THE GOOD PLACE, UNA SERIE SARTREANA

Eleanor Shellstrop, interpretada por Kristen Bell, no se caracterizó en vida por ser una «buena persona»; por el contrario, era una mujer egoísta que sólo veía por sí misma y no tenía reparo alguno en atropellar, manipular o humillar a la gente de su alrededor si la situación lo ameritaba. Por eso es una sorpresa cuando al morir termina en The Good Place, un equivalente al Cielo: un barrio con estética de suburbio estadounidense —el sueño americano— diseñado, en teoría, para vivir en plenitud el resto de la eternidad conviviendo con personas de su mismo talante moral. Sin embargo, poco tarda en darse cuenta de que hubo una confusión en la administración y de que en realidad ella no debería de estar ahí.

El resto de la primera temporada consistirá en una serie de enredos derivados de ese presunto error: le pedirá ayuda al que ha sido designado como su alma gemela, Chidi Anagonye –William Jackson Harper–, quien en vida solía ser un profesor de ética y que aceptará ayudarla, más por circunstancia que por voluntad, enfrascándose con esa decisión en una serie de dilemas morales que lo atormentarán a cada momento; conocerá a alguien más que se encuentra en su misma situación, Jason Mendoza –Manny Jacinto–, un DJ que ahora tiene que aparentar ser un monje budista de nombre Jianyiu que, por si fuera poco, tiene un voto de silencio; y tendrá una relación difícil con su vecina, Tahani Al-Jamil –Jameela Jamil–, una mujer presuntuosa que aparentemente se ganó su lugar ahí por hacer grandes recaudaciones para la caridad, todo eso mientras Michael –Ted Danson–, el burócrata inmortal que diseñó el lugar, intenta dar cuenta de las anomalías que están sucediendo en el vecindario.

Y aquí vienen el mayor spoiler: cuando todo está en su mayor punto de ebullición y todos se encuentran discutiendo, Eleanor tiene una epifanía: ese lugar no puede ser The Good Place. ¿Cómo podría ser eso el paraíso? Se levantan los telones. Todo había sido una farsa para que fueran ellos mismos quienes se torturaran entre sí.

Pareciera una versión contemporánea de A puerta cerrada, la obra de teatro que escribió Jean Paul-Sartre en 1944, en la que tres personas se encuentran en una habitación en el Infierno en espera de ser torturados y sólo con el paso de las horas descubren que esa es la tortura misma: estar encerrados en compañía. «El Infierno son los Otros», concluye Sartre, un doble infierno además, pues así como es una tortura estar acompañados, cuando se abre la puerta nadie se decide a salir: se necesitan en la misma proporción en la que se detestan.

Sin embargo, en The Good Place aparece cierta noción de esperanza: si el proyecto fracasó fue porque Eleanor pudo ser más de lo que se esperaba de ella. Más que ser una representación velada del Infierno, parece ser una representación de la vida social misma en donde, en medio de toda la mezquindad, el egoísmo y el conflicto, aparece también la empatía, la conexión entre unos y otros, el cariño y sí, la posibilidad de aprender y de cambiar.

Netflix está actualmente liberando la segunda temporada con un capítulo a la semana y hasta ahora no se ha recuperado bien la trama. Esperemos que lo logre. Mientras tanto, queda el gustillo de fe en la humanidad: quizá no hace falta ser impecables para hacernos bien los unos a los otros, porque en el camino nos vamos acompañando, y aun con todos nuestros vicios y nuestras desavenencias, ese acompañamiento nos hace mejores.