Rius para principiantes

Por: Oscar E. Gastélum

Sin perder un ápice de su fuerza, el antisemitismo ha pasado de la época de las lámparas de aceite, los barcos de vela y las ruecas a la época de los motores de reacción, las pilas atómicas y las máquinas electrónicas. El antisemitismo nunca es un fin, siempre es un medio; es un criterio para medir contradicciones que no tienen salida. El antisemitismo es un espejo donde se reflejan los defectos de los individuos, de las estructuras sociales y de los sistemas estatales. Dime de qué acusas a un judío y te diré de qué eres culpable.
El antisemitismo es la expresión de la falta de talento, de la incapacidad de vencer en una contienda disputada con las mismas armas; y eso es aplicable a todos los campos, tanto la ciencia como el comercio, la artesanía, la pintura. El antisemitismo es la medida de la mediocridad humana. Los Estados buscan la explicación de sus fracasos en las artimañas del judaísmo internacional. El antisemitismo es la expresión de la falta de cultura en las masas populares, incapaces de analizar las verdaderas causas de su pobreza y sufrimiento. Las gentes incultas ven en los judíos la causa de sus desgracias en lugar de verla en la estructura social y el Estado.
Vasili Grossman

 

La semana pasada falleció el famoso caricaturista mexicano Eduardo Humberto del Río García, mejor conocido entre sus millones de lectores como “Rius”. En México, donde pocas cosas están peor vistas que “hablar mal de un muerto” (una superstición que, junto con la devoción por la “virgencita” de Guadalupe, no comparto con la mayoría de mis compatriotas), el deceso de personajes famosos suele desatar aluviones de halagos y de obituarios acríticos y obsequiosos, que exageran las virtudes del finado al tiempo que ocultan hasta el más imperdonable de sus vicios. Pero nada me preparó para el auténtico tsunami de elogios que generó la muerte del célebre “Rius”. Caudalosos ríos de tinta y pixeles corrieron en cuestión de horas a través de las redes sociales y de los medios tradicionales, con mensajes de afecto y agradecimiento redactados por artistas, intelectuales, políticos (¡hasta el analfabeta funcional que despacha en Los Pinos publicó un sentido tuit en su honor!), periodistas y otros caricaturistas, pero sobre todo por ciudadanos comunes y corrientes que crecieron leyéndolo.

Confieso que ese insólito despliegue de unanimidad me pareció sospechoso desde el primer instante, sobre todo porque, hasta ese momento, mi único contacto con la obra de “Rius” se había dado a través de un viejo tomo de “Los Agachados” que por alguna extraña razón llegó a la biblioteca de mi abuela (que ahora forma parte de la mía). Y el único recuerdo que guardaba de aquel volumen perdido es que cuando traté de leerlo, primero en mi niñez y luego en la adolescencia, fracasé olímpicamente pues me produjo un tedio indescriptible. Además, a lo largo de los años había oído y leído una y otra vez comentarios de gente a la que respeto denunciando el proverbial antisemitismo del caricaturista, y aunque no dudaba de la credibilidad de sus acusadores, ingenuamente atribuí su fobia a la malsana obsesión que el Estado de Israel despierta en buena parte de la ultraizquierda mexicana, latinoamericana y global. Y como sé perfectamente bien que el mito de la insuperable perversidad de Israel es un dogma de fe inapelable para los apóstoles de esa secta antidemocrática y filotiránica, no me extrañó que “Rius” profesara aquella inquina cerril.

Pero mi opinión cambió radicalmente un par de días después de su muerte, cuando el joven filósofo Bernardo Bolaños publicó en Twitter un puñado de escalofriantes caricaturas firmadas por el reverenciado difunto, dibujos que ni siquiera se molestaban en mencionar a Israel para guardar las apariencias y que Der Stürmer, el infame tabloide antisemita nazi, habría publicado con orgullo pues seguramente le habrían arrancado una sonrisa al mismísimo Führer. Fue hasta entonces que empecé a comprender la pérfida toxicidad de la obra de “Rius” y la magnitud del daño que seguramente hizo al instilar su repelente odio en la mente de varias generaciones de lectores mexicanos. Y es que los dibujos publicados por Bolaños, incluyendo la portada de un libro sutilmente titulado: “Plan judío para arruinar a México”, son de una crudeza perturbadora. Desde una de las esas viñetas, “Rius” explica por qué los verdaderos culpables del Holocausto son, nada más y nada menos, que los propios judíos. En otra, declara con candor que “la única patria del judío es el dinero” y a continuación proclama que por ello “muchos países agradecerían quedarse libres de judíos”. Don “Rius” no recomienda un método específico para “librar” a dichos países de tan nefasta presencia, pero el hecho de que se atreviera a pronunciar, ¡y a publicar!, semejantes anhelos unas décadas después del Holocausto, me confirmó más allá de toda duda que me encontraba frente a la obra de un auténtico cretino moral e intelectual.

