Sobre la indiferencia. Un apunte sobre el suicidio de Szmul Zygielbojm

Por Oscar E. Gastélum:

The opposite of love is not hate, it’s indifference. The opposite of art is not ugliness, it’s indifference. And the opposite of life is not death, it’s indifference.”

― Elie Wiesel

 

Londres es una ciudad tapizada por placas conmemorativas que señalan el lugar en el que nacieron, vivieron o murieron egregios representantes de las más diversas ramas del arte y la ciencia, así como personajes históricos de distintas épocas y procedencias. Pero en la esquina de Porchester Road y Porchester Square hay una modesta placa azul que me conmueve como ninguna otra, pues conmemora la trágica muerte de Szmul Zygielbojm.

Zygielbojm fue un político polaco de origen judío que lideró el Bund, el partido socialista de los trabajadores, y fue miembro del gobierno polaco en el exilio durante la Segunda Guerra Mundial. En 1939, durante la invasión nazi, Zygielbojm participó en la modesta pero valiente resistencia polaca en Varsovia e incluso se ofreció como rehén cuando el poderoso ejército alemán la aplastó y propuso una ocupación pacífica a cambio de un puñado de prisioneros.

Como era fácil de prever, Zygielbojm fue elegido miembro del “Judenrat”, el consejo judío establecido por los nazis, y recibió la orden de crear el gueto de Varsovia y confinar a todos los judíos de la ciudad dentro de sus muros.

Zygielbojm se rebeló ante tan ominoso edicto y sus camaradas socialistas del Bund, temiendo por su vida, decidieron sacarlo de Polonia y encomendarle la tarea de ser el vocero del pueblo polaco ante la opinión pública internacional, y muy especialmente la de denunciar los crímenes nazis en contra de los judíos.

Fue entonces cuando el largo vía crucis de Szmul Zygielbojm comenzó. En Bélgica, primer país al que arribó tras lograr escapar de Polonia, habló fervientemente ante una asamblea de la Internacional Socialista, pero sus palabras cayeron rápidamente en el olvido. Cuando Bélgica fue invadida por los nazis, Zygielbojm huyó a Francia, donde continuó su importante pero estéril misión con los mismos desalentadores resultados. La siguiente escala de esta infausto peregrinaje fue EEUU, a donde Zygielbojm llegó en 1940. Durante casi dos años Szmul viajó por varias ciudades norteamericanas exponiendo con vehemencia el calvario de los judíos de Polonia pero lo único que cosechó fue indiferencia y silencio.

En 1942, Zygielbojm finalmente arribó a Londres y, tras participar a lo largo de varios meses como orador en numerosos eventos públicos, se reunió con el gran Jan Karski, espía que fungía como mensajero entre la resistencia polaca y su gobierno en el exilio y que había logrado ingresar de incógnito al gueto de Varsovia y al campo de traslado de Izbica, atestiguando la dimensión inconcebible de los crímenes nazis durante las primeras etapas de la “Solución Final”. Ante las tétricas revelaciones de Karski, Zygielbojm, desesperado, expuso ante el pueblo británico, desde los micrófonos de la venerable y ubicua BBC, el exterminio al que estaban siendo sometidos los judíos de Europa.

Finalmente, en abril de 1943, los gobiernos de las fuerzas aliadas se reunieron en las Islas  Bermudas para discutir, entre otros asuntos, el destino de los judíos europeos. En una de esas sincronías macabras de las que está plagada la historia, el inicio de esa conferencia, 19 de abril de 1943, coincidió exactamente con el comienzo de la liquidación del gueto de Varsovia; pero esa cruel maniobra nazi se topó con una insurrección inesperada e inédita por parte de los habitantes del gueto, quienes se batieron con tal gallardía que a sus todopoderosos opresores les tomó más de un mes doblegarlos. Pero, mientras los habitantes del gueto luchaban por sus vidas, los líderes del mundo libre reunidos en Bermudas decidían hacer absolutamente nada para ayudarlos.

El 11 de mayo de 1943, ante el bochornoso y consumado fracaso de la conferencia de Bermudas y la terrible noticia de que la insurrección del gueto de Varsovia había sido aplastada de la manera más brutal y que todos sus camaradas, incluyendo a su esposa y su hijo adolescente, habían sido masacrados por los nazis, Szmul Zygielbojm decidió suicidarse. Pero no sin antes escribir una amarga y lúcida carta que debería vivir en la memoria colectiva de la especie hasta el fin de los tiempos. Un documento desolador que contenía estas indelebles palabras:

“No puedo callar y no puedo vivir mientras mueren asesinados los vestigios del pueblo judío del que soy representante. Mis compañeros en el gueto de Varsovia cayeron con las armas en las manos, en el último gesto heroico. No pude compartir su destino — morir con ellos, como ellos— pero soy parte de ellos, pertenezco a su tumba colectiva.»

Al enterarse de su muerte, Jan Karski, aquel valiente espía polaco que le reveló a Zygielbojm y al mundo la magnitud del Holcausto, escribió:

“De todas las muertes acaecidas en esta guerra, la de Zygielbojm es, ciertamente, una de las más aterradoras, la revelación más cruda de hasta qué punto el mundo se ha vuelto frío y hostil, y las naciones y los individuos se encuentran separados por inmensos abismos de indiferencia, egoísmo y crueldad.”

Al término de la guerra, y ante las imágenes dantescas emanadas de los campos de exterminio, la humanidad se convenció a sí misma de que nada pudo hacer para evitar el Holocausto pues nada sabía de aquel crimen atroz. Pero esa no es más que una mentira cobarde, pues hombres como Karski y Zygielbojm denunciaron el exterminio del pueblo judío cuando este apenas comenzaba, y el mundo pudo haber salvado a millones de hombres, mujeres y niños de las garras de Hitler y sus esbirros. Pero, por desgracia, la comunidad internacional decidió permanecer pasiva ante el más grande crimen jamás cometido. He ahí la terrible e irrefutable realidad.

La trágica historia de Szmul Zygielbojm expone la repugnante hipocresía de la opinión pública mundial ante el destino del pueblo judío. Pues cada vez que el Estado de Israel se defiende de sus nuevos enemigos, exterminadores confesos aunque por fortuna aún impotentes, los nietos de esa misma comunidad internacional que no movió un dedo para impedir el Holocausto, lanzan alaridos histéricos y comparan los errores del ejército israelí, nada más y nada menos, que con los crímenes de los nazis.

Así pues, la existencia del Estado de Israel, esa patria en la que los judíos finalmente viven seguros y no son una minoría oprimida, está moral y sólidamente justificada no solamente por las atrocidades que el mundo cometió en contra del pueblo judío durante milenios y que desembocaron en ese crimen de crímenes que fue el Holocausto. Sino también por su imperdonable pasividad durante los tenebrosos años de la “solución final” y su actual, escandalosa, hipocresía.