Por Oscar E. Gastélum:

“Pero hay una minoría de intelectuales pacifistas cuyo verdadero motivo, aunque no lo promulguen, parece ser el odio por la democracia occidental y la admiración por el totalitarismo. La propaganda pacifista suele limitarse a alegar que un lado es tan malo como el otro, pero si analizamos detenidamente los escritos de los jóvenes intelectuales pacifistas, encontraremos que en ningún momento manifiestan una condena imparcial, sino que se orientan casi por completo en contra de Gran Bretaña y los Estados Unidos.”

“Si avientas tus armas, una persona menos escrupulosa las levantará. Si pones la otra mejilla, recibirás un golpe muchísimo más fuerte que el que te dieron la primera vez.”

– George Orwell

“Un izquierdista es un hombre incapaz de ponerse de su propio lado en una disputa”, declaró alguna vez el gran poeta norteamericano Robert Frost, caricaturizando y mofándose con socarronería de la honorable tendencia del hombre de izquierdas a dudar de todo, incluso de sí mismo y de sus propios motivos. El escepticismo crítico y racional es una sana costumbre adoptada por Occidente gracias a la Ilustración, y le debemos, en gran medida, el salto cuántico civilizatorio dado por la humanidad a partir del siglo de las luces.

Por eso es tan triste que medio siglo después de que Frost acuñara esa sarcástica máxima, el proverbial escepticismo de la izquierda, esa poderosa arma en contra del dogmatismo, la superstición y la complacencia reaccionaria, haya sido abandonado por una facción fanática y, tristemente, muy influyente de la progresía occidental, que decidió reemplazarlo por un credo tóxico que posa de escéptico pero combina masoquismo cultural y conspiracionismo delirante con relativismo nihilista.

Sí, esa facción reaccionaria de la izquierda, cuyo compás moral quedó sepultado bajo los escombros del muro de Berlín y vive en luto perpetuo por la muerte de la utopía, cambió el escepticismo, ese eficaz método para corroer dogmas, por un rechazo automático e irreflexivo, es decir dogmático, de los valores universales formulados en Occidente. Transformando la autocrítica en un látigo para autoflagelarse con fervor malsano.

Uno de los primeros intelectuales en detectar y denunciar esta infausta transformación fue Christopher Hitchens quien, tras atestiguar con incredulidad y asco las vergonzosas justificaciones concebidas por esa izquierda ante la condena de muerte dictada en contra de Salman Rushdie y la barbarie terrorista del 11 de septiembre en Nueva York, encapsuló en una frase perfecta la insoportable y paralizante mojigatería de los nuevos nihilistas: “si esa gente encontrara una víbora venenosa en la cuna de su pequeño hijo, la primera llamada que haría sería a PETA”.

Mientras que la frase de Frost caricaturizaba amigablemente a la izquierda burlándose de una de sus mejores cualidades, la de Hitchens retrata a la perfección y sin piedad la adulteración de esa misma cualidad, su transformación en una caricatura grotesca. Detrás de tan aciaga metamorfosis están ideologías “posmodernas”, pergeñadas por filósofos enemigos de la ilustración. Es el caso del “multiculturalismo”, por ejemplo, que, lejos de promover el establecimiento de sociedades plurales y tolerantes, postula la existencia de culturas diversas entre sí pero homogéneas al interior, cada una con su propia e incomunicable escala de valores.

Al cuestionar la universalidad de valores tan indispensables como los Derechos Humanos o la libertad de expresión, y al presentarlos como armas ideológicas del imperialismo “eurocentrista”, el nuevo nihilismo vació de sentido el antiguo proyecto internacionalista de la izquierda. De ahí su miopía aislacionista y su tendencia a excusar violaciones de derechos humanos en países lejanos, y a oponerse tajantemente a cualquier tipo de intervención militar.

Pero es obvio que la izquierda nihilista no es pacifista, sino reaccionariamente antioccidental. Pues, como ha demostrado en innumerables ocasiones, es perfectamente capaz de fungir como apologista de la violencia más salvaje y despiadada, siempre y cuando haya sido cometida por organizaciones terroristas o regímenes enemigos de Occidente.

Por todo esto, no es sorprendente que este nauseabundo potaje ideológico sea esencialmente negativo. Sus partidarios saben muy bien lo que detestan, en este caso a EEUU, a Israel y a cualquier otro país, individuo o idea que huela a Occidente o a democracia liberal, y por eso dedican buena parte de su energía a oponerse visceralmente a todo lo que digan, propongan o hagan esos aborrecidos manantiales de maldad.

Pero lo que no tienen es un proyecto transformador de la sociedad, ni propuestas viables, ni ideales, ni valores que estén dispuestos a defender hasta las últimas consecuencias. Es por eso que no les cuesta trabajo simpatizar con regímenes de ultraderecha como la cleptocracia rusa o las teocracias islamofascistas, siempre y cuando cumplan con la única condición que importa: ser enemigos de Occidente.

Hace unos días un puñado de lunáticos salió a las calles de Londres para protestar en contra de una posible intervención de Gran Bretaña en los bombardeos contra ISIS. ¿Pero qué propusieron a cambio de una urgente intervención militar que despoje a ese culto sanguinario y barbárico del inmenso territorio que controla y de los recursos naturales con los que financia su imperio terrorista? Absolutamente nada.

Pues el oficio de estos pacifistas de ocasión es la oposición descerebrada e histérica, y nada más. Es por eso que insisto tanto en que las democracias liberales de Occidente deben enfrentar esta enfermiza ideología con la misma convicción con la que rechazan a la ultraderecha racista y xenófoba, pues su futuro depende de derrotar convincentemente a ambas en esta guerra de ideas.

Occidente y sus aliados alrededor del mundo deben entender que este es un momento histórico, y que la defensa de sus valores más preciados, esos que han engendrado a las sociedades más libres y prósperas