París no se acaba nunca

Por Oscar E. Gastélum:

“París no se acaba nunca, y el recuerdo de cada persona que ha vivido allí es distinto del recuerdo de cualquier otra. Siempre hemos vuelto, estuviéramos donde estuviéramos, y sin importarnos lo trabajoso o lo fácil que fuera llegar allí. París siempre valía la pena, y uno recibía siempre algo a cambio de lo que allí dejaba. Yo he hablado de París según era en los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices.”

Ernest Hemingway

“La lecture du Coran est une chose dégoûtante. Dès que l’islam naît, il se signale par sa volonté de soumettre le monde. Sa nature, c’est de soumettre. C’est une religion belliqueuse, intolérante, qui rend les gens malheureux.”

Michel Houellebecq

 

Tras los espeluznantes y dolorosos atentados terroristas del viernes 13 en París, los imbéciles, los ingenuos, los masoquistas y los charlatanes de siempre se apresuraron a bombardear las redes sociales, las frecuencias de radio y televisión y las páginas de los diarios, con el mismo arsenal de excusas, mentiras piadosas, falsas equivalencias, teorías de la conspiración, clichés políticamente correctos y vilezas obscenas, del que suelen echar mano cada vez que el islam radical comete un acto abominable e injustificable.

El  disparatado, y en muchos casos bienintencionado, mantra: “esto no tuvo nada que ver con el islam”, volvió a recorrer el mundo en un intento desesperado por tapar la vía láctea con el dedo meñique, pavimentando de paso otro buen trecho de la autopista que conduce al infierno. Mientras que los loquitos delirantes que creen que detrás de todo lo que pasa en el mundo está la mano de la gran conspiración internacional judía o la infinita maldad del Imperio yanqui, se apresuraron a vomitar su imbecilidad obscena en tono triunfal y con la arrogancia del iniciado que conoce verdades y misterios ocultos para el resto de nosotros, simples mortales, ignorantes de lo que sucede tras bambalinas en los tenebrosos cuarteles de los titiriteros del “Nuevo Orden Mundial”.

Sobra decir que desde esta modesta pero valiosa tribuna declaro mi hartazgo y mi asco, ético, estético e intelectual, ante la mendacidad, la estupidez, la abyección y la pusilanimidad de quienes fungen como propagandistas y apologistas del islamofascismo aprovechándose de la libertad y el confort que una vida en Occidente les ofrece; y ante los santurrones insoportables que han transformado la autocrítica, esa sana costumbre que es parte esencial de la grandeza y el éxito de Occidente, en una orgía malsana de autoflagelación histérica.

Sin embargo, debo reconocer que esta fauna de cretinos tiene razón en algo, aunque sólo sea parcialmente: el imperialismo sí está detrás de lo que sucedió en París y de la vesania homicida del extremismo islámico. Porque no podemos olvidar que el islam siempre ha sido una religión militante, difundida con celo evangelizador a lo largo y ancho del mundo a punta de espada por algunos de los imperios más longevos, sanguinarios y destructivos de la historia. Imperios que los criminales genocidas de ISIS, como Osama Bin Laden antes que ellos, sueñan con restaurar. Es por eso que Abu Bakr al-Baghdadi, el sádico líder de ese apocalíptico “Estado Islámico”, se autoproclamó Califa, es decir, líder de todos los musulmanes del mundo, su emperador.

Pero, volviendo al tema de la autoflagelación histérica, sobra decir que aprecio y celebro la capacidad de Occidente para autocriticarse y avergonzarse, con razón, de sus múltiples errores y crímenes históricos. No, ninguna civilización es perfecta ni posee el monopolio del mal, que es parte inextirpable de la naturaleza humana, pero es importante reconocer que Occidente ha tenido más éxito que otras culturas a la hora de diseñar instituciones y formular valores capaces de contener nuestros peores impulsos y, en las palabras inmortales de Lincoln, fomentar los mejores ángeles de nuestra naturaleza. El problema es que hemos caído en el peligroso vicio de poner un énfasis estéril y enfermizo en nuestros errores al tiempo que ignoramos o subestimamos nuestras virtudes y olvidamos que otras culturas han cometido actos tan o más deleznables que los nuestros. Y aunque conocer  los pecados ajenos no nos absuelva de los propios, sí nos ayuda a tener una perspectiva histórica más equilibrada.

