Stardust Memories

Por Oscar E. Gastélum:

“Yes, passion—emotion! Because that is what separates the great Bowie from all those sterile postmodernist appropriators, with their tittering irony. Bowie drew titanic power from his deep wells of emotion. Plus as a mime artist, he was a dancer, grounded in the body. He never stupidly based gender in language alone—like all those nerdy post-structuralist nudniks who infest academe. Who the hell needed Foucault for gender studies when we already had a genius like Bowie?”

Camille Paglia

“¿Que yo me contradigo?

Pues sí, me contradigo. Y, ¿qué?

(Yo soy inmenso, contengo multitudes.)”

Walt Whitman

“So I turned myself to face me

But I’ve never caught a glimpse of

How the others must see the faker

I’m much too fast to take that test”

David Bowie

Parafraseando a Proust, he de confesar que durante mucho tiempo me acosté muy tarde. Sí, desde la más temprana adolescencia hasta recién cumplidos los treinta, sin esforzarme demasiado, fui un noctámbulo impenitente y obstinado. Pero desde hace un par de años, casi sin proponérmelo, y gracias en parte a que David Bowie me enseñó a no temerle al cambio, abandoné súbitamente esa costumbre, y comencé a disfrutar la luminosa frescura de las mañanas dejando mis amadas madrugadas para ocasiones especiales.

Es por eso que en la madrugada del pasado diez de enero llevaba ya un par horas dormido cuando se anunció la noticia de que David Bowie nos había dejado huérfanos. Insólitamente, justo en esa fecha infausta desperté sediento poco después de las tres de la mañana y, tras aplacar mi sed con un vaso de agua, descubrí en la pantalla de mi iPad tres lúgubres  notificaciones desde las que la BBC, The Guardian y el New York Times me daban la tristísima e inesperada noticia.

Hablar de David Bowie es hablar de uno de los artistas, de cualquier género, más relevantes, innovadores, influyentes, longevos y proteicos de los últimos cincuenta años. Su asombrosa capacidad de reinvención y su inagotable energía vital y creativa lo convirtieron en una presencia constante y una figura emblemática y revolucionaria, pero al mismo tiempo cercana y entrañable para sus millones de admiradores alrededor del mundo.

Quizá lo más sorprendente de una figura tan vanguardista y camaleónica, es que haya logrado traducir su sofisticación intelectual y vasto bagaje cultural en una obra que penetró y transformó para siempre la cultura popular. Pues en un mundo en que el camino al éxito suele depender de la imbecilidad y el mal gusto de las masas, quienes tienden a encumbrar productos e individuos deleznables, el triunfo masivo de Bowie es un insólito milagro.

Tampoco hay que olvidar que en el caso de Bowie cada transformación radical engendró obras maestras. No puedo pensar en un artista que haya cambiado tanto a lo largo de los años, obteniendo a cada paso resultados de altísima calidad. Bob Dylan, ese otro monstruo sagrado de la cultura pop, ha mutado tanto a través de las décadas que Todd Haynes le dedicó una película en la que varios actores, incluyendo una mujer y un niño negro, interpretaron sus diferentes facetas. Pero la diferencia es que muchas de las metamorfosis de Dylan produjeron música francamente olvidable.

Pero Bowie no se conformó con ser un artista originalísimo y brillante a través de su música, sino que usó la poderosa plataforma de la cultura popular para transgredir y cuestionar las anquilosadas y atrofiantes normas sexuales de la moral judeocristiana, potenciando su arte en el proceso. Tras un par de salidas en falso, la androginia mística de Ziggy Stardust, su shamán extraterrestre, lo lanzó al estrellato instantáneo, poniendo en evidencia por primera vez el agudo olfato con el que era capaz de detectar lo que el espíritu de la época ansiaba en secreto.

A través de su integridad artística, pero también de su ambigüedad y voracidad sexual, Bowie “corrompió” a varias generaciones de almas adolescentes indómitas e inconformistas, dotando para siempre a los “diferentes” de un aura heroica y atractiva, y moldeando en buena medida el mundo que habitamos. Pero el duque camaleónico estaba tan adelantado a su época que incluso hoy, cuando lo hemos perdido para siempre, la mayoría de la gente sigue atrapada en un mundo de etiquetas, permitiendo que su orientación sexual o su identidad de género los defina.

