The Nobel is Blowing in the Wind

Por Oscar E. Gastélum:

“Muy pocos, entre los poetas contemporáneos de renombre, se han interesado en cultivar los géneros tradicionales. Ha sido una gran pérdida. Los poemas y canciones tradicionales son nuestra herencia poética más viva y pura.”

Octavio Paz

“Through the mad mystic hammering of the wild ripping hail

The sky cracked its poems in naked wonder

That the clinging of the church bells blew far into the breeze

Leaving only bells of lightning and its thunder

Striking for the gentle, striking for the kind

Striking for the guardians and protectors of the mind

An’ the poet and the painter far behind his rightful time

An’ we gazed upon the chimes of freedom flashing”

Bob Dylan

En un movimiento osado y refrescante, la veleidosa Academia Sueca finalmente le otorgó el premio Nobel de literatura al inmenso e inclasificable Bob Dylan. Y como cada año, las reacciones exaltadas, a favor y en contra, no se hicieron esperar. Pero en esta ocasión el tono de la mayoría de los detractores despidió desde el primer instante un insoportable tufo a arrogancia prejuiciosa. “¿Cómo se atreven esas irresponsables momias suecas a entregarle el más prestigioso de los galardones literarios a un simple músico, a un rockero, a un jipi, a un entertainer, a un ídolo pop?” A esos desplantes de ofendida y escandalizada superioridad intelectual habría que agregar las burlas de los analfabetas y los filisteos que probablemente nunca han escuchado con atención a Dylan, y seguramente tampoco han leído a ninguno de los otros nominados, pero que están poseídos por la reaccionaria y supersticiosa convicción de que la literatura sólo habita en los libros, y de preferencia en aquellos publicados por editoriales trasnacionales.

Empecemos por lo primero. Se pueden decir muchas cosas respecto al Nobel de este año pero no que fue sorpresivo o inesperado. Pues Dylan llevaba más de una década (sí, más que el eterno Murakami) figurando en las listas de los favoritos para recibir el premio y siendo nominado año tras año. En segundo lugar sería bueno aclarar que no se le está reconociendo como “músico” sino como poeta, y a aquellos que respinguen ante dicha clasificación habría que recordarles que la poesía lírica nació unida a la música, y que de hecho, lírica viene de lira, instrumento de cuerdas con el que los poetas antiguos musicalizaban sus creaciones literarias. También sería importante explicarle a quien lo requiera, que dichos poemas solían ser compuestos e interpretados por rapsodas de la talla de Homero, Safo o Píndaro, autores a quienes ahora leemos en solemnes y respetables ediciones impresas. Y es que no debemos olvidar que el libro es un milagroso lujo moderno, pues la tradición poética de los pueblos antiguos era transmitida oralmente y perduraba gracias a la memorización de mitos, leyendas y canciones.

Pero volvamos a las “credenciales” poéticas de Dylan, tan exigidas por las almas burocráticas. Y es que si un extraterrestre descendiera sobre nuestro planeta en estos días convulsos y observara la indignación histérica de los detractores de este premio (algunos hablan hasta del “fin de la literatura”), intuiría que los académicos suecos, posiblemente bajo el efecto de algún poderoso psicotrópico,  son los primeros seres humanos que osan darle trato de poeta a Dylan. No podría sospechar que Samuel Beckett (también ganador del Nobel), Allen Ginsberg, Philip Larkin o Andrew Motion lo han considerado un colega. O que el crítico literario y excatedrático de poesía de Oxford, Sir Christopher Ricks, escribió un voluminoso y apasionado libro en el que lo compara con Yeats y William Blake. O que Camille Paglia (la alumna más aventajada de Harold Bloom) lleva más de dos décadas exigiendo que se le conceda el Nobel y  enseñándole a sus alumnos universitarios que las canciones de Dylan son la más alta poesía producida durante la segunda mitad del siglo XX americano.

Tampoco habría manera de que nuestro visitante intergaláctico imaginara que Christopher Hitchens y Susan Sontag, o Juan Villoro y Rodrigo Fresán en nuestro idioma, han escrito con admiración sobre lo que cada uno con sus matices considera su “obra poética”. O que, tras la concesión del “polémico” premio, colosos de la talla de Salman Rushdie, Joyce Carol Oates, Stephen King y Bernard-Henri Lévy celebraron con entusiasmo la decisión de la Academia. O que miembros indiscutibles del canon literario universal como Francois Villon, Bertolt Brecht, Boris Vian, o Rabindranath Tagore (otro Nobel) compusieron canciones, es decir poesía musicalizada, que son parte integral de su obra. Y si además de todo esto el alienígena en cuestión se llegara a enterar de que Dylan ya había recibido un premio Pulitzer por: “Su profundo impacto en la música popular y la cultura americana, marcada por composiciones líricas de extraordinario poder poético”, seguramente pensaría que gran parte de la gente encolerizada por el premio no sabe de lo que está hablando. Y tendría mucha razón.

