QUE YO TE AYUDARÉ

Haz el bien sin mirar a quién, repiten y repetimos como un mantra, casi orden, en el que depositamos esperanza de cambio y de sentido; la posibilidad de necesitarnos y apoyarnos desinteresadamente los unos a los otros parece ser una de esas características que verifican eso que llamamos “humanidad” y en ella depositamos una fe a toda prueba.

Lo que no se nos dice muy a menudo es que cuando brindamos nuestra ayuda a otros, ante un momento de desgracia o una situación límite que les arrebata la posibilidad de hacerse cargo de sí mismos, en realidad estamos encargándonos de tareas correspondientes a una estructura que debería garantizar la satisfacción de las necesidades más básicas (casa-comida-sustento) pero que está llena de grietas, fallas y desviaciones. Por eso es que cualquier esfuerzo individual es siempre insuficiente y nuestro granito de arena se escurre sin remedio entre los dedos del universo, porque de entrada no nos alcanzan los medios ni las fuerzas para resolver problemas ajenos, si a veces los propios resultan ya inabarcables.

Porque debería haber algo o alguien que tuviera bajo control las condiciones mínimas de bienestar para cada habitante de este mundo y repartiera con justicia los recursos, pero no es así.

El asunto es que si a sabiendas de esto ya estamos destinando materia prima, tiempo y trabajo a la tarea de sustituir al sistema y ayudar a otros en las circunstancias que sean, deberíamos poder discutirlo en todas sus dimensiones. La ayuda voluntaria es un tema delicado, por supuesto: nadie quiere meterse con las buenas intenciones de los demás y éstas son tan frágiles, que casi cualquier cosa puede hacerlas desistir.

Es una cuerda de equilibrista, tal cual. Por un lado, es cierto que el inmenso valor de cualquier voluntariado descansa justamente en su condición no obligatoria; sin embargo, la otra cara de la moneda es que en nombre del concepto de generosidad que cada quien se arma al vuelo como puede, a veces se ejecutan acciones de “ayuda” que pueden ser innecesarias, estorbosas y hasta perjudiciales.

Sucedió hace muy poco aquí mismo, en mi ciudad, en albergues, centros de acopio y zonas de desgracia afectadas por el sismo del 19 de septiembre. En el día uno, un rescatista voluntario que requirió la atención de urgencia que no estaba pensada para él, por no tener el equipo apropiado para quitar escombros. En el día dos, un activista de redes sociales que por querer ser muy útil propagó información falsa a la que no dio seguimiento. En el día tres, unos jóvenes boy scouts que creyeron que tomarse una selfie en el sitio de la tragedia era un acto inocuo y lastimaron profundamente a un hombre que perdió a su familia entera. En el día cuatro, una cocinera voluntaria que sirvió un plato generoso en carbohidratos a un damnificado diabético. En el día cinco, un joven bienintencionado que donó comida caduca. Día seis, día siete, día veinte: energías luminosas estrelladas en la nada, recursos desperdiciados, voces no escuchadas, orgullos vacuos, falsas satisfacciones y las preguntas, imperiosas: ¿será que también ayudar es saber cuándo callarse, hacerse a un lado?, ¿será que a veces sí ayuda más el que no estorba?

Será que podríamos comenzar por escuchar, escuchar en serio.

Es un tema difícil. Estamos tan rebasados por tantas situaciones, que parece un milagro tener una oportunidad de hacer algo por los demás y guardamos esa sensación de ser útiles como un tesoro; si no fuera por ella, quizá enloqueceríamos de dolor e impotencia ante el alud de información inaprehensible que recibimos todos los días. Por eso es que no se trata de fomentar la inmovilidad de quien no actúa porque como no está seguro de que si lo que pretende hacer es “correcto” o “incorrecto”, mejor ignora el llamado de auxilio hasta estar absolutamente seguro, o sea nunca. Se trata de concebir la ayuda a otros como una acción que no termina con el acto mismo de la asistencia. Porque es muy fácil estetizar, protagonizar, invisibilizar, olvidar, y no precisamente por maldad sino porque todo en la estructura está puesto para ello, porque la tentación es “dejar atrás” y “seguir adelante”, como si tales coordenadas existieran en realidad y no estuviéramos todos en un aquí y un ahora que nos hermanan, aunque no queramos.

No diré la palabra “profesionalizar” porque en el contexto de la ayuda humanitaria parece un término vil y utilitario. Digamos que es cuestión de aprender a canalizar nuestras propias energías de cuidado y seguir el camino de quienes han propuesto lineamientos básicos para actuar en beneficio de los demás, como el Código de conducta relativo al socorro en casos de desastre para el Movimiento Internacional de la Cruz Roja, del que podemos aprender que no hay ayuda sin respeto, imparcialidad y neutralidad. Si por algo hay que empezar, empecemos por reconocer que nadie nos enseña cómo ser un apoyo para otros de modo que debemos aprenderlo en la acción, que podemos equivocarnos y que abrazar la vulnerabilidad de los demás es reconocer la propia, lo que también significa darnos permiso de rectificar el camino.

Empecemos reconociendo nuestro punto de partida. Empecemos asumiendo nuestra propia necesidad de afirmación, nuestro apego al reflector, nuestros límites, nuestros miedos, nuestra impotencia y nuestra capacidad para ser indiferentes, también; nuestra risa en medio del terror, nuestros mecanismos de defensa, nuestra grande, enorme culpa. Empecemos por aceptar que como en todo aquello que va más allá de nosotros, tener buenas intenciones hacia los demás implica una responsabilidad ética y eso significa que cada acto debe ser visto como apenas el inicio de un hilo del que debemos hacernos cargo, simplemente porque elegimos participar en una historia que no termina en nosotros. Porque nos involucramos, y eso es ya una transformación.

Decir que “no basta” con quitar escombros, donar víveres, escribir un texto o asistir como voluntario no quiere decir que debamos ofrendar hasta la mínima respiración al insaciable monstruo de la caridad, sino que al haber actuado elegimos ser familiares de aquello que afectó la tragedia, y los parentescos elegidos son oportunidades de pensar distinto cada cosa que hacemos y dejamos de hacer. Evaluarnos, cuestionarnos, mirarnos desde todas las perspectivas.

Porque al ayudar establecimos un vínculo indisoluble, vivo, y debemos buscar formas de florecerlo. Quizá no todas esas formas nos darán un reflector, pero también hay que ir renunciando a esa idea de que ayudar nos hace excepcionales. No somos paladines de nada, no hacemos un favor a nadie, sólo buscamos maneras de continuarnos en una realidad que se nos presenta fragmentada. Ayudamos no sólo porque estamos, sino porque deseamos seguir estando y honrar cabalmente ese impulso es, acaso, lo más cercano a una misión entre nuestras poquísimas certezas.