Volver al Futuro (I)

Por Óscar E. Gastélum:

“History, Stephen said, is a nightmare from which I am trying to awake.”

― James Joyce

Volver a México tras cuatro largos años de ausencia, y para entrevistar a Andrés Manuel López Obrador a dos meses del final de su histórico sexenio, fue una experiencia sumamente emotiva y estimulante. Era la primera vez, por ejemplo, que aterrizaba en el majestuoso Aeropuerto Internacional Octavio Paz. Confieso que verlo desde el aire y luego recorrer sus deslumbrantes entrañas me produjo un orgullo inédito, una sensación que mis amigos mexicanos me habían descrito al visitarme en Londres y Edimburgo, pero que sólo pude comprender al experimentarla en carne propia. Sin embargo, ese indescriptible éxtasis se esfumó instantáneamente cuando sin querer recordé que aquella majestuosa obra, producto de la creatividad del inmortal Lord Norman Foster, estuvo a punto de ser cancelada por el presidente, a un costo altísimo para el país. Y de pronto sentí un insondable hueco en el estómago, acompañado de un intenso terror que perló mi frente de sudor frío, y que me transportó a los primeros, pesadillescos meses del sexenio que está por terminar.

Pues aunque hoy por hoy parezca increíble y pese a que la mayoría de los mexicanos preferiría olvidarlo, las primeras semanas del gobierno del entrañable AMLO, sin duda alguna uno de los presidentes más exitosos de la historia, fueron un auténtico calvario para las poquísimas almas comprometidas con la democracia liberal y los valores de la Ilustración que habitábamos entonces en el país. Pues los escándalos y calamidades que se acumulaban cotidianamente presagiaban un desastre económico, político y social de dimensiones apocalípticas. Y es que aquel accidentado y alucinante arranque incluyó la absurda cancelación de un aeropuerto, una injustificable y onerosa crisis de desabasto de gasolina que se prolongó durante semanas, ataques constantes en contra del poder judicial y la presentación de dos bochornosas ternas de candidatas a ministras de la Corte, salvajes machetazos presupuestales en contra de la cultura, la ciencia, la salud, la educación y los organismos autónomos, el despido injustificado de miles de servidores públicos en vísperas de Navidad, la aprobación de varias obras faraónicas sin estudios de viabilidad, impacto ambiental o licitaciones de por medio, la muerte de más de cien personas en el infierno de Tlahuelilpan, la militarización perpetua de la seguridad pública, el impúdico apoyo al régimen dictatorial venezolano, la degradación de la deuda de Pemex, y un interminable etcétera. El hecho de que todo aquel caos no haya desembocado en una catástrofe colosal seis años después, merece considerarse un auténtico milagro.

Y es que en parte lo fue. Pues el incidente que evitó que ciento treinta millones de seres humanos nos precipitáramos en un insondable abismo de autoritarismo y miseria, del que nos hubiera tomado décadas salir, no pudo ser más fortuito o inesperado. Me refiero desde luego a lo que sucedió aquel caótico domingo diez de febrero de 2019, una fecha que ningún mexicano olvidará jamás. Todo comenzó de la manera más pedestre, cuando el Presidente (que en aquel entonces era un demagogo obtuso y furibundo que parecía destinado a destruir al país desde los cimientos) subió por enésima ocasión en su vida a un templete para dirigirse a una muchedumbre enardecida y entregada. López Obrador inició su arenga agradeciendo brevemente la presencia de sus fieles pero inmediatamente después se lanzó en contra de la prensa “fifí”, a la que acusó falsamente de alterar un audio para burlarse de quien en ese entonces era su esposa y que unos días antes, en un arranque de humor involuntario (el único humor que conocía esa distinguida dama), había concebido, vía lapsus linguae, a un personaje literario de nombre “Mamado Nervo”. La iracunda perorata presidencial apenas estaba tomando fuerza cuando un milagro cambió la historia para siempre: la voz del presidente se apagó súbitamente, su mirada se perdió en el infinito, su cuerpo enjuto se tambaleó ligeramente de atrás hacia adelante y sin que nadie pudiera evitarlo cayó de frente sin meter las manos, como un boxeador noqueado por un enemigo invisible.