Por eso quisiera detenerme brevemente en un ejercicio de comparación histórica. Pongamos como primer ejemplo las Cruzadas, pues solemos condenar atinadamente su proverbial barbarie pero olvidamos que fueron una reacción ante 300 años de “yihad” árabe que incluyó múltiples incursiones y agresiones en contra de Europa, la profanación de los sitios sagrados del cristianismo  y la persecución y exterminio de los cristianos orientales, un crimen que comenzó con la lenta destrucción de la civilización bizantina y culminó con el genocidio cometido por el Imperio Otomano en contra de los cristianos armenios en pleno siglo XX.

También solemos reaccionar con incredulidad y pasmo ante la crueldad inhumana del tráfico de esclavos del Atlántico, un crimen, quizá el peor que haya cometido Occidente en su historia, que se prolongó durante 400 años. Pero callamos, por ignorancia o mala fe, ante el hecho de que los sucesivos imperios islámicos traficaron con esclavos africanos ininterrumpidamente durante más de trece siglos, con una taza de mortalidad escalofriante, debido en parte a que muchos de esos esclavos eran castrados en condiciones infrahumanas para ser vendidos como eunucos, y muy pocos sobrevivían tan primitiva cirugía. Tampoco hablamos tanto como deberíamos del millón de europeos de raza blanca secuestrados por piratas musulmanes en Portugal, España, Italia, Irlanda e Inglaterra, y usados como esclavos por las satrapías islámicas de la costa berberisca (hoy Marruecos, Túnez, Libia y Argelia) entre 1530 y 1780.

La esclavitud es una mancha indeleble en la historia de la humanidad, pero como su práctica fue casi universal, es imposible culpar a un civilización en particular de su existencia. Sin embargo, hay algo que separa a Occidente del imperialismo islámico y otras civilizaciones esclavistas, y no me refiero al tiempo durante el que cada una traficó con seres humanos, o al número de muertes que se les pueden imputar, sino al honroso hecho de que los primeros y únicos movimientos abolicionistas del mundo surgieron en Occidente, y su inmensa influencia desembocó en la erradicación de esa barbarie arcaica de la faz de la Tierra, hasta que ISIS la revivió el año pasado esclavizando a cientos de mujeres yazidíes.

En el plano cultural, tanto el Imperio Mogol como el Otomano fueron inclementes a la hora de destruir las obras artísticas y religiosas de los pueblos milenarios a los que conquistaron, algo que sus descendientes del Talibán y de ISIS han imitado con iracundo y nauseabundo celo al demoler los Budas gigantes de Bāmiyān y la milenaria ciudad de Palmyra, por ejemplo, pues para el islam todo lo que sucedió antes de las revelaciones del profeta son bagatelas paganas indignas de estudio o conservación. Fueron los malvados europeos, especialmente los eruditos “orientalistas” y arqueólogos del imperio británico, quienes rescataron del olvido la historia y los monumentos de esas civilizaciones antiquísimas, haciendo un aporte inconmensurable al patrimonio cultural de sus amnésicos descendientes y al de la humanidad entera.

Con esa idea tan limitada, provinciana y obscurantista de la cultura y de la historia, no es casual que buena parte del mundo islámico viva sumido en el medievo en pleno siglo XXI. Ese asfixiante antiintelectualismo, y el miedo y odio a la otredad que lo acompañan, está tan arraigado que, según la ONU, en los últimos mil años se han traducido menos libros al árabe que los que se traducen en España anualmente. Tampoco sorprende que entre una población de mil quinientos millones de personas, solo tres musulmanes hayan ganado un Premio Nobel que no sea de la “paz”, mientras que siendo apenas el 0.2% de la población, los judíos hayan ganado el 22% de los mismos. Obviamente la diferencia no es racial ni genética sino puramente cultural.

Pero no se trata de hacer un conteo de cadáveres, vilezas, éxitos y fracasos para ver qué civilización es superior a la otra o cuál de las dos ha caído más bajo, sino de cuestionar y combatir esa insoportable santurronería masoquista que ha nublado el juicio de buena parte de la progresía y las élites intelectuales de Occidente, convenciéndolas de que su cultura tiene la  culpa de todo lo malo que sucede en el mundo y merece todo el mal que se comete en su contra. Un dogma mórbido, ignominioso y condescendiente que pinta a los otros como extras pasivos e impotentes de su propia historia y sirve como combustible al repugnante victimismo islámico, esa tóxica y gimoteante doctrina histórica promovida por demagogos y fanáticos religiosos para responsabilizar a otros del profundo atraso y el humillante fracaso en el que han sumido a sus pueblos.

