Retrato del Artista Senescente

Por Óscar E. Gastélum:

“Kiss me, my girl, before I’m sick.”

—Reynolds Woodcock

Este domingo se llevará a cabo la nonagésima entrega de los Premios Oscar. Y aunque la Academia jamás se ha caracterizado por premiar la calidad cinematográfica, este año, a juzgar por las delirantes nominaciones (cargadas de burdos guiños políticos), promete ser mucho peor. Y es que el evento ha sido completamente secuestrado por la puritana inquisición política y moral que astutamente se apoderó del movimiento “MeToo” tras el escándalo de acoso y abuso sexual protagonizado por Harvey Weinstein, antiguo rey de Hollywood caído súbita y merecidamente en desgracia. Es por eso que hoy más que nunca podemos estar completamente seguros de que la calidad de las cintas en competencia será lo menos importante en la mente de los académicos a la hora de votar  por los ganadores de la “codiciada estatuilla dorada”, como dicen con cursilería insuperable los locutores de Televisa. Pero aunque la Academia, intimidada por esta nueva turba mojigata, tiene el poder de decidir qué películas recibirán un valioso e inmerecido empujón comercial en las próximas semanas, no puede evitar que los clásicos instantáneos que se estrenaron este año, y que seguramente se irán con las manos vacías el domingo, tengan un lugar asegurado en el canon de la cinematografía universal, esa posteridad a la que nadie ingresa por recitar el credo político de moda o por pertenecer a la minoría correcta.

Una de las películas que seguramente serán olímpicamente desdeñadas por la Academia el próximo domingo, por razones mezquinamente políticas, es “Phantom Thread”, la más reciente entrega del inmenso Paul Thomas Anderson. Un filme que, desde mi punto de vista, no sólo es el mejor del año sino también la obra maestra indiscutible de uno de los grandes genios del cine contemporáneo. Y es que en este brillante cuento de hadas gótico, tan perturbador y tenebroso como los relatos originales de los hermanos Grimm y magistralmente protagonizado por Sir Daniel Day-Lewis (el mejor actor de nuestra era interpretando el que supuestamente será su último papel), Anderson ha vuelto a demostrar que es un lúcido y sagaz explorador de las laberínticas profundidades del alma humana y un auténtico artista: valiente, despiadadamente honesto e incorruptible. Como mucha gente seguramente ya sabrá, la película narra la retorcida historia de amor entre Reynolds Woodcock, un talentoso, neurótico y quincuagenario diseñador de modas británico, y Alma, su jovensísima aprendiz y musa alemana. Pero la película dista mucho de ser solamente una feroz reinterpretación del mito de Pigmalión para esta era rabiosamente puritana, sino que además es, entre muchas otras cosas, un exquisito y por momentos desternillante estudio del artista como ente maldito, víctima de su insaciable perfeccionismo y del impulso creativo que lo motiva a vivir y a crear pero al mismo tiempo lo tortura y devora por dentro.

Nadie mejor para encarnar a un artista obseso y perfeccionista hasta el delirio que Day-Lewis, un actor conocido por el celo demencial con el que suele sumergirse en los personajes que interpreta, y que en esta ocasión pasó más de un año aprendiendo el oficio de modisto bajo el tutelaje de Cassie Davies-Strodder, curadora de la sección de moda y textiles del Victoria and Albert Museum de Londres, y de Marc Happel director del departamento de vestuario del Ballet de Nueva York. Para luego invertir más de seis meses en recrear por sí mismo un mítico vestido de Balenciaga al que sólo tuvo acceso a través de fotografías y que lo maravilló por su complejísima belleza, soberbiamente disfrazada de elegante sencillez. Por si esto fuera poco, Day-Lewis ejerció una influencia desmedida e insólita en el diseño del personaje, eligiendo la decoración de su habitación, las plumas y libretas en las que traza sus bocetos, la raza de los perros que lo reciben en su casa de campo (y que aparecen solamente en una escena), y desde luego todo su vestuario, incluyendo un par de zapatos diseñados específicamente para la película por la exclusiva zapatería londinense George Cleverley, y las purpúreas medias de obispo que Sir Daniel compró en una tienda de artículos eclesiásticos en Roma y que plasman, como ninguna otra prenda u objeto, la refinada excentricidad del personaje.

El resultado de esa camaleónica transformación, minuciosamente concebida y ejecutada, es hipnótico y cautivador. Pues el Reynolds Woodcock de Day-Lewis es un elegante y mefistofélico vampiro que surca las calles del Londres de la postguerra y las carreteras rurales de la campiña británica a bordo de su fulgurante Bristol 405, en busca de víctimas; mujeres jóvenes y hermosas a las que usará como musas desechables durante unos meses, alimentándose de su belleza como si fuera sangre fresca, y a las que devorará como suculentos tentempiés para aplacar su voraz sexualidad edípica. Y es que Reynolds vive obsesionado con el recuerdo de su madre, la mujer que le enseñó su oficio y a la que le hizo un vestido de novia para su segundo matrimonio cuando apenas tenía 16 años. Su obsesiva dedicación y meticuloso perfeccionismo parecieran estar motivados por una búsqueda incansable e inconsciente. Sí, Reynolds hace vestidos perfectos tratando de encontrar a la única mujer que realmente los merece, aquella capaz de llenar el vacío que la muerte de su madre dejó en su atrofiado corazón. Pero el vampírico Woodcock no habita un castillo en Transilvania sino una mansión georgiana en Fitzrovia, en el corazón de Londres, y vive rodeado de empleadas devotas y de una fervorosa y aristocrática clientela, fungiendo como monarca absoluto de su extravagante reino, bajo la vigilante y abnegada mirada de su inseparable y solterona hermana Cyril (interpretada impecablemente por la sensacional Lesley Manville).