Las primeras horas después de la caída fueron frenéticas, los videos del incidente y las teorías de la conspiración se regaron como pólvora, las redes sociales se convirtieron en un hervidero de histeria y desinformación (es decir, fueron lo mismo que han sido siempre, pero elevado al cubo). Corrió el rumor de que el Caudillo había sufrido un atentado. Los extremistas de ambos bandos hablaban de un nuevo Aburto, unos ensalzándolo de manera enfermiza y otros maldiciéndolo entre sollozos, cual viudas italianas. Algunos fanáticos, poseídos por la ira y el duelo anticipado, lanzaron ataques soeces en contra de periodistas y críticos del régimen: “¿ya están contentos? ¡Esto era lo que querían!”, repetían una y otra vez, aderezando sus acusaciones con insultos y amenazas. Gracias a la proverbial ineptitud y opacidad de la secta que rodeaba al presidente, la incertidumbre se prolongó durante varias horas. Ya bien entrada la madrugada, un Marcelo Ebrard ojeroso y desencajado dio la noticia de que el presidente había sido sometido a una cirugía de emergencia y que se encontraba delicado pero estable en la unidad de terapia intensiva. Lo que no se dijo en ese momento es que al practicarle una resonancia magnética, los neurólogos detectaron un tumor del tamaño de una pelota de beisbol alojado en el cerebro del presidente. El bulto invasor presionaba con tal fuerza el lóbulo frontal presidencial que los médicos decidieron operar de emergencia.

Dos días después de la intervención quirúrgica, AMLO finalmente recuperó la conciencia, pero ya no era el mismo hombre autoritario e intolerante. El narcisista perverso y mitómano, incapaz de escuchar a los demás o de abrir la boca sin mentir, se había ido para siempre. El sociópata megalómano dispuesto a destruir a todo un país para imponer su obsoleta visión del mundo, desapareció junto con el tumor que le había dado vida. Y su lugar lo tomó un hombre decente, aterrado y arrepentido, pues podía recordarlo todo. Un líder frágil físicamente y atormentado por la culpa, pero férreamente comprometido con su país y decidido a enmendar el camino y a expiar sus múltiples errores. Si hay algo que AMLO no perdió después de la operación, además del poder casi absoluto que irresponsablemente le concedió el electorado en las urnas, fue la voluntad de acero que siempre lo caracterizó. La diferencia es que a partir de entonces, esa tenacidad a prueba de balas ha estado al servicio de la democracia, de la decencia y de la verdad, y no impulsando un proyecto autoritario, reaccionario y antiilustrado.

Mientras el Uber surca la siempre pujante Ciudad de México, entrañable escenario de mi infancia, vuelvo a pensar en todo el mal que previno la extirpación de aquel tumor, no canceroso pero definitivamente maligno. Contemplo a los taxistas, a los estudiantes del turno vespertino que se hicieron la pinta, a los automovilistas embriagados de estrés o perdidos en sus pensamientos, a toda esa gente afanada en sus tareas cotidianas, totalmente inconsciente del peligro que corrió y de lo afortunada que es. Y es que México sería algo muy diferente si el destino no le hubiera cerrado el paso a la versión más reaccionaria y destructiva de López Obrador. Pero afortunadamente este país propenso a la desgracia tuvo un instante de buena suerte, y gracias a eso no acabó convertido en una autocracia aislada, severamente empobrecida y hundida en la mentira y la imbecilidad. La atmósfera de la Ciudad de México huele a modernidad, a smog (aunque mucho menos que antes) y a futuro. No es que se perciba un milagro económico, o que en poco menos de seis años López Obrador haya logrado construir una utopía, así no funciona la democracia ni la vida misma, pero me queda muy claro que el giro de 180 grados que dio AMLO después de su cirugía cerebral encaminó a México por el sendero correcto: el de la democracia, la libertad, el Estado de Derecho y la igualdad de oportunidades, y todos los indicadores confirman esa percepción.

Después de una revisión de rutina, dos agentes del Estado Mayor Presidencial me condujeron al interior de la Residencia Oficial de Los Pinos, hogar que el presidente decidió hacer suyo desde el instante en que abandonó el hospital tras la operación. Esta sería la quinta entrevista que le haría a López Obrador: la primera fue a bordo del polémico avión presidencial, cuando AMLO hizo su primer viaje a EEUU para asistir a la histórica toma de posesión de la Presidenta Kamala Harris. La segunda fue el 13 de julio de 2022 en París, cuando el presidente participó en las celebraciones del Día de la Bastilla, como invitado de honor del recién reelecto Emmanuel Macron. La tercera entrevista fue en el Foro Económico de Davos, donde el presidente pronunció uno de sus mejores discursos y confirmó ante el mundo entero que México era un de los mercados más atractivos para invertir. Y la última vez que conversamos largo y tendido fue cuando visitó Londres hace menos de un año, invitado por el Primer Ministro Sadiq Khan a celebrar un aniversario más de la cancelación de Brexit. Así pues, esta sería la primera vez que conversaríamos en suelo mexicano, pero lo que más me emocionaba es que el presidente finalmente había accedido a hablar, on the record, sobre esa cirugía milagrosa que salvó a México, aquel momento histórico al que él humildemente bautizó como: su “resurrección”…

CONTINUARÁ…