Por Oscar E. Gastelum:

“The whole problem with the world is that fools and fanatics are always so certain of themselves, and wiser people so full of doubts”.

― Bertrand Russell

Hace un par de semanas finalmente tuve la oportunidad de ver en el cine Timbuktu, la bellísima y desoladora obra maestra de Abderrahmane Sissako, cineasta mauritano cuya película previa, la poderosa Bamako, me dejó un magnífico sabor de boca.

La premisa central de esta delicada joya es tan sencilla como aterradora y exasperante: La antigua ciudad maliense de Tombuctú ha caído en manos de extremistas islámicos extranjeros que acosan y aterrorizan a una población indefensa y estupefacta ante el despiadado y absurdo celo de sus nuevos inquisidores. La ley civil ha sido reemplazada por la “sharia”, o ley islámica, y los forasteros rápidamente han procedido a cubrir de pies a cabeza a las mujeres, transformándolas en sombras taciturnas y lúgubres, fantasmas sin derechos o voluntad propia.

Pero la mojigatería sádica y pueril de los intrusos no termina ahí. La música, el baile, el cigarro, el alcohol y hasta el futbol han sido proscritos y también se ha impuesto la enfermiza segregación de los sexos. Los castigos salvajes prescritos por la sagrada e inapelable “sharia” quedan perfectamente ilustrados cuando una mujer es cosida a latigazos por haber sido sorprendida cantando y en compañía de hombres que no eran sus familiares, o cuando una pareja presuntamente adúltera es enterrada hasta el cuello y lapidada sin piedad.

La hipocresía, característica indispensable de todo fanático puritano, aflora a cada instante y expone la frivolidad hueca detrás de tanta devoción sanguinaria y la esencial inhumanidad de la doctrina salvaje que se busca imponer. Uno de estos píos guerreros al servicio de dios, por ejemplo, no se conforma con ser un fumador empedernido sino que le lanza miradas lascivas a una mujer casada increpándola por no llevar cubierta la cabeza. Mientras que un grupo de yihadistas exportados desde Francia, escalofriante e involuntario guiño a la tragedia de Charlie Hebdo, discuten sin empacho sobre el virtuosismo de Messi y sus proezas en la cancha al tiempo que decomisan todos los balones de la ciudad.

Pero Sissako aborda todo este horror sin estridencias ni desplantes de histeria melodramática sino con una sutileza hipnótica y un tono sensual y poético, que prioriza el etéreo esplendor del paisaje y contrasta la incontenible belleza de la vida con la grisácea y marchita existencia que esta pandilla de verdugos obtusos y enloquecidos trata de imponer. La escena inolvidable en la que un grupo de adolescentes juegan al futbol sin balón, por ejemplo, pasará a la historia del cine como una de las más hermosas y profundamente significativas jamás filmadas.

Pero todo esto no sería posible sin la presencia constante del personaje más importante de la película, Kidane, un pastor que vive apaciblemente en las afueras de la ciudad acompañado por su hermosa y vivaz esposa Satima y su pequeña hija Toya. Kidane, un hombre decente en el más estricto sentido de la palabra, trata a su mujer con un afecto nutrido de respeto y admiración mutuas y cría a la hija de ambos con una ternura paciente y conmovedora, mientras tiende un manto de benévola protección sobre ambas. Su hogar es un remanso de virtud, amor y cordura en medio de la vesania iracunda circundante.

Por eso Kidane, además de ser un personaje tridimensional y perfectamente logrado, es también un símbolo que representa a la perfección todo lo que los islamofascistas del mundo detestan y tratan de destruir. El contraste entre la honorable rectitud y la lúcida madurez con que afronta la vida este hombre ejemplar, y la vileza gazmoña, destructiva e infantiloide de los yihadistas no podría será más dramático y bochornoso para los segundos.

Pero Kidane es un ser humano y por eso mismo vive permanentemente expuesto al error y la tragedia, y esa condición ineludible es la que terminará poniéndolo a merced de la justicia bárbara y primitiva de esa chusma de trogloditas al servicio de Alá. Destino que enfrentará con la dignidad y entereza que lo caracterizan.

Timbuktu es una de esas películas genuinamente importantes, no solo por su inestimable valor artístico, sino por la valentía y honestidad con la que expone el mal, o su más acabada encarnación en una época y lugar determinado. Y como toda auténtica obra de arte con inevitables repercusiones políticas, expone y denuncia sin sermones ni propaganda, sino con historias y personajes auténticos y una integridad artística a prueba de ideologías.

Todavía hay tontos útiles en Occidente que defienden lo indefendible siempre y cuando suceda en países musulmanes, y repiten como loros la necedad de que el islam es una religión de paz, cubriendo bajo el manto legitimador del “multiculturalismo” los crímenes más depravados y cobardes cometidos por autoproclamados representantes de dios y sus esbirros.

Lo que estos “progresistas” reaccionarios suelen olvidar es que la inmensa mayoría de las víctimas de este execrable e intolerante culto medieval no viven en París, Nueva York, Londres o Tel Aviv, sino en las principales ciudades y los lugares más remotos y olvidados de Afganistán, Siria, Irak, Pakistán, Somalia, Irán, Nigeria, Yemen, Mali o Palestina.

Timbuktu es también una denuncia implacable en contra de esa indignante y masoquista cobardía biempensante.

Sobre decir que Timbuktu es un clásico instantáneo que ha venido a enriquecer la filmoteca universal. Y, aunque apenas es abril, estoy seguro de que es la mejor película que veré este año. Ningún verdadero amante del cine o la libertad debería privarse de ver esta joya deslumbrante y conmovedora, pues su pérdida sería incalculable.