Sin embargo, ni toda la prodigiosa genialidad de Sir Daniel Day-Lewis hubiera sido capaz de salvar la película, si P.T. Anderson no hubiera encontrado a la mujer ideal para darle vida a Alma, la joven mesera alemana a la que Woodcock seduce sin sospechar que será la horma de su reluciente zapato. Me refiero a Vicky Krieps, la desconocida actriz luxemburguesa a la que Anderson descubrió casi por accidente viendo una intrascendente película alemana, y que es, sin lugar a dudas, la revelación histriónica del año. Y es que Krieps encarna con una naturalidad pasmosa a un personaje complejísimo, plagado de matices y que muta constantemente, absorbiendo toda la información que su nuevo entorno le ofrece. Alma parece una ingenua pueblerina deslumbrada por el estilo de vida del intimidante Reynolds pero pronto se nos rebela como una estratega sagaz que se niega a ser utilizada y desechada como tantas otras antes que ella, y finalmente emerge como la primera musa de Woodcock capaz de descifrar los verdaderos deseos de su caprichoso y abusivo amante, y de enfrentarlo exitosamente en su propio juego de poder. Cualquiera puede sentirse intimidado frente a un coloso como Sir Daniel Day-Lewis, pero es obvio que Krieps afrontó el reto con una serenidad a prueba de balas y una admirable confianza en sí misma, evidenciadas en los magníficos e inolvidables duelos histriónicos en los que se enzarza a lo largo de la película junto a su legendario colega.

Aquí habría que hacer un breve paréntesis para hablar de la atmósfera claustrofóbica y enrarecida que Anderson logró crear, apoyado en la impecable banda sonora de Johnny Greenwood. Y es que toda la historia parece desarrollarse en una tortuosa pesadilla o en las páginas de un alucinante cuento de hadas. Creo que no exagero al afirmar que pocas veces la belleza y la elegancia han resultado tan inquietantes. Al ver las exquisitas escenas de Woodcock surcando las sinuosas carreteras rurales británicas a toda velocidad a bordo de su Bristol, inmediatamente me pregunté quién sería el director de fotografía, pero los créditos me revelaron que Anderson no contrató a nadie para desempeñar ese cargo esencial, y que fue él mismo, apoyado por su equipo, quien se encargó de tan sensible e importante tarea. Eso es lo que separa a un auténtico genio como P.T. Anderson de un charlatán como González Iñárritu, que le debe el 95% de sus mediocres películas a su director de fotografía. El proverbial hilo fantasma que le da título a la cinta también merece una mención aparte, pues hace referencia al movimiento involuntario que los magullados dedos de las costureras victorianas solían hacer tras décadas de incesante trabajo, como si estuvieran zurciendo una prenda invisible para su juventud irremediablemente desperdiciada.

Sí, Phantom Thread es un tenebroso cuento de hadas, una parábola freudiana, una fábula vampírica, un retrato del artista senescente y una comedia tan obscura como el mismísimo corazón de las tinieblas. Pero, como dije más arriba, y pésele a quien le pese, es también, y por encima de todo, una historia de amor. Poco importa que la nueva inquisición puritana e histérica haya denunciado a esta soberbia obra maestra tildándola de “problemática”, que en la neolengua de estos furibundos fanáticos significa: “políticamente herética y digna de censura”. Y es que el amor es tan inclasificable, misterioso e impredecible como los complejísimos individuos, únicos e irrepetibles, que lo supuran, gozan y padecen. Y al igual que el verdadero arte, el amor siempre escapará a las estrictas definiciones y controles de la policía moral en boga. Los rabiosos comisarios del neofeminismo, intoxicados por una ideología victimista y peligrosamente maniquea, exigen que sus dogmas sean acatados sin chistar por el mundo entero y sueñan con dividir a la humanidad, envenenando la intimidad y legislando los sentimientos y los deseos ajenos. Pero los grandes artistas siempre estarán ahí para desafiarlos, a ellos y a cualquier otra secta mojigata que intente sojuzgar el espíritu humano, y sus grandes obras siempre nos recordarán que las relaciones humanas no son ciencias exactas y que los individuos de carne y hueso son ambiguos, contradictorios y enloquecedoramente complejos.

Gracias pues a Paul Thomas Anderson por su monumental película, y larga vida al arte y al amor…