Reforma o restauración

Por Óscar E. Gastélum:

“Demagogo es aquel que predica doctrinas que sabe que son falsas a personas que sabe que son idiotas.”

—L. Mencken

A lo largo de esta tediosa y dilatada campaña electoral ha habido varios momentos que me han llevado a exclamar en tono de incredulidad y hartazgo: ¡Basta! Este tiene que ser el fondo, no se puede caer más bajo. Pero hasta ahora siempre he estado equivocado, pues tanto nuestros politicastros como nuestros electores parecen empeñados en demostrarnos una y otra vez que habitamos un pozo insondable de desvergüenza, zafiedad y fanatismo. Por eso ya me resigné a la idea de que, por más insuperable que parezca la bajeza que cometan o el ridículo que hagan, lo peor siempre estará por venir. Tristemente, el segundo debate entre candidatos presidenciales sirvió para confirmar esa lúgubre predicción.

Y es que el candidato de la esperpéntica coalición que incluye a la ultraderecha evangélica y a la ultraizquierda pronorcoreana del PT, Andrés Manuel López Obrador, puntero indiscutible en todas las encuestas, volvió a comportarse como esa caricatura de sí mismo en la que ha ido transformándose con el paso de los años, y demostró de nueva cuenta que no es más que una botarga vacía, un monigote desgarbado y sin ideas que repite, con lentitud enervante, las mismas desgastadas y huecas consignas desde hace tres lustros. Previsiblemente, en esta ocasión abrió el debate con uno de sus grandes hits: “la mejor política exterior es la interior”, esa perla de ambigüedad insulsa tan difícil de superar. Pero desde luego que terminó superándose a sí mismo, pues a lo largo de la noche el demagogo se dedicó a evadir preguntas, a proponer un disparate tras otro y a cubrir de descalificaciones e improperios infantiloides a Ricardo Anaya, su aborrecida némesis, cada vez que este lo enfrentaba con cifras que ponían en evidencia sus mentiras y medias verdades. El único anuncio, más o menos coherente, que  López Obrador logró articular durante su catastrófica noche, fue la designación de la diplomática Alicia Bárcena (a la que llamó “Bárcenas”) como embajadora de México ante la ONU. Pero a la mañana siguiente nos enteramos (gracias a Human Rights Watch) de que la susodicha es una admiradora confesa de Fidel Castro y una apologista irredenta del régimen chavista. Y, por si esto fuera poco, unas horas después la propia señora Bárcena rechazó el cargo, confesando que el demagogo jamás la consultó antes de hacer pública su nominación.

Por cuestiones de espacio sería imposible hacer una lista completa de todos los despropósitos emitidos por el demagogo la noche del domingo, pero van tres botones de muestra: primero propuso que los campesinos de Guerrero siembren maíz en lugar de amapola (¡cómo no se nos había ocurrido antes!), luego se comprometió a enfrentar a Trump con “autoridad moral” (whatever that means), y finalmente prometió revivir la “Alianza para el progreso ” (una iniciativa anticomunista de los años sesenta, impulsada por el presidente Kennedy y que en la era del energúmeno naranja sería poco menos que imposible resucitar). Pero a nadie debería sorprenderle que López Obrador haya hecho semejante ridículo, pues este debate estaba dedicado a la política exterior y el demagogo nunca ha sentido ni la más mínima curiosidad por el ancho mundo que se extiende más allá de la cortina de nopal que eclipsa su horizonte. Sí, es verdad que “AMLO” conoce hasta el último rincón de México pues ha recorrido el país como un predicador en peregrinación perpetua desde hace dos sexenios, pero cada vez es más obvio que no tiene ni la más remota idea de cómo enfrentar y resolver los complejos problemas que lo agobian.