Aguijoneado por el asco y la curiosidad, bajé inmediatamente todos los libros firmados por el susodicho que pude encontrar en internet y durante los siguientes días me sumergí en su vastísima y repelente obra. Obviamente no lo leí todo, pues no sólo hubiera sido una tarea imposible en tan poco tiempo, sino que no me odio lo suficiente como para someterme a semejante tortura. Pero leí bastante, lo suficiente como para considerar lo leído una muestra representativa de su obra. Con lo que me topé fue con una auténtica cloaca infestada de propaganda totalitaria, conspiracionismo de cuarta, antisemitismo ubicuo (el odio y la obsesión por los judíos surge hasta cuando toca temas que nada tienen que ver con su historia o con el aborrecido Israel), maniqueísmo pueril, prejuicios de toda índole (misoginia, machismo, homofobia, etc.) y antiamericanismo ramplón, todo esto envuelto en un humor simplón, árido y totalmente desprovisto de ironía. Y es que la ironía es la variedad más refinada y subversiva del humor, un ácido que corroe las certezas absolutas. Por eso no me sorprende que “Rius” no la practicara, pues la realidad alternativa en la que habitan los fanáticos como él descansa sobre certezas impermeables a la argumentación racional y a la evidencia.

A lo largo de la última semana, los panegiristas de “Rius” se han obstinado en repetir una y otra vez que su ídolo era un gran educador de masas y un divulgador ejemplar. No podría estar más en desacuerdo con esa aseveración. Y es que en la obra de “Rius” (sobre todo en los opúsculos que vendía disfrazados de tratados históricos) la honestidad intelectual y la generosa erudición del auténtico divulgador fueron reemplazadas por el celo ideológico del fanático y la inescrupulosa mendacidad del propagandista. Los ejemplos sobran, pero basta con detenerse en la bochornosa hagiografía que le dedicó a Mao Zedong, el monstruo más grande que parió el siglo XX y cuyos crímenes opacan la barbarie asesina de Hitler y Stalin, para entender que el dogmatismo dañó irremediablemente el compás moral de este hombre, tan incomprensiblemente admirado. Tras leer buena parte de su obra, me parece muy obvio que “Rius” nunca estuvo interesado en educar a los jóvenes, pues eso implicaría enseñarles a pensar por sí mismos. No, su verdadera misión siempre fue evangelizadora, y consistía en inocular a la mayor cantidad de incautos posible con el virus del totalitarismo (marxista-leninista-maoísta) difundiendo desvergonzadamente una historia adulterada y valiéndose, de ser necesario, hasta de las mentiras más repulsivas.

Tampoco es de extrañar que “Rius” perteneciera a esa izquierda reaccionaria y paranoide que ha hecho del conspiracionismo su refugio favorito para guarecerse de la inclemente realidad. Después de todo, el antisemitismo (esa convicción enfermiza de que los judíos son una raza incomparablemente pérfida, ambiciosa y obstinada en dominar al mundo a través de la banca y los medios de comunicación) es la madre de todas las teorías de la conspiración. Pero la obra de “Rius” no se limita al venenoso antisemitismo sino que abunda en teorías casi tan obscenas y disparatadas. El caso que más me perturbó aparece en su libro dedicado al SIDA (sí, el tipo se creía capaz de escribir sobre cualquier tema). Y es que en ese singular tomo de su portentosa obra, el eminente virólogo “Rius” reflexiona en torno al origen de la pandemia, descartando de tajo la teoría más aceptada por sus colegas científicos y llegando a la luminosa conclusión de que el SIDA fue creado en un laboratorio militar por los malvados gringos. Supongo que, tras ese ejemplo, no necesito agregar más.

En los países democráticos y avanzados, con un Estado de derecho sólido y medios de comunicación confiables, los personajes como “Rius” (antisemitas, conspiracionistas y propagandistas al servicio de una ideología totalitaria) pueden llegar a medrar en los márgenes de la sociedad pero rara vez son aceptados, y mucho menos celebrados, por el establishment intelectual o por el público mayoritario. Pero el México del PRI, intoxicado de desconfianza gracias a las descaradas mentiras de los voceros oficiosos del régimen, y a la impunidad y la corrupción generalizadas, resultó el entorno ideal para que una obra como la de “Rius” se popularizara. No deja de ser irónico que ese régimen al que tanto atacó (para mi gusto de forma simplona, tediosa y burda) haya sido el mejor aliado de su descomunal e inmerecido éxito.

Quien dude de la influencia nefasta que un personaje como “Rius” puede ejercer sobre millones de personas haría bien en asomarse a las repugnantes respuestas que recibimos en Twitter quienes difundimos sus caricaturas antisemitas. Comentarios abominables que no sólo fueron emitidos por pobres diablos dedicados al ‘troleo” cotidiano, sino por gente común y corriente y en algunos casos con un nivel educativo muy superior al del mexicano promedio. En mi caso, por ejemplo, tuve un enfrentamiento bastante revelador y francamente deprimente con una joven mujer que desde su “bio” declaraba ser una científica en ciernes matriculada en la UNAM, y que, sin tener idea de mis antecedentes familiares, trató de convencerme de la vileza innata de los judíos, una etnia, según ella, dedicada a asesinar palestinos, hacer negocios turbios en México y el mundo, y a “desfalcar” a todo aquel que sea lo suficientemente ingenuo como para hacer negocios con ellos. Habrá quien insista en que no se debe hablar mal de un muerto, pero la persistencia, en pleno siglo XXI, de un odio irracional y milenario como el antisemitismo, que ha causado tantísimo sufrimiento a lo largo de la historia, demuestra que denunciar y exhibir el legado de un hombre que vivió de perpetuarlo, e incluso lucró con su difusión, no sólo es lícito, sino un deber moral e intelectual inaplazable.