Réquiem por un tirano

Por Oscar E. Gastélum:

«One does not establish a dictatorship in order to safeguard a revolution; one makes a revolution in order to establish a dictatorship.»

George Orwell

«I’ve never wished a man dead, but I have read some obituaries with great pleasure.» 

Mark Twain

Finalmente murió Fidel Castro, el longevo tirano que, tras traicionar las fugaces ilusiones que despertó en millones de personas en los albores de su “revolución”, terminó esclavizando a la entrañable Cuba durante más de medio siglo. En momentos como este quisiera creer que el infierno existe, y que más allá de la muerte hay un tribunal implacable e insobornable, que le hace justicia a las victimas de los déspotas que escaparon impunes de este mundo. Pero no, por desgracia no hay más justicia que la humana, y Castro logró evadirla hasta el último suspiro, e incluso se dio el lujo de morir pacíficamente de vejez, en el confort de su propia cama y homenajeado por miles de admiradores alrededor del mundo.

Así es, aunque parezca mentira, en pleno siglo XXI aún existen legiones de individuos capaces de adorar e idealizar a un dictador despiadado. Algo que, en la era de la postverdad, la “alt-right”, y el fascismo trumpista, no debería sorprendernos tanto. Pues hay algo en la naturaleza humana que hace que las masas ignorantes y algunos individuos educados se sientan irremediablemente atraídos por figuras de autoridad despóticas y represivas, y obtengan un placer malsano al poner su libertad y su destino en sus ensangrentadas manos. Sí, el fanatismo político es una pasión tan misteriosa e irracional como el fervor religioso.

Aunque sería importante aclarar que la inmensa mayoría de los apóstoles de Castro, esos que le han llorado como viudas en estos días, siempre lo han idolatrado a la distancia, convenientemente refugiados en sociedades muchísimo más libres y prósperas, y sin haber tenido que sufrir en carne propia y durante décadas su puritanismo mojigato o su autoritarismo narcisista y criminal. Hace unos años, el premio Nobel colombiano Gabriel García Márquez, extraordinario novelista que, para su eterna deshonra, durante décadas puso su prestigio al servicio de la tiranía castrista, le confesó al New York Times que, a pesar de ser el más fervoroso de sus propagandistas, él no podría habitar en el infierno regenteado por su amado amigo “Fidel”, pues extrañaría leer la prensa internacional y muchas otras publicaciones y libros prohibidos. Esa es la repulsiva y comodina hipocresía que caracteriza a la inmensa mayoría de los Castroliebers.

Mención a parte merece la masoquista izquierda mexicana, que ha llorado la partida del sátrapa cubano como nadie, a pesar de que su ídolo jamás correspondió su devoción y siempre fue un aliado incondicional del PRI. Hay que sufrir de amnesia selectiva para olvidar que Castro forjó una sólida y perversa alianza con los regímenes priistas, que siempre lo legitimaron y protegieron ante organismos internacionales a cambio, entre otras cosas, de que Castro les pasara información sobre la guerrilla mexicana a través de su gran amigo Fernando Gutiérrez Barrios, tenebroso jefe de la policía política mexicana y arquitecto de la “guerra sucia”. No es casual que México haya sido uno de los pocos países latinoamericanos a los que Castro no intentó desestabilizar con movimientos guerrilleros. Otros grandes amigos de “Fidel” fueron los expresidentes Luis Echeverría y Carlos Salinas de Gortari, a cuya polémica toma de posesión acudió presuroso a pesar de que Salinas había llegado al poder gracias a un monumental fraude electoral cometido precisamente en contra de la izquierda filocastrista.

Pero entre la avalancha de reacciones provocadas por la muerte de Castro, hubo una en especial que, por novedosa, llamó poderosamente mi atención. Me refiero a esa súbita moda intelectual consistente en exigir y fingir “moderación” a la hora de evaluar el “legado” del “comandante”. Sí, de la noche a la mañana, se volvió un lugar común afirmar que el susodicho había sido luz y sombra, héroe y villano en igual medida. Una aseveración que puede parecer sensata e imparcial pero que en realidad oculta una buena dosis de cobardía y pereza intelectual, pues es una vía muy cómoda para evadir el análisis y posar como modelo de objetividad ante los lectores. Sí, los ángeles y los demonios de Castro lucharon en su interior, como en el alma de todo ser humano, pero dicha conflagración estuvo lejos de acabar en un empate, y el balance final de su obra es claramente negativo.

Sí, Castro le concedió graciosamente a sus súbditos educación y salud gratuitas. ¿Pero de qué sirve estar educado si recibes un salario de hambre por realizar un trabajo que no escogiste y no podrás  leer lo que te dé la gana (como decía don “Gabo”) o expresarte libremente? ¿Y por qué tiene uno que renunciar a su libertad y a su dignidad para recibir un derecho inalienable como el acceso a la salud? Sobran los países democráticos que han construido sistemas de seguridad social muy superiores al cubano sin exigir a cambio el alma de sus ciudadanos. El régimen cubano presume (no sé por qué) de ocupar el lugar 67 en el índice de desarrollo humano de la ONU, pero al mismo tiempo calla que Cuba está abajo de Argentina, Chile, Uruguay y Panamá, y sólo un lugar arriba de Costa Rica, países latinoamericanos que llevan varias décadas siendo democráticos. «¡Pero Fidel “independizó” a Cuba del maligno Imperio yankee!» Gritarán histéricamente sus partidarios. Sí, para transformarla en un Estado parásito que durante décadas dependió al 100% del imperio soviético y en años recientes de las limosnas chavistas.