No, Occidente no es la fuente inextinguible de todos los males del mundo. Y la vesania homicida y suicida del fundamentalismo islámico no es una expresión antiimperialista desesperada y motivada por la política exterior gringa, o por la desigualdad generada por el capitalismo salvaje. Esas son explicaciones perezosas y simplistas que deberían ser patrimonio exclusivo de progres extraviados e infectados por el virus del nihilismo masoquista adquirido a través de la lectura intensiva de Chomsky, la “prensa” rusa y esos blogs autodenominados “alternativos”, seguramente porque quienes escriben en ellos habitan y describen una realidad alterna que nada tiene que ver con el complejo mundo que habitamos.

No debemos olvidar que la inmensa mayoría de las víctimas de estos canallas descerebrados son civiles musulmanes indefensos, y que las mujeres y las niñas que tienen la desgracia de vivir bajo su yugo son el grupo más vulnerable y agredido. Ese hecho irrefutable pulveriza todos los morbosos y disparatados dogmas de la ultraizquierda antioccidental. Pues si el sadismo fanático de esta gentuza realmente tuviera como objetivo enfrentar el “imperialismo” “sionista” “yanqui”, no tendrían porque haber asesinado a sangre fría a 132 niños en una escuela en Paquistán, o a 166 civiles inocentes en Bombay, o a 43 en Beirut un día antes del atentado en París, o haber secuestrado a 276 niñas en Nigeria, o haberle disparado a Malala por el imperdonable pecado de querer ir a la escuela. Y con ejemplos como esos podría escribirse una enciclopedia entera.

La verdadera raíz de esta demencial violencia es el islamismo, una ideología religiosa apocalíptica, imperialista, totalitaria, intolerante, obscurantista, antisemita, racista, misógina y homófoba que, con altas y con bajas y con rarísimas excepciones, ha venido inspirando el mismo nivel de salvajismo desde hace varios siglos. Una ideología que ha hundido a una parte considerable de la humanidad en el atraso, la ignorancia y la miseria, y que es cínicamente utilizada por sus clérigos y adeptos más fanatizados e inescrupulosos para instilar veneno, resentimiento y odio en el corazón de millones de jóvenes oprimidos, reprimidos y confundidos, con el fin de combatir los valores universales promovidos por el aborrecido Occidente, ahí donde se encuentren, y tratar de recuperar la grandeza imperial perdida.

Una prueba irrefutable de lo que digo, humilde botón de muestra entre cientos disponibles, es que Al Qaeda eligió el 11 de septiembre para llevar a cabo el atentado terrorista más espectacular de la historia en contra de Occidente, porque en esa misma fecha pero del año 1683, el general polaco Jan Sobieski derrotó al ejército otomano en las puertas de Viena, frenando lo que seguramente sería una invasión islámica del continente europeo. Sí, mientras nuestros obtusos “chomskytas” nos hablan del malvado Bush, de Israel y de la CIA para explicar y justificar tanta barbarie, estos fanáticos vengan derrotas que acontecieron un siglo antes de que EEUU fuera fundado.

Pero no hacen falta arduos ejercicios de exégesis para entender los verdaderos objetivos y motivaciones detrás de los crímenes de estos malnacidos, pues para eso basta con leer y escuchar lo que ellos mismos declaran con conmovedora candidez. El mismísimo Bin Laden, entrevistado por Al Jazeera en octubre de 2001, celebró el atentado en contra de las Torres Gemelas en Nueva York con estas reveladoras palabras:

“Los valores de esta civilización occidental encabezada por América han sido aniquilados. Esas asombrosas torres, símbolos de humanidad, libertad y derechos humanos han sido destruidas. Desaparecieron entre una nube de humo.”

