Por Adriana Med:

Me gustan los secretos: tenerlos y guardar los que me cuentan. Hay un cierto orgullo en no contarle algunas cosas a nadie o contárselas solamente a unos pocos elegidos, sobre todo ahora que es tan común ventilar al derecho y al revés tu vida en las redes sociales (y también fuera de ellas). Vivimos en una época extraña en la que cada quien es su propio paparazzi. No hace falta ser famoso ni que alguien nos espíe y tome fotos in fraganti, somos nosotros mismos quienes revelamos el lado oscuro de nuestra luna a un público que probablemente preferiría no conocerlo. Poco a poco hemos ido dejando de ejercer nuestro derecho a guardar silencio. Cambiamos nuestra privacidad y ponemos en riesgo nuestra seguridad por unos likes, por un retuit o por aumentar nuestra lista de “amigos”. ¿Secretos? ¿Qué es eso?

Hay un poema de no muy conocido de Bukowski que se llama “Mi vida secreta”. Se encuentra en Escrutaba la locura en busca de la palabra, el verso, la ruta, un libro póstumo que todo joven escritor o aspirante a escritor debería leer (o no, mejor que cada quién lea lo que le dé su regalada gana). En él relata los momentos más felices de su niñez: aquellos sábados en los que se quedaba completamente solo en casa y, entre otras cosas, escuchaba música y jugaba a aguantar la respiración el mayor tiempo posible. Sí, aguantar la respiración. Era la gran cosa para él y lo es para mí cada vez que pienso en él. Al final del poema su familia regresa a casa y su padre le pregunta qué hizo en toda la tarde. “Nada”, responde. Lo que sea que haya hecho solo me pertenecía a mí.

Desde que lo leí, para mí, el significado de todos los “nada” del mundo ha cambiado para siempre. Es una respuesta muy ordinaria y cortante a primera vista, y yo misma la uso con más frecuencia de la que me gustaría reconocer. ¿Qué cuentas? Nada. ¿Qué has hecho? Nada.  ¿Qué tienes? Nada. ¿Qué hay de nuevo? Nada. ¿Para comer aquí o para llevar? Nada. Digo, para llevar.

No digo, desde luego, que debamos andar por ahí siendo cortantes con todo el mundo, ni mucho menos, pero quizá deberíamos detenernos a reflexionar en todo lo que hay detrás de cada “nada”, así como aprender a respetar el hecho de que alguien no quiera contarnos algo o no tenga ganas de hablar sobre eso. A mí hoy en día todos esos “nada” me parecen fascinantes y despiertan mi imaginación. Pienso en todo lo que hacen y viven las personas y que no le cuentan a nadie. Cosas como bailar tap en el baño,  tener un problema familiar muy fuerte o haberse enamorado de alguien prohibido. Una persona que dice no tener nada que contar pudo haber tenido un contacto extraterrestre del primer tipo la noche anterior o descifrado los secretos del universo esa misma mañana, y no lo sabemos. Nunca lo sabremos. Y está bien.

Me viene a la mente algo muy bonito que cada vez es más raro: los secretos de pareja. Esas cosas que solo quedan entre tu pareja y tú, y le otorgan a la relación una intimidad muy especial, una complicidad que todos deberían experimentar por lo menos alguna vez en su vida. No hace falta exhibir todas las alegrías ni todas las penas para que éstas sean importantes y perduren en el recuerdo de cada uno. Y qué decir de la amistad, que cuando es verdadera puede llegar a lo sagrado, que puede permitirnos abrir el corazón sin temor a que toda esa sangre caliente llegue a los oídos de alguien más, a la boca de todos.

He leído a varias personas decir que nunca debemos decir absolutamente nada personal a nadie, mucho menos en internet, o que las redes sociales son el diablo mismo. Yo no creo que sea así. No hace falta caer en la paranoia ni volverse un asceta; así como es válido guardarse es válido expresarse y demostrar los afectos en público. Lo ideal sería que encontráramos el equilibrio, pero tal vez bastaría con ser un poco más prudentes y no renunciar a la privacidad.

Está bien cerrar las cortinas de algunas ventanas de ese edificio, muchas veces en llamas, que somos todos nosotros. Ser reservado o misterioso no es un delito ni un pecado en ninguna religión, o al menos no debería serlo. No perdamos la bonita tradición de tener un mundo interior para que cuando nos engentemos, cuando nos hartemos de los dimes y diretes y la estupidez, siempre nos quede el regocijo de resguardarnos en nuestra pequeña y maravillosa vida secreta.