Nada más lejos del emancipado radicalismo con el que nuestro héroe exploró su sexualidad y afrontó la vida. Y es que Bowie nunca habitó o tuvo que abandonar ningún clóset, gozó con hombres y con mujeres por igual, enamorándose de algunos a través de los años, sin detenerse nunca a darle explicaciones a nadie. Y como si esa vida de excesos fuera poca cosa, Bowie se permitió terminar sus días embriagado con los sutiles placeres que solo el compromiso y la estabilidad conyugal pueden ofrecer, y convertido en un amoroso, responsable y ligeramente bohemio padre de familia.

Se ha hablado bastante de las constantes metamorfosis de Bowie, pero me gustaría aclarar que detrás de cada transformación había un proyecto cuidadosamente diseñado y detrás de cada transgresión una justificación bien argumentada. Nada más opuesto a la filosofía y estética bowiana que la rebeldía pueril, hueca y desalmada, esa que idealiza el cambio por el cambio mismo y es incapaz de entender que exista algo lo suficientemente valioso como para ser conservado.

Prueba irrefutable de lo anterior fue su indiferencia hostil hacia la esterilidad infantiloide de buena parte del “arte contemporáneo”, con sus crucifijos sumergidos en orines, sus instalaciones con cubetas y demás parafernalia ridícula y bochornosa. Y no debemos olvidar que ese desprecio venía de un artista visual de primer orden y un auténtico vanguardista que se nutrió del surrealismo, el Pop Art, el kabuki, el teatro Nō y el expresionismo alemán, inspirando a locos geniales como Lindsay Kemp, Andy Warhol y Kansai Yamamoto. Un auténtico dandy que además de dominar a la perfección el arte de la expresión corporal, fue un pionero del arte del performance y dejó una huella indeleble en el mundo de la moda.

Otra prueba de lo que digo es la postura adoptada por Bowie respecto a la independencia escocesa. Y es que unas semanas antes del histórico referéndum que decidiría el destino de Reino Unido, Bowie envió como su representante a los Brit Awards nada más y nada menos que a Kate Moss, quien recogió su premio como mejor artista masculino del año, galardón que obtuvo tras derrotar a una terna de mocosos talentosísimos que incluía a James Blake y Jake Bugg. Y en el breve pero elocuente discurso redactado por Bowie y leído por Moss, ese símbolo inmortal de la transformación perpetua le suplicó a los escoceses no abandonar la unión con Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte. Pues, en opinión de Bowie, Gran Bretaña era un proyecto demasiado exitoso, valioso y hermoso como para ser sacrificado en el altar del nacionalismo obtuso.

Como acto final, Bowie nos dio una cátedra en el complejo arte de envejecer dignamente. Alejado de los reflectores y cobijado por la lealtad impenetrable de su familia y amigos, no sólo se mantuvo activo y vigente hasta el último aliento, sino que lo hizo sin afectaciones vanas. El autor de algunos de los himnos a la adolescencia más memorables jamás creados volvió a ir en contra de la corriente de la época y no cayó en la trampa de idealizar a la juventud o en la tentación de tratar de perpetuar la propia artificial y fútilmente. Consciente del inestimable valor de la experiencia, Bowie se transformó en el viejo sabio de la tribu y nos legó un par de discos desbordantes de dolorosa sabiduría, uno de ellos creado desde la antesala de la muerte.

Dudo mucho que viva para atestiguar el surgimiento de un artista capaz de rivalizar con Bowie en talento e influencia o, en un plano más personal, con el que sienta un nivel de afinidad y cercanía tan grande. Nunca me ha sorprendido que mis intereses y gustos hayan coincidido con los suyos casi totalmente, pues fui educado sentimentalmente por él y sus discípulos más aventajados. De Orwell a Camille Paglia, pasando por Kafka, Camus, Mishima, Steiner, Isherwood, Hitchens y William S. Burroughs, compartíamos varios gustos literarios, y, de Scott Walker a Arcade Fire, pasando por The Smiths o Arthur Russell, apreciábamos la misma música.

Pero el tesoro más valioso que me heredó David Bowie, además de su maravillosa música que ha sido parte integral de mi soundtrack vital desde la adolescencia y que me ha servido de bálsamo en estos días amargos, es la invaluable e inolvidable lección de que toda vida humana puede aspirar a ser una obra de arte en constante evolución y que no hay nada más gratificante que ser fiel a uno mismo.

Thank you, Starman. You did indeed blow our minds…