Sé perfectamente bien que en gustos se rompen géneros, personalmente jamás entenderé el Nobel que le concedieron a Elfriede Jelinek, por ejemplo, pero una cosa es criticar la calidad literaria de un autor o preferir a uno sobre otros, y otra muy diferente es tratar de transformar la literatura en una fortaleza vedada a todos aquellos artistas cuya obra no se ciña a la limitadísima definición que de ella tenga un puñado de snobs reaccionarios que se sienten superiores intelectualmente al taparse la nariz y torcer automáticamente el gesto ante todo aquello que se pueda considerar “popular”. Sí, Dylan es archimillonario, igual que Dickens y Oscar Wilde, o J.K. Rowling en nuestros días. Sí, también es un ídolo popular que vende millones de discos, igual que Byron, el primer “pop idol” de la historia, que en 1814 vendió los 10,000 ejemplares de su poema “The Corsair” en un día y cuya popularidad desenfrenada podría compararse más con la de un Justin Bieber que con la del propio Dylan. Y es tan masivo como Shakespeare que, no lo olvidemos, escribía para el vulgo que atestaba el Globe Theatre ansioso por ver sus obras.

Dylan siempre ha sido un personaje camaleónico, contradictorio e impredecible. Comenzó siendo Robert Allen Zimmerman un tímido pero inquieto y curioso niño judío criado en un pueblucho gélido y polvoriento del midwest norteamericano, que empezó a tocar la guitarra a los 14 años y muy pronto se transformó en un melómano ávido y voraz. La música le reveló un mundo muy diferente al de su anodina existencia cotidiana y lo motivó a fugarse de su infierno rural en cuanto se graduó de la preparatoria. Siendo aún muy joven, emprendió un viaje rumbo a la costa este norteamericana para visitar a su ídolo, el cantante Woody Guthrie, en el manicomio donde languidecía enfermo y abandonado. Pero esa sería sólo una breve escala, pues su verdadero destino era el hervidero contracultural y bohemio que fue Nueva York, y particularmente Greenwich Village, a finales de los años 50 y principios de los 60. Desde ahí, y tras cambiarse el nombre en honor al poeta irlandés Dylan Thomas e inventarse una delirante y trágica biografía, deslumbró primero a los poetas de la Generación Beat y luego conquistó al mundo entero.

A partir de entonces Dylan se transformó en el joven estandarte de la canción de protesta norteamericana, aunque sólo fugazmente, pues tan solo un par de años después, negándose a petrificarse y a ser secuestrado por los puritanos ideólogos izquierdistas del folk, decidió darle la espalda al movimiento, conectando su guitarra y transformándose en una rutilante y sofisticada estrella de rock, aunque eso lo expusiera al odio visceral de sus mojigatos excamaradas, que compraban boletos de sus conciertos para ir a abuchearlo y tildarlo de “Judas”. Tras esa etapa de creación enfebrecida que lo llevó a escribir tres álbumes casi perfectos entre enero de 1965 y el verano de 1966, Dylan volvió a mutar y a dejar atrás a legiones de admiradores “decepcionados” y confundidos.

Ese gesto se convertiría en una constante a lo largo de su proteica carrera. Y es que pareciera que a Dylan, mitómano irredento que a lo largo de su vida ha adoptado cualquier cantidad de identidades y se ha ocultado detrás de casi todas las máscaras a su disposición (incluida la de padre de familia semiretirado, mercader que renta sus canciones para campañas publicitarias y hasta, brevemente, la de cristiano renacido), nada le produce más placer que provocar, indignar y decepcionar a las mentes obtusas que detestan todo aquello que escapa a sus grisáceas prisiones conceptuales. Es por eso que intuyo que el buen Bob debe estar muerto de risa ante el alboroto provocado por su premio, y muy orgulloso de sí mismo, a pesar de que, fiel a su naturaleza contradictoria, a veces se ha declarado poeta y otras ha renegado también de esa etiqueta.

Poco importa ya si Dylan se presenta o no en Estocolmo a recibir su galardón, aunque lo más probable es que no lo haga pues su invencible timidez le impide disfrutar de ceremonias como esas. Lo verdaderamente importante es que, por segundo año consecutivo (¡salve, Svetlana Alexievich!), la Academia Sueca ha ampliado valientemente las fronteras literarias, abriéndole las puertas del reconocimiento a legiones de escritores y artistas excepcionales, cuyas obras violan los arbitrarios límites clasificatorios impuestos por los burócratas literarios, esos detestables cadeneros del Parnaso. Pero a pesar de que la encomiable osadía de los académicos suecos me ha hecho muy feliz, debo admitir que también me habría alegrado mucho que el ganador de este año hubiera resultado Philip Roth, o Cormac McCarthy, o Amos Oz, o Joyce Carol Oates, o Fernando Vallejo, o László Krasznahorkai, o Michel Houellebecq, o Ian McEwan, o cualquier otro de mis autores vivos favoritos. Aunque reconozco sinceramente que ningún otro ganador hubiera podido  igualar la embriagante felicidad que sentí el pasado jueves por la madrugada al enterarme de que mi venerado Bob Dylan era el ungido.

Ojalá que la Academia no recule ante la presión de los falsos exquisitos, y pronto nos sorprenda de verdad, premiando, por ejemplo, a Richard Dawkins, excepcional científico y popularizador de la ciencia, que es además un prosista de una elegancia inigualable. O al legendario Alan Moore ese genio que transformó el cómic en un auténtico arte.

¿O a quién candidatearía usted, querido lector? Y no tema responder sinceramente, los tiempos están cambiando…