebral, “sin saberlo, yo fui un furibundo enemigo de las sociedades abiertas”, me confesó una vez López Obrador entre apenado y divertido, “pero vi la luz a tiempo, Gastélum, y afortunadamente no pasaré a la historia como un tirano más ni como otro payaso populista que destruyó a su país”. Es increíble, pero AMLO luce mucho más joven y vigoroso que hace seis años. Según él mismo, su rejuvenecimiento se debe a que, tras su “resurrección”, dejó de comportarse como un santón medieval: empezó a dormir ocho horas diarias, a alimentarse correctamente, suspendió sus freak shows mañaneros y redujo considerablemente la frecuencia de sus giras y mítines alrededor del país. “Solía pensar que lo sabía todo, y sentía unas ganas incontrolables de impartirle mi sabiduría al pueblo”, dice el Presidente con la fluidez y lucidez que lo caracterizan desde que los cirujanos extirparon aquel inmenso tumor de su cabeza. “Pero ahora prefiero quedarme en casa a aprender, a estudiar. Hay tantas cosas que ignoro…”.

Si un extraterrestre descendiera sobre la Tierra hoy y conociera a López Obrador, no podría creer que hace apenas unos años este hombre sabio, afable y genuinamente modesto era un demagogo pendenciero, arrogante y narcisista, que se presentaba ante sus fieles como la versión tabasqueña de Teresa de Calcuta, aunque su humildad y su pobreza fueran más falsas que su acento tropical. De hecho, creo que la primera muestra de humildad auténtica que López Obrador le ofreció al mundo fue la polémica designación de José Woldenberg como jefe de la oficina de la presidencia, apenas dos semanas después de su cirugía cerebral, un nombramiento que sorprendió, por decirlo con tacto, a propios y a extraños. Decidí iniciar la entrevista con esa observación. López Obrador sonrió socarronamente, como dándome la razón, y confesó lo que pasaba por su mente en aquellos confusos pero venturosos días: “Verá usted, Gastélum, al salir de la anestesia lo primero que sentí fue un sofocante agobio que no me cabía en el pecho, hoy sigo sin poder describirlo y en aquel entonces era incapaz de entenderlo, pero con el paso de los días descubrí que se trataba de un apetito insaciable por saber, por aprender cosas nuevas y por poner a prueba mis convicciones”.

“Quizá usted no lo entienda porque su espíritu nació hambriento de conocimientos, pero hasta ese día yo nunca había sentido algo así, mis ideas solían ser simplonas, maniqueas e inflexibles y mis convicciones graníticas e impermeables a la crítica o la evidencia, mi mente era una bóveda hermética e impenetrable. Pero al retirar el tumor, mis cirujanos atiborraron aquella sofocante prisión de puertas, ventanas y tragaluces, y de pronto se coló la luz, el color, los matices y el aire fresco. Por eso llamé a Pepe Woldenberg, porque necesitaba consejeros intelectualmente superiores a mí, pero sobre todo a un maestro que me guiara y que, apoyado en datos y antecedentes históricos, me convenciera de cosas que quizá para usted resulten muy obvias, pero que para mí eran sumamente difíciles de digerir. Gracias al paciente magisterio de Pepe confirmé que los regímenes populistas siempre han terminado en desastres económicos y sociales, que la inmensa mayoría de mis ideas ya se habían puesto en práctica una y mil veces y que siempre habían fracasado estrepitosamente, que la militarización de la seguridad pública jamás había funcionado en ningún lugar del mundo, que está plenamente demostrado que los criminales no roban ni matan ni descuartizan por necesidad, que la corrupción se combate fortaleciendo instituciones y no debilitándolas o destruyéndolas, que la democracia liberal ha elevado considerablemente el nivel de vida de miles de millones de personas alrededor del mundo y que ningún otro sistema se acerca siquiera a su capacidad  para transformar para bien la vida de la gente y corregir el rumbo sobre la marcha. Súbitamente las cifras y los datos eran capaces de modificar mis ideas, produciéndome auténticos orgasmos neuronales. Era, y es, una sensación embriagante, mágica…”

