Por Oscar E. Gastélum:
“In a closed society where everybody’s guilty, the only crime is getting caught. In a world of thieves, the only final sin is stupidity.”
Hunter S. Thompson
El desenlace del melodrama barato titulado “La Casa Blanca” estuvo a la altura de sus protagonistas y de las irrisorias instituciones del país de pacotilla que le sirvió como telón de fondo. Virgilio Andrade, ese personaje patético que encarna a la perfección el sueño húmedo de cualquier caricaturista, y al que el Señor Presidente de la República nombró para que lo investigara a él, a su esposa y a su compadre, el mejor secretario de Hacienda del universo conocido, Luis Videgaray, se tomó seis largos meses para realizar una valiente, impoluta y rigurosa investigación que desembocó, ante la conmoción de la opinión pública internacional y contra todo pronóstico, en la exoneración de su jefe y sus cuates. Hoy quisiera utilizar este espacio para echarle sal a una herida que no debería cerrar nunca, exponiendo el caso en toda su inconcebible ridiculez.
Como seguramente muchos recordarán, todo comenzó cuando un grupo de periodistas ociosos que trabajaban para Carmen Aristegui abrieron un ejemplar de la revista Hola!, y entre sus ilegibles y afrentosas páginas descubrieron a la “primera” “dama” de la nación presumiendo una mansión faraónica en las Lomas de Chapultepec a la que ella, modestamente, se refería como: su hogar. Al detectar el apestoso tufo que emanaba de dicho artículo, los perspicaces periodistas comenzaron a hurgar en el asunto y destaparon una auténtica cloaca que terminó exponiendo la verdadera naturaleza, primitiva y corrupta, de un régimen con ínfulas modernizadoras y reformistas.
Y es que la desmesurada morada blanca (¿notaron ese ingenioso y colorido juego de palabras?) resultó ser propiedad de Grupo Higa, una constructora que recibió más de ocho mil millones de pesos en contratos de obra pública en los tiempos en que el Señor Presidente de la República fungía como redentor del Estado de México. Higa construyó la casa a la medida del mal gusto y el complejo de inferioridad de la pareja presidencial y luego, con generosidad inusitada, permitió que se la pagaran en cómodos abonos chiquitos.
La inaudita investigación periodística reveló también el exorbitante precio del ignominioso caserón: siete millones de dólares, que incluso antes de la más reciente y dramática devaluación significaba una cantidad estratosférica de pesos. Aquella suma ininteligible le permitió a la opinión pública nacional divertirse haciendo cálculos aterradores como este: Un trabajador mexicano promedio que se levanta todos los días a las cinco de la mañana para ir a trabajar, viaja durante dos horas de ida y otras dos de regreso a bordo de nuestro eficiente y cómodo transporte público, y es explotado sin piedad durante, mínimo, ocho horas diarias, seis días a la semana, a cambio de un salario de hambre, tendría que trabajar un par de milenios para poder comprar uno de los focos que, con exquisito buen gusto, pinta de naranja o verde fosforescente los impolutos muros blancos del palacete presidencial.
Pero a estas alturas del escándalo lo mejor estaba todavía por venir. Y es que el Señor Presidente de la República, tras volver de unas merecidas vacaciones en China, decidió galantemente lanzar a su amada esposa a los leones achacándole la propiedad de la polémica mansión. Todo esto a pesar de que en la versión audiovisual del extraordinario reportaje que desató el vendaval, todos vimos y oímos al arquitecto que perpetró el colosal crimen ético y estético de diseñar la casa, jactándose pública y cándidamente de que había sido un honor cumplir los caprichos de un cliente tan importante y exigente como el Señor Presidente de la República. Pero el Señor Presidente, honorable y valientemente, decidió negarlo todo y correr a esconderse tras las enaguas de su esposa.
El siguiente capítulo en esta esta delirante pesadilla tercermundista fue el infame video “explicativo” protagonizado por Angélica Rivera, quien se dirigió a la consternada nación insólitamente enfundada en lo que parecía ser una gruesa frazada purpúrea y recitando un mensaje que fue salvajemente tasajeado con cortes de cámara que hubieran desconcertado al mismísimo Godard, convirtiéndolo en un clásico instantáneo de indignante humor involuntario. Y es que, además, la susodicha, que nunca se caracterizó por sus dotes histriónicos, aseguró, en un tono de mal fingida indignación, haber amasado una descomunal fortuna estelarizando telenovelas de Televisa y haber comprado el níveo palacio con unos ahorritos que tenía guardados y gracias a las generosas facilidades que le otorgó el contratista favorito de su marido, al que dijo haber conocido por pura casualidad, en una de esas extrañas coincidencias que tiene la vida. La “primera” “dama” remató su bochornoso y desconcertante performance prometiendo en tono iracundo que vendería la residencia de marras, como si semejante berrinche ayudara a aclarar las cosas o exculpara a su marido…
Unos cuantos meses después, Carmen Aristegui, la periodista que desató el escándalo y exhibió al redentor de la nación y domador de la condición humana como un vulgar y cobarde ladronzuelo, fue súbitamente despedida de su exitoso programa radiofónico tras cometer una falta tan grave e imperdonable que ni siquiera pienso describirla, pues en realidad fue una excusa tan burda e insignificante que la olvidé por completo. Hay quienes sospechan que los dueños de la radiodifusora cedieron ante la presión de un presidente mezquino y sediento de venganza, pero solo un chairo conspiranoico podría alucinar semejante fantasía.
Fue entonces cuando apareció Virgilio Andrade para cerrar con broche de oro nuestra edificante historia. Como si el carnaval de desternillantes e irritantes desatinos recién descrito no fuera suficiente, el Señor Presidente decidió poner al frente de una secretaría fantasmagórica e impotente a un buen amigo de su secretario de Hacienda, también bajo sospecha por la adquisición de otra casa patrocinada por Grupo Higa, y, en un acto de cinismo genial que equivaldría a nombrar a un sobrino al frente de la lucha contra el nepotismo, el salvador de México le encargó a su subordinado y amigo de su amigo que por favor los investigara a ambos. Y así fue como nuestro entrañable Virgilio se transformó en un conflicto de interés de carne, hueso y pelo embadurnado, encargado de encubrir los conflictos de interés en que había incurrido la pandilla presidencial.
Estoy consciente de que las referencias dantescas han abundado en los últimos días y de que la inmensa mayoría han sido bastante malas. Pero es demasiado tarde para que trate de evitarlas, pues además de que decidí adornar este texto con “El castigo de los ladrones”, la ilustración de William Blake para el canto XXIV de la Divina Comedia, no puedo cerrar esta columna sin darme el gusto de decir que si bien nuestro Virgilio de pacotilla no nos mostró los innumerables círculos de corrupción y tráfico de influencias que conforman el infierno que habitamos, y mucho menos nos llevó al paraíso de la justicia y la reparación del daño, debemos reconocer que al menos nos guió, sin proponérselo, a través del limbo jurídico y moral en el que las ratas sobrealimentadas que nos “gobiernan” medran con completa impunidad. De nosotros depende que sigan construyéndose palacios insultantes con nuestro dinero y a costa del bienestar de millones…