Nótese que para Bin Laden las Torres Gemelas no representaban el imperialismo norteamericano o el capitalismo global, como quisieran nuestros detestables y mimados occidentales antioccidentales, sino lo que él y los suyos realmente aborrecen de nuestra civilización, es decir, lo mejor de ella: La libertad, los derechos humanos, la tolerancia, la liberación femenina, el secularismo, el hedonismo, la emancipación sexual, el método científico, etc. Y precisamente por eso ISIS escogió París para cometer este nuevo acto de salvajismo nihilista. Porque ningún otro lugar en el mundo representa de manera tan clara las mejores virtudes de Occidente como la ciudad luz.

Es obvio que la inmensa mayoría de los musulmanes del mundo son gente de bien y hasta ahora han sido las principales víctimas del fundamentalismo islámico. Permítanme repetir lo que acabo de escribir: ES OBVIO QUE LA INMENSA MAYORÍA DE LOS MUSULMANES DEL MUNDO SON GENTE DE BIEN. Pero para derrotar a los extremistas que emanan de sus comunidades con preocupante frecuencia no basta con que todos los musulmanes probos del mundo condenen enérgicamente atrocidades como la de París.

Lo que es indispensable y urgente es que la comunidad islámica global asuma la parte de responsabilidad que le corresponde por las perversas acciones cometidas por los más obtusos de sus hijos en nombre del islam, reconociendo con honestidad, coraje y realismo que en las páginas de sus textos sagrados sobran pasajes capaces de inspirar y justificar estos abominables crímenes. Admitir esta verdad indisputable sería el primer paso para emprender una inaplazable y profunda reforma de su fe.

Occidente mientras tanto debe reivindicar y defender sus valores dejando de lado la autoflagelación narcisista, abandonando la ingenua idea del apaciguamiento condescendiente y combatiendo vigorosamente y sin cuartel a sus enemigos internos y externos. Entre los primeros, los más nocivos y peligrosos son los payasos de la ultraizquierda reaccionaria que suelen  encausar su odio por las sociedades abiertas y la democracia liberal, fungiendo hipócrita y servilmente como propagandistas y  apologistas del islamofascismo.

Obviamente no propongo que se les persiga o censure sino que se les haga frente con todas las armas de la razón, y se les margine del discurso respetable, como a los neonazis, los creacionistas, los negacionistas del Holocausto y otros especímenes de la ultraderecha, exhibiendo su miseria moral y su vacuidad intelectual. La sátira, por ejemplo, es un arma ideal para ridiculizar su perversa y mendaz ideología. Y es que en este conflicto, el que definirá nuestra era, ganar la guerra de ideas es tan importante como triunfar en el campo de batalla.

Pésele a quien le pese Francia es un país al que amo con cada fibra de mi ser. Hablar su idioma me ha abierto incontables puertas de conocimiento, relaciones personales y experiencias vitales. El mejor amigo que he tenido en la vida es francés y vive en París, y necesitaría redactar varios volúmenes para expresar con justicia la alegría, el placer y el consuelo que me han dado artistas y pensadores de la talla que Pascal, Montaigne, Voltaire, Tocqueville, Constant, Baudelaire, Rimbaud, Balzac, Flaubert, Huysmans, Proust, Gide, Camus, Roussel, Vian, Céline, Saint-Exupéry, Perec, Modiano, Tournier, Glucksmann, Carrère, Houellebecq y un interminable etcétera. Por todo esto y muchas razones más es que sentí en carne propia el daño que esa gentuza miserable le infligió al pueblo francés.

Pero estoy completamente seguro de que Francia saldrá airosa de esta crisis existencial con sus valores, cultura y estilo de vida intactos. Y de que Occidente no se dejará intimidar y seguirá recibiendo generosamente a cientos de miles de refugiados sirios ignorando las voces que desde la ultraderecha xenófoba se opongan a ello, y a pesar de la vileza sin nombre cometida por ISIS al infiltrar a uno de sus asesinos entre esa gente inocente que huye de un país que fue su hogar y ahora es el ruinoso escenario de una batalla sangrienta entre el propio ISIS y el carnicero Assad, su enemigo simétrico.

Pero una cosa debe quedar muy clara, de un lado está la barbarie y el desprecio por la vida de un culto medieval sádico, sanguinario y obscurantista y del otro un proyecto civilizatorio sustentado en valores universales y comprometido con la razón y el progreso económico, científico y social de la humanidad. Ese proyecto no pertenece a ninguna civilización en particular, sino a la humanidad entera. Es hora de que cada quien elija su bando.