El presidente guardó silencio por unos segundos y clavó la mirada en el infinito, como tratando de revivir en la memoria el nacimiento de su curiosidad intelectual, luego le dio un largo trago a su vaso de whisky (otra afición que apareció después de la cirugía) y acarició a Popper, quien contemplaba con devoción absoluta a su amo, como si entendiera su conmovedor monólogo. Usted me ha confesado, le dije finalmente para interrumpir su larga pausa, que al despertar de la operación también sintió muchísimo miedo, un miedo que jamás había experimentado antes. El gesto del presidente súbitamente se tornó sombrío, dejó de acariciar al perro, quien recargó su cabeza sobre la rodilla de su amo, como para acompañarlo en la nada agradable expedición introspectiva que estaba a punto de emprender. “Desde luego que sentí muchísimo miedo, un miedo paralizante que no me dejó conciliar el sueño durante meses. Imagínese, Gastélum, de pronto fui consciente del inmenso daño que estaba causando, y descubrí aterrado que la economía estaba al borde del precipicio después de apenas unos cuantos meses de decisiones insensatas. Además, me di cuenta de que estaba rodeado de inútiles, de gente demasiado inepta o servil como para ayudarme a corregir el rumbo. Los ineptos me exasperaban y los aduladores me asqueaban, pero a los que no podía ver ni en pintura era a los que tenían trayectorias consolidadas, prestigio y la inteligencia suficiente como para darse cuenta de lo que estaba pasando. Aquellos que por cobardía, debilidad o ambición personal callaron ante mi locura. No eran muchos, pero los despreciaba con toda mi alma.” ¿Es por eso que los primeros en ser despedidos (junto a gente claramente incompetente como Nahle, Romero Oropeza y Álvarez-Buylla) fueron Urzúa, Sánchez Cordero y Ebrard? “Así es”, gruñó el presidente, claramente irritado y haciendo un gesto de desprecio con la cara y la mano.

“Pero mis problemas no terminaban ahí, Gastélum. De hecho lo que más me aterraba era la actitud de la gente, de los ciudadanos. ¿Cómo era posible que después de tantos errores y desastres injustificados mi aprobación estuviera arriba del ochenta por ciento? Porque, aunque usted todavía lo dude, esas encuestas eran reales, mandé a hacer decenas en aquellas semanas y todas arrojaban el mismo incomprensible resultado. ¿Qué extraño conjuro había cegado a esta gente? ¿Se habían vuelto locos? ¿No querían acaso un futuro mejor para sus hijos? Entiendo que el pueblo de México anhelaba un cambio, pero lo que yo les estaba ofreciendo era un salto al vacío, un regreso imposible al pasado. Mi proyecto consistía en destruir lo poco que habíamos avanzado con las fallidas administraciones neoliberales y restaurar el régimen de partido único, fundar una autocracia alrededor del culto a mi personalidad, revivir al ogro filantrópico pero inyectándole esteroides. ¿Cómo es que no se daban cuenta? ¿Cómo podían apoyar y celebrar a quien estaba traicionando sus legítimas aspiraciones de cambio? Y no me diga que era muy temprano todavía y que la gente terminaría despertando (justo eso iba a decirle al presidente pero impidió que lo interrumpiera), porque habría sido demasiado tarde, Gastélum. Sí, mi gobierno era un festival de ineptitud, errores y horrores, pero mi proyecto personal, el que consistía en concentrar todo el poder  en mis manos, avanzaba como una aplanadora y con la precisión de un reloj suizo. No, Gastélum, antes de mi resurrección solía tratar a mis votantes como niños idiotas, pero ya no, ahora los considero adultos y me parece imperdonable que tantos adultos se hayan dejado engañar de esa manera. En resumen, y para que usted y sus lectores entiendan el nivel de confusión en que me hundí al recobrar la conciencia, imagínese despertar de un profundo sueño y descubrir que es usted el piloto improvisado e inexperto de un gigantesco avión que se precipita rápidamente en el abismo envuelto en llamas. Ahora imagine que abre la puerta de la cabina y se topa con que los pasajeros no están rezando, llorando, despidiéndose de sus seres queridos o dando alaridos de terror, sino cantando, bailando, brindando despreocupadamente y carcajeándose entre los lengüetazos de fuego. Esto no era un país, era un manicomio, una pesadilla febril.”