Por su parte, Ricardo Anaya volvió a demostrar que es un tipo inteligente y disciplinado, que domina los temas y que es diestro en el arte de la esgrima retórica. Pero no me crean a mí, porque para confirmar lo bien que lo hizo basta con analizar los endebles ataques de sus detractores, que tuvieron que rebajarse a acusarlo nuevamente de mentiroso (a pesar de que Verificado terminó confirmando todos los certeros zarpazos que le asestó al demagogo evangélico), a mofarse de que “echa mucho rollo” en sus “TED Talks” (entiendo que los exaspere que un nerd avispado deje en ridículo a su artrítico y balbuceante demagogo) y a repetir ad nauseam que posee la sonrisa de un asesino serial (una gracejada pueril, frívola y desesperada). Pero no todo fue miel sobre hojuelas, y como no soy un adulador rastrero al servicio de nadie, sino un ciudadano que va a votar por un político imperfecto, debo confesar que detesté la pusilánime respuesta de Anaya cuando le preguntaron sobre la legalización de las drogas. Y es que es obvio que la legalización de la mariguana no va a resolver por sí misma el problema de la violencia y el crimen organizado, pero es un paso indispensable para cambiar de rumbo y empezar a caminar por el sendero de la cordura. Desgraciadamente, en ese delicado tema no hay para dónde hacerse, pues del otro lado el demagogo ofrece un cóctel de frivolidad ofensiva que incluye al Papa, una nebulosa “amnistía” y otra frasesita insultantemente hueca: “abrazos no balazos”. Paso…

Pero a pesar de que Anaya ha ganado los dos debates tundiendo sin piedad a López Obrador, no le ha alcanzado para noquearlo o para alterar significativamente las encuestas. ¿Por qué? En primer lugar porque el “Bronco” y el Formidable Doctor Meade son un par de lastres muy pesados, que roban tiempo y oxígeno, y distraen demasiado al público. Su estorbosa presencia en los debates ha terminado beneficiando al demagogo porque la diferencia intelectual entre él y Anaya es tan abismal que en un choque frente a frente López Obrador sin duda alguna acabaría en la lona. En segundo lugar, no hay que olvidar que una epidemia de demagogia populista recorre el mundo y que ha contagiado hasta a electorados tradicionalmente sensatos. En condiciones normales, el infame “Ricky Riquín Canallín” que López Obrador le espetó a Anaya (haciendo gala del ingenio de un niño de cuatro años y de la agilidad mental de un paciente con demencia senil), le hubiera costado instantáneamente la presidencia. Pero el mundo está atravesando por una era de tinieblas en la que los demagogos parecen invulnerables, y derrotarlos es más difícil que matar al villano de una película de terror. Donald Trump alguna vez se jactó de que podría dispararle a alguien a plena luz del día en la Quinta Avenida sin perder un solo voto, y su colega tabasqueño parece estar protegido con el mismo blindaje.

En estos momentos López Obrador cuenta con tres tipos de votantes: una mayoría muy agresiva e intolerante de fanáticos, totalmente cegados por la fe que le tienen a su mesías e incapaces de ver sus defectos y limitaciones; una minoría microscópica, pero muy influyente, de académicos y periodistas que, aunque desde luego ven los múltiples defectos de su candidato, están ingenuamente convencidos de que una vez en el poder podrán manipularlo e influir en su gobierno, aunque ni siquiera hayan logrado influir en su campaña; y por último, un sector significativo del electorado compuesto por gente que en otras circunstancias jamás habría votado por López Obrador, pero que en esta coyuntura está dispuesta a apoyar a ese payaso impresentable porque quiere usarlo como bomba molotov en contra de un sistema político y económico corrompido hasta la médula. Lo trágico es que esa gente no se ha dado cuenta de que el objetivo del demagogo no es destruir el sistema priista sino refundarlo, esto no es una revolución sino una restauración. Anaya tiene cuarenta días para hacerle ver la realidad a ese segmento del electorado y para abrirle los ojos a los indecisos. Es su última oportunidad y nuestra única esperanza…