Además, sería conveniente recordarles que tras el colapso del comunismo Cuba quedó económicamente en ruinas, y si el régimen logró sobrevivir a ese cataclismo, al que bautizó eufemísticamente como “período especial”, fue gracias a que sacrificó a su juventud en el lucrativo altar del turismo sexual internacional, y sobre todo a las millonarias remesas que, desde Miami, México y otros rincones del mundo, nunca dejaron de enviar los “gusanos”, esos seres humanos y cubanos cabales, que abandonaron su patria en busca de libertad, lanzándose al mar en llantas y barcazas improvisadas, desafiando tormentas y tiburones, con tal de huir de esa isla mágica a la que el castrismo transformó en una prisión infernal. “¡Pero el embargo!”, exclamarán indignados. El embargo fue un error garrafal producto de la miopía arrogante de EEUU, pues Castro siempre lo usó como pretexto y coartada ante sus múltiples fracasos. Para darse una idea de lo que sería la economía cubana sin el embargo, basta con echarle un vistazo a la catástrofe chavista en Venezuela.

Salud, educación e independencia del Imperio. He ahí los cuestionables “éxitos” que los apologistas del castrismo suelen blandir ante sus detractores. ¿Realmente esas medias verdades transformadas en armas propagandísticas compensan el fusilamiento de miles de opositores? ¿La tortura y el encarcelamiento de otros tantos disidentes? ¿La persecución y reclusión en campos de trabajos forzados de homosexuales y miles de jóvenes y adolescentes que cometieron el imperdonable crimen de escuchar a los Beatles o llevar el pelo largo y por ello fueron tildados de “antisociales” y “contrarrevolucionarios? ¿La instauración de una dictadura militar y de un Estado policial, cuya pavorosa eficacia hubiera sorprendido al mismísimo Orwell? ¿El internamiento forzoso de los enfermos de SIDA en “sidatarios”, como si se tratara de leprosos y estuviéramos en la Edad Media?

¿Realmente podemos decir que las virtudes de ese fanático rabioso que, durante la crisis de los misiles, le exigió a Jrushchov desencadenar un Apocalipsis termonuclear, compensan sus vicios y defectos? ¿Basta con aceptar que el sátrapa fue un ícono histórico, carismático y brillante, para contrarrestar el hecho de que haya amordazado a millones de sus conciudadanos durante más de medio siglo, o que haya dejado a un país en ruinas y tan trágicamente estancado en el pasado que necesitará décadas para recuperarse? ¿Cuál de sus ilusorios logros justifica el hecho de que Castro haya instilado el veneno de la sospecha y la delación en el alma de la sociedad cubana hasta transformarla en una distopía pesadillesca en la que hasta el ser más amado puede resultar un informante al servicio de la policía política?

¿Cuál de sus kilométricos y soporíferos discursos vale más que una sola página redactada por los escritores y poetas a los que su régimen persiguió sin descanso? Artistas de la talla de José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, Severo Sarduy, y muchos otros dignísimos representantes de la poderosa y vibrante literatura cubana. Esa literatura a la que Castro transformó en un páramo desolado durante décadas, a base de represión y censura. ¿Qué clase de prócer lidera un país del que el 20% de su población ha huído despavorida, y cuyas fuerzas de seguridad deben vigilar cuidadosamente a sus deportistas de élite cada vez que viajan al extranjero pues es obvio que aprovecharán la primera oportunidad que tengan para fugarse? ¿Qué estadísticas podrían compensar el hecho de que Cuba haya obtenido 15 puntos de 100 posibles en el índice de libertad global (en comparación, el mediocre México obtuvo un bochornoso 65 y el ejemplar Chile un sólido 95), o que aparezca en el lugar 171 de 180 países en el ranking de libertad de expresión compilado por Reporteros sin Fronteras?

Quizá Castro haya tenido potencial de héroe, e incluso reconozco que representó muy bien el papel durante los primeros días de la revolución, tras haber derrocado a otro dictador que, a la distancia y en comparación, ya luce aterradoramente benigno. Pero dicho potencial quedó sepultado muy pronto y hace muchos, muchos, años, bajo el peso de sus peores pulsiones. Por ello resulta francamente ridículo que alguien se atreva a exigir obituarios “balanceados” y críticas tibias para un tirano maniqueo que no conoció los matices a la hora de reprimir y deshumanizar a sus víctimas y rivales. No debemos pecar de simplismo ante lo complejo, pero tampoco hay que complicar artificialmente lo obvio, y menos para proteger la reputación de un déspota. La triste verdad es que Castro fue un tirano obtuso que le hizo un daño irremediable a varias generaciones de cubanos y que, más allá de haber puesto a la humanidad al borde de un cataclismo nuclear y de haber inspirado un enfermizo y nauseabundo culto a su personalidad, le aportó muy poco al resto del mundo.

No, la historia no lo absolverá…