“Es obvio que me sentía parcialmente responsable de aquella locura colectiva. Durante años inyecté veneno y resentimiento en el torrente sanguíneo de la nación y colaboré como pocos en la destrucción de su tejido social. Además, las caudalosas cataratas de mentiras que vomitábamos diariamente mis propagandistas y yo, ayudaron a borrar la delicada frontera que divide la realidad de la fantasía, lo cierto de lo falso. Yo fui uno de los profetas globales de eso que los expertos llaman “postverdad” y se me cae la cara de vergüenza al confesarlo. Lucré políticamente y sin pudor con la división y la confusión que yo mismo generé, y ahora  lo único que quería era redimirme de aquellos imperdonables pecados. Tenía que poner esa epidemia de irracionalidad al servicio de la razón, de la democracia y de la decencia. Tenía que devolverle la cordura a este país.” López Obrador vuelve a interrumpir su monólogo para acariciar a su perro y rellenar su vaso de whisky. Y lo logró, señor presidente, le dije tratando de animarlo antes de asestarle otra puñalada en forma de pregunta. Creo que está fuera de toda duda que ha sido usted un estadista ejemplar y que deja al país muchísimo mejor de lo que lo encontró. Pero antes de pasar a sus innumerables logros, permítame hacerle otra pregunta incómoda: ¿qué es lo que más le avergüenza de esos primeros meses de gobierno? Si gusta, puede incluir el largo periodo de transición.

“En el fondo usted todavía me odia, Gastélum”, me espetó el presidente antes de estallar en una sonora carcajada. “Hay tantas opciones de dónde elegir. Recuerde, por ejemplo, que estuve a punto de tirar miles de millones de dólares a la basura para no construir un aeropuerto, ese dinero le pertenecía a todos los mexicanos y yo estaba dispuesto a despilfarrarlo para demostrar que tenía unas gónodas muy azules, ¿alguna vez ha escuchado de algo más irracional, irresponsable y ridículo? Mi primer gabinete es otra fuente inextinguible de vergüenza, pocas cosas hablan más de un líder que los colaboradores de los que se rodea y aquello era una colección de mediocridad, incompetencia y decrepitud. Mis conferencias mañaneras también fueron un espectáculo bochornoso, todavía las veo de vez en cuando, como penitencia y para no perder el piso. Alguien que fue capaz de protagonizar esas farsas plagadas de mentiras, disparates y cinismo no tiene derecho a la arrogancia. La lista es infinita: mi discurso de toma de protesta, la ceremonia de la Pachamama, las fraudulentas consultas populares, mi pusilanimidad frente a Trump, las injustificables semanas de desabasto de gasolina, el apoyo tácito a la dictadura de Maduro, mi cercanía con Bartlett (aquí el presidente hizo una pausa, abrió completamente los ojos, como si hubiera visto un fantasma, y bebió de golpe todo el contenido de su old fashioned), los escándalos del CONACYT, las pipas mal compradas, las ternas para la Corte y los organismos reguladores, la degradación de la calificación de Pemex y un interminable etcétera, como dice usted, Gastélum. Pero hay dos errores que me atormentan como ninguno otro hasta el día de hoy y que jamás podré perdonarme: el primero es el pacto que sellé con Peña Nieto y su cártel de maleantes, y el otro es la desgracia de Tlahuelilpan.”

“¿Y sabe qué es lo peor? Que después de todo eso todavía me jactaba de mi imaginaria autoridad moral y me atrevía a gritar a los cuatro vientos y a la menor provocación que mi conciencia estaba tranquila. ¿Qué clase de loco puede dormir tranquilo después de convertirse en cómplice de un hombre tan despreciable como Enrique Peña Nieto y en tapadera de un grupo de rufianes que saqueó sin pudor al país durante años? Porque en eso me convertí, Gastélum, en el cómplice que les abrió la puerta de par en par para que huyeran y quedaran impunes. Sus crímenes, a partir de ese momento, fueron también mis crímenes. ¿De qué sirve ganar una elección en esas condiciones? Mi gobierno quedó mancillado para siempre por esa bajeza. Jamás entenderé en qué estaba pensando. Y ni hablar de Tlahuelilpan. ¿Sabe usted cuántas noches soñé con esas siluetas fantasmales envueltas en fuego, con los cadáveres calcinados y los alaridos ensordecedores? Tuve más de cuatro horas para hacer algo, para salvar a esa gente de sí misma, y no moví ni un dedo, Gastélum, mi fanatismo ideológico era más fuerte que mi sentido común y mi decencia elemental. Si el infierno existe debe ser muy parecido a mis pesadillas.”

