“If we are to have another contest in the near future of our national existence, I predict that the dividing line will not be Mason and Dixon’s but between patriotism and intelligence on the one side, and superstition, ambition and ignorance on the other.”
— Ulysses S. Grant
El fin de semana pasado el mundo entero atestiguó, horrorizado y pasmado, cómo colapsaba Afganistán en tiempo real, ante el avance imparable de esa maquinaria de salvajismo islamista que es el Talibán, y la desesperada huida de miles de afganos que ansiaban seguir viviendo en libertad. Entre tantas alucinantes imágenes que fueron captadas en esas horas infaustas, quizá ninguna sea más simbólica que la del helicóptero militar que sobrevoló el techo de la embajada norteamericana, al más puro estilo Saigón. ¿Cómo llegamos a esto? ¿Es Biden el responsable de la debacle? ¿Es esta la confirmación definitiva de la tan cacareada decadencia del imperio norteamericano?
Para responder la primera pregunta es indispensable reconocer que habitamos un mundo trágicamente moldeado por las terribles decisiones que tomó la administración de George W. Bush tras los ataques terroristas del once de septiembre de 2001. Y aunque la invasión de Afganistán cumplió muy pronto su primer objetivo: erradicar a los grupos terroristas que encontraron asilo en su territorio, inmediatamente pasó a segundo plano y fue descuidada por un gobierno que concentró toda su atención en Irak. A partir de entonces el propósito de la presencia norteamericana en ese cementerio de imperios se volvió vaporoso y ambiguo. ¿Se trataba acaso de garantizar que las niñas afganas fueran a la escuela? ¿De construir una democracia madisoniana en un país medieval? ¿De fundar un Estado weberiano para unificar a un puñado de tribus enfrentadas entre sí? ¿De capacitar a un ejército afgano capaz de contener indefinidamente al Talibán? Todo dependía de quién respondiera la pregunta.
Pero el paso de los años, la fuerte inversión económica y la pérdida de vidas humanas fueron creando una inercia casi imposible de romper, y que puede resumirse en un mantra: “No debemos abandonar el país sin cumplir nuestro (enigmático) objetivo o todo habrá sido en vano”. Obama coqueteó con la idea de la retirada desde 2009 pero el establishment militar lo convenció de quedarse y de incrementar considerablemente el número de tropas. Por cierto, entre los consejeros cercanos al entonces presidente ninguno insistió más en abandonar la aventura afgana antes de que fuera demasiado tarde que su vicepresidente, un tal Joe Biden. Durante la siguiente década el statu quo siguió petrificándose, al tiempo que amplias franjas del electorado norteamericano, golpeadas brutalmente por la crisis financiera de 2008, iban perdiendo la paciencia con las famosas “guerras eternas” y con la clase política que las respaldaba. Y no los culpo, pues aún hoy sigue siendo una tarea casi imposible explicarles por qué demonios su gobierno gastaba billones de dólares en países al otro lado del mundo, mientras sus comunidades se caían a pedazos, corroídas por la desindustrialización, una infraestructura en ruinas, un estado de bienestar endeble y una mortífera epidemia de opioides.
De ese peligroso caldo de cultivo emergió Donald Trump, quien desde un principio aderezó su populismo fascistoide con un discurso explícitamente racista, proteccionista en lo económico y geopolíticamente aislacionista. Sus rabiosas diatribas en contra de los “neocons” y de las élites probélicas arrancaban ovaciones tan enardecidas entre sus huestes como sus ataques contra los odiados inmigrantes, esos invasores de piel obscura que roban empleos y violan a “nuestras mujeres”. Los demagogos populistas suelen ser muy buenos para olfatear agravios y meter el dedo en la llaga de la indignación popular, pero son pésimos diseñando e implementando soluciones, y por eso siempre terminan empeorando todo lo que tocan (una triste pero incontrovertible verdad que los mexicanos han comprobado en los últimos tres años). Trump agravó la situación en Afganistán, y sembró las semillas del caos actual, firmando un abyecto tratado de paz con el Talibán en el que prácticamente les entregó el país en bandeja de plata, fijó la fecha en que EEUU debía retirar a todas sus tropas y como cereza en el pastel les regaló la liberación de 5000 de sus líderes, incluyendo a quien desde el domingo es el flamante “presidente” o “emir” del país.
Biden decidió honrar dicho tratado, en parte porque Trump y sus esbirros lo diseñaron como una trampa, y si no lo hubiera hecho habría tenido que prolongar la guerra, incrementar nuevamente el número de tropas y cargar con la muerte de más soldados norteamericanos en cuanto el Talibán reiniciara sus ataques. Pero sobre todo porque estaba convencido de que salir de Afganistán era lo mejor para su país, y la retirada había sido una obsesión suya desde hacía más de una década, cuando se la aconsejó vehementemente y sin éxito a Obama. En mi opinión Biden hizo lo correcto, y actuó como un verdadero estadista al tomar una decisión que sus predecesores evadieron una y otra vez por los altísimos riesgos que entrañaba. El problema es que la implementación de dicha decisión fue desastrosa y desembocó en el grotesco carnaval de los últimos días, y en una humillación para el presidente y para el país entero que el mundo no olvidará jamás.
¿Es Joe Biden responsable de dicho fiasco? Como presidente de EEUU es imposible eximirlo de cierta responsabilidad, y lo que más podría reclamársele es el asunto de los intérpretes y aliados afganos a quienes tendría que haber evacuado con mucha anticipación y cuyo destino debe marcar su legado con una mancha indeleble. Pero a pesar de eso, yo no lo pondría en el top 1000 de los culpables del fracaso norteamericano en Afganistán. Porque lo que estamos viendo no es producto de malas decisiones tomadas en los últimos meses sino de dos décadas de hibris y autoengaño, aderezadas por el nihilismo de la breve pero destructiva era Trump. Durante casi veinte años el complejo militar industrial vivió en un mundo de fantasía y convenció a presidentes y legisladores de ambos partidos de que la “victoria” estaba a la vuelta de la esquina, y de que sólo necesitaban equis número de años y de tropas extras para lograr el misterioso “objetivo”. Biden llegó a la Casa Blanca más que preparado para ignorar los chantajes y las delirantes promesas de los generales, pero cometió el error de basar su estrategia de retirada en los ilusorios cálculos de esa misma gente: “Tenemos tiempo de sobra para sacar a nuestros ciudadanos y aliados locales. El ejército afgano va a combatir con gallardía y resistirá al menos 18 meses. Es imposible que el Talibán se apodere del país. Esto no será Saigón.” Etc.
Pero a pesar de haber sufrido esa humillación histórica, los eventos de las últimas horas han terminado por darle la razón al presidente Biden. Pues Estados Unidos gastó miles de millones de dólares en armar y entrenar a un ejército afgano de 300,000 elementos (sólo Dios sabe cuántos de esos soldados eran reales y cuántos fantasmas urdidos por la corrupción) que supuestamente frenaría al Talibán, pero que se rindió sin siquiera disparar frente a una pandilla de 75,000 guerreros salvajes y pobremente equipados. El relampagueante y patético colapso del gobierno y de las fuerzas de seguridad afganas exhibió como nunca antes el fracaso colosal de los arquitectos y los promotores de la guerra, esos que aún se atreven a firmar artículos de opinión y a aparecer en CNN criticando la retirada. Biden pudo haberles dado otros veinte años, tirar otro par de billones de dólares a la basura y sacrificar miles de vidas de jóvenes soldados norteamericanos, y nada habría mejorado.
Lo que es indudable es que si Biden hubiera caído en la trampa de prolongar la guerra, Trump habría sido el gran ganador. Casi puedo oír sus gruñidos: “yo dejé todo preparado para el regreso de nuestras tropas, pero los Demócratas violaron mis tratados porque son halcones sedientos de sangre que quieren que nuestros hijos mueran en el desierto peleando guerras inútiles”. Desprecio con toda mi alma al aislacionismo norteamericano, de Lindbergh a Trump siempre tan emparentado con el fascismo, y estoy firmemente convencido de que el mundo necesita a un Estados Unidos fuerte e internacionalmente activo, pues en el balance final su influencia global es muy positiva (si lo dudan, pregúntenle su opinión a toda una generación de mujeres afganas que creció bajo la ocupación norteamericana). Y créanme, me hubiera encantado que los soldados estadounidenses se quedaran para siempre en Afganistán y que llevaran a las niñas a la escuela, aunque el ejército afgano, y la policía afgana y el gobierno afgano fueran un espejismo obsceno y el Talibán controlara el 95% del territorio.
Pero debemos ser realistas y reconocer que esas cosas no pasan ni en los cuentos de hadas, y que no sólo las hordas del energúmeno naranja se oponen visceralmente a las aventuras militares en países lejanos sino que el país entero sufre de fatiga bélica. Y si algo nos enseñó la pesadilla trumpista es que es muy peligroso ignorar el hartazgo de la gente. Obviamente lo ideal hubiera sido que la retirada se ejecutara limpia y eficientemente, pero creo que eso era casi imposible debido a la fantasiosa inteligencia que recibió el gobierno, y que cualquier otro gobierno hubiera recibido en el futuro: “no te preocupes, tenemos tiempo de sobra porque el ejército afgano que financiamos con dinero de los contribuyentes es una chulada que va a combatir feroz y honorablemente durante años.” Y como dice Fareed Zakaria: “quizá no hay manera de perder elegantemente una guerra”. Pero a pesar de esos desastrosos y caóticos días, y de la humillación imborrable, y de la despiadada, y en parte merecida, tunda que Biden está recibiendo en los medios, sospecho que, si la situación no se deteriora considerablemente, la opinión del votante promedio sobre la retirada no va a cambiar (el 70% de la población apoya la decisión del presidente, incluyendo al 56% de los republicanos) y Biden no sólo saldrá ileso sino fortalecido políticamente frente a la secta fascista en que se ha transformado el Partido Republicano.
¿Estamos entonces presenciando el ocaso de Estados Unidos? ¿Este papelón destruyó para siempre su imagen y credibilidad ante el mundo? Lo dudo muchísimo. Para empezar, hay que recordar que no estamos frente a un suceso inédito. Vietnam e Irak fueron derrotas infinitamente más costosas en vidas, dólares y en términos reputacionales que el bochornoso ridículo que acabamos de atestiguar. El mundo aprendió desde hace décadas que el gigante es torpe y arrogante, y que a veces tropieza y se hace daño a sí mismo y a quienes trataba de ayudar. Tampoco nos vendría mal una buena dosis de perspectiva histórica: La guerra de Vietnam terminó hace medio siglo, para ese entonces Estados Unidos llevaba una década hundido en la inestabilidad, la polarización y el caos. Diez años que incluyeron constantes disturbios raciales, violentas protestas callejeras, terrorismo doméstico, magnicidios espeluznantes, decenas de miles de muertos y mutilados en una guerra impopular y absurda, y la deshonrosa renuncia de un presidente. Mientras tanto, en Moscú reinaba la estabilidad que sólo el totalitarismo puede ofrecer. Si en ese entonces alguien le hubiera revelado a un grupo de observadores imparciales que una de las dos superpotencias iba a desmoronarse menos de dos décadas después, todos habrían apostado por Estados Unidos. Lo que mucha gente no entiende es que la libertad, la pluralidad y la vertiginosa diversidad que caracterizan al coloso norteamericano no sólo son una fuente inagotable de conflicto e inestabilidad sino que paradójicamente son también su mayor fortaleza y el combustible de sus mejores virtudes.
Estados Unidos seguirá ejerciendo su hegemonía a través del dólar, del ejército y la economía más poderosos del planeta, de ese par de colosos de soft power que son Hollywood y Silicon Valley, y de las mejores universidades del mundo. Y continuará atrayendo a mentes privilegiadas y a los individuos más talentosos de todos los rincones de la Tierra. Si alguien cree que el estilo de vida americano, esa fusión de democracia liberal y libre mercado, ha perdido su lustre y atractivo tras estos años de crisis y polarización (tan parecidos a los sesenta del siglo pasado) debería echarle un vistazo a las fotos de esos pobres afganos que se aferraron a un avión en movimiento tratando de llegar a la “tierra de la libertad”. Mientras China trata de seducir a África y a Latinoamérica con infraestructura barata, Estados Unidos cuenta con aliados del calibre de la Unión Europea, Corea del Sur, Japón y el eje anglosajón. Además, el gigante asiático está al borde de una severa crisis demográfica, mientras que en ese renglón Estados Unidos está fuerte y saludable gracias en parte a la inmigración. Y, para no ir más lejos, esa nación que acaba de ofrecernos un espectáculo tan bochornoso en Kabul, es la misma que en los últimos meses flexionó su músculo biomédico y logístico desarrollando en tiempo récord varias vacunas contra un virus desconocido e implementando una campaña de vacunación que fue la envidia de la comunidad internacional hasta que se topó con el imbécil oscurantismo trumpista.
Y he ahí la verdadera amenaza existencial que enfrenta Estados Unidos en esta delicada coyuntura. Sí, ninguna nación del mundo es capaz de hacerle sombra, y hasta puede darse el lujo de protagonizar tragicomedias como la de Kabul sin mayores consecuencias. Pero el fascismo trumpista es un tumor maligno que podría destruir a la democracia más antigua del mundo desde sus mismísimas entrañas. Porque estamos hablando de un culto reaccionario y nihilista que desprecia todos y cada uno de los valores, virtudes y principios que forjaron la grandeza de Estados Unidos, y que está emparentado espiritualmente con los capítulos y personajes más tenebrosos de la historia del país: desde los esclavistas de la Confederación hasta los aislacionistas de America First que simpatizaban con Hitler, pasando por los segregacionistas que frenaron la Reconstrucción y concibieron las leyes Jim Crow, el macartismo, el Ku Klux Klan, la John Birch Society, la campaña presidencial de George Wallace, y un largo etcétera. Pero lo que distingue al trumpismo de sus predecesores, y lo que lo hace tan peligroso, es que logró apoderarse de uno de los dos grandes partidos políticos a nivel nacional. Y una democracia no puede funcionar sin por lo menos dos partidos que le sean leales.
El pueblo norteamericano no debe olvidar jamás la proverbial advertencia de Lincoln:
“From whence shall we expect the approach of danger? Shall some trans-Atlantic military giant step the earth and crush us at a blow? Never. All the armies of Europe and Asia… could not by force take a drink from the Ohio River or make a track on the Blue Ridge in the trial of a thousand years. No, if destruction be our lot we must ourselves be its author and finisher. As a nation of free men we will live forever or die by suicide.”
Tengo la impresión de que el actual presidente norteamericano gobierna guiado por esas palabras del sabio de Hodgenville y que está perfectamente consciente del peligro que Trump y su secta representan para el país al que ama. Y es indudable que la decisión de abandonar Afganistán, que nació de una convicción personal, es además parte esencial de su estrategia para devolverle la cordura al país y lanzar al trumpismo a los márgenes. Ojalá tenga éxito, pues si fracasa, la barbarie descenderá sobre el mundo entero, y no sólo sobre el pobre Afganistán…