Por Oscar E. Gastélum:

“I wish that when we weren’t filming, we could have full privacy. I wish I could live in a bubble and just be with my family.”

Kourtney Kardashian

“Tu amigo tiene un amigo, y el amigo de tu amigo tiene otro amigo; por consiguiente sé discreto.”

Frase del Talmud

La semana pasada Tim Cook, CEO de Apple, publicó una larga carta dirigida a sus clientes, comunicándoles que el FBI había solicitado que la empresa creara una versión alternativa de su sistema operativo para poder tener acceso al iPhone del extremista islámico que asesinó a sangre fría a 14 civiles inocentes en San Bernardino California a finales del año pasado. Cook rechazó tajante y públicamente la solicitud de las autoridades, alegando que la llave que el FBI le estaba solicitando podría usarse para desbloquear cualquier otro iPhone en el futuro, y sentaría un peligroso precedente.

A pesar de que la mayoría de los estadounidenses se pusieron del lado del FBI (solo el 38% de los encuestados estuvo de acuerdo con Apple), la opinión pública ilustrada occidental celebró la decisión de Cook casi unánimemente. Y es que de unos años para acá el derecho a la privacidad absoluta en el mundo virtual se ha elevado al rango de dogma entre las élites biempensantes de Occidente, y escándalos como el provocado por las, en su mayoría triviales, revelaciones de Edward Snowden han servido para atizar las llamas de esa nueva e incuestionable certeza. Y el origen de esta certidumbre está en la desconfianza instintiva que la gente más progresista y liberal suele sentir frente al Estado en temas de seguridad.

Todos sabemos, por ejemplo, que el conservador promedio desconfía irreflexivamente de la intervención estatal en temas económicos, repudia casi cualquier impuesto o regulación, y cree ciegamente en doctrinas totalmente desacreditadas por la realidad como las tristemente célebres “supply-side” y “trickle down” economics. Pero ese odio rabioso se transforma súbitamente en amor cuando el estado decide intervenir en la vida privada de sus conciudadanos por razones “morales” o de seguridad. Y es que la derecha tiende a ser autoritaria, dogmática y supersticiosa, es parte esencial de su idiosincrasia, y es por eso que sus contradicciones flagrantes no sorprenden a nadie.

Pero uno esperaría que la izquierda fuera algo más que el enemigo simétrico de la derecha y desearía que sus ideas no se conformaran con ser un predecible reflejo invertido de las de sus rivales: confianza ciega en la intervención estatal en la economía y hostilidad automática e instintiva contra ese mismo Estado en temas de seguridad. Desgraciadamente la izquierda puede llegar a ser tan dogmática e intransigente como la derecha, y para comprobar lo anterior basta con cuestionar públicamente algún tabú sagrado para la progresía internacional y atestiguar los niveles de intolerancia histérica que semejante atrevimiento puede provocar.

En el caso de Apple contra el FBI, pocos se han atrevido a desviarse del pensamiento imperante en el rebaño, o se han preguntado seriamente qué tan sensato es exigir que nuestros teléfonos sean zonas de opacidad inexpugnable, o si es conveniente reivindicar un derecho absoluto a la privacidad que no tiene ningún precedente en la historia de la civilización. ¿Por qué una agencia de seguridad puede, por ejemplo, pedirle a un juez una orden de cateo para ingresar a la casa de un criminal, o un sospechoso, pero por ningún motivo puede atreverse a solicitar lo mismo en el caso de su teléfono móvil? Ningún profeta de la privacidad virtual absoluta ha logrado resolver convincentemente ese contradictorio dilema.

En lugares como México, en los que las instituciones del Estado, incluyendo las agencias de “inteligencia” y procuración de justicia, suelen ser utilizadas como armas políticas y represivas al servicio de los intereses mezquinos del presidente en turno, esa desconfianza es mucho más comprensible y justificada. Pero en países en los que impera el Estado de derecho, y existen contrapesos judiciales para evitar abusos, es absurdo despojar a las autoridades de una herramienta tan útil para luchar contra la delincuencia, obsequiándole a criminales de toda laya un refugio impenetrable.

En su más reciente podcast, el filósofo y neurocientífico Sam Harris imaginaba un escenario hipotético y pesadillesco para obviar los riesgos detrás de este nuevo fervor fetichista por la “privacidad”. Imagine usted, pedía Harris, que en un futuro no muy lejano una compañía de biotecnología (yo propongo que la llamemos “Pineapple”) desarrollara una droga capaz de encriptar el ADN de quién la consuma, permitiéndole, entre otras cosas, cometer delitos sin dejar rastros genéticos que las autoridades podrían usar para identificarlo y condenarlo. ¿Hay algo más íntimo y privado que nuestro ADN? ¿Sería entonces deseable que semejante producto existiera? ¿Sería sensato hacerlo legal para evitar que el Big Brother gubernamental invada nuestro código genético?

Lo más paradójico y risible de este asunto es que esta súbita y sospechosa sacralización de la privacidad ha sido obra de una generación caracterizada por su impudicia. Esa a la que pertenecen la mayoría de quienes acostumbran registrar y hacer público cada instante de sus, casi siempre, intrascendentes y vulgares existencias a través de Facebook, Instagram y demás redes sociales especialmente diseñadas para esta tediosa variedad del exhibicionismo; esos que nunca dan un paso sin su “selfie stick” a la mano y que han encumbrado y enriquecido a gentuza como Kim Kardashian y su familia o a los subnormales de Acapulco Shore, quienes compensan su falta absoluta de talento e inteligencia con desvergüenza obscena.

Decirlo es una obviedad del tamaño de la capitalización bursátil de Apple, pero valdría la pena recordar que no existen derechos absolutos, pues varios de nuestros valores más preciados chocan entre sí. Es el caso, por ejemplo, de la libertad y la igualdad y el de la seguridad y la privacidad. La clave está en que cada sociedad encuentre el balance ideal entre unos y otros. En el caso de EEUU, a juzgar por las encuestas y el poquísimo interés que despertaron las revelaciones supuestamente explosivas de Snowden, me queda claro que la mayoría de sus ciudadanos no tiene ningún problema en sacrificar parte de su privacidad a cambio de mayor seguridad.

Personalmente creo que a todos nos hace falta mucha más  información para que podamos tomar partido responsablemente en este complejo debate, pero estoy convencido de que la polémica desatada por este encontronazo entre Apple y el FBI, que está lejos de ser una disputa maniquea entre el bien y el mal, terminará siendo tremendamente útil para quien la siga con atención, pues iluminará hasta los recovecos más inaccesibles de este espinoso tema. Lo que no va a ayudarle a nadie es entrar a la discusión con prejuicios, intuiciones irracionales y dogmas ideológicos irrevocables. Así que, queridos progres de rebaño, por favor… think different!