El presidente lucía agotado y traté de cambiar de tema, pero me interrumpió bruscamente: “ni se le ocurra preguntarme por mi éxitos, Gastélum, le concedí esta audiencia para confesarle mis pecados y aminorar el peso de mis remordimientos, no para echarme porras a mí mismo. Pero para no cerrar nuestra plática con una nota tan lúgubre, permítame secuestrar su entrevista y preguntarle a usted cuál fue su momento favorito de mi sexenio.” Confieso que López Obrador me tomó desprevenido y que me costó mucho trabajo responder su pregunta, no porque no encontrara logros dignos de celebrar sino porque había demasiados: el nombramiento del primer fiscal independiente y el fortalecimiento de todas las fiscalías y los organismos autónomos, la aprobación de una reforma fiscal que le ayudó a sentar las bases de un auténtico Estado de bienestar, la legalización de la mariguana y la despenalización del consumo de drogas, la desmilitarización paulatina pero constante de la seguridad pública y el fortalecimiento de las policías municipales, estatales y de la nueva Policía Federal, las políticas públicas que transformaron a México en una superpotencia en el ámbito de las energías renovables, la reforma política que redujo drásticamente el financiamiento de los partidos y que les prohibió anunciarse en radio, televisión e internet, la revolucionaria reforma educativa que finalmente arrancó de las manos de un grupúsculo de mafiosos el futuro del país, por nombrar sólo un puñado de éxitos. Y lo más importante de todo fue la seriedad y el profesionalismo con los que el Presidente y su extraordinario ejército de colaboradores (hombres y mujeres excepcionales que reemplazaron a los bufones que iniciaron el sexenio) abordaron esos y todos los temas de la agenda nacional. Todo eso me hace sentir profundamente orgulloso y me conmueve hasta el tuétano, pero en ese momento tenía que elegir un instante preciso y compartirlo con el hombre más poderoso y respetado de mi patria.

Si se trata de escoger sólo un momento de estos seis años, le dije al presidente, me quedo sin lugar a dudas con el arresto de Enrique Peña Nieto en Madrid, y con el desternillante video que grabó uno de sus vecinos y que se volvió viral en cuestión de minutos. Y es que ver la cara de terror del expresidente priista y escucharlo repetir una y otra vez: “teníamos un acuerdo, teníamos un acuerdo” en tono de súplica mientras es arrastrado por los agentes españoles en medio de la madrugada y ataviado únicamente con unos bóxers de supermán, es un espectáculo tan edificante y placentero que cada vez que necesito un empujón anímico lo busco en YouTube y me carcajeo a mandíbula batiente durante tres y medio gloriosos minutos. Ni siquiera las fotos que le tomaron después en el penal del Altiplano y en las que aparece demacrado y con la mirada perdida junto a Rosario Robles, Carlos Romero Deschamps y Emilio Lozoya, son capaces de producirme una schadenfreude tan intensa y deleitosa. “Pues sí”, exclamó López Obrador con inocultable orgullo, “preferí traicionar a un delincuente antes que traicionarme a mí mismo y a mi patria, y no me arrepiento, Gastélum”.

Al concluir la entrevista, López Obrador me invitó a cenar y platicamos durante horas de muchos otros temas, siempre en compañía del hermoso Popper y de una de las botellas de exquisito whisky escocés que le llevé como regalo. Cuando llegó el momento de despedirnos tuve la certeza de que estaba estrechando la mano de una figura histórica, uno de esos estadistas que surgen una vez cada siglo. Días después, a bordo del avión que me trajo de regreso a Reino Unido y mientras nos alejábamos del majestuoso aeropuerto Octavio Paz, le eché un último vistazo a ese México sólidamente comprometido con la democracia y orientado hacia el futuro que nos hereda López Obrador y pensé: este es el país en el que quiero que crezcan mis hijos…

Si usted quiere leer la primera parte de esta inocente fábula ucrónica, puede hacerlo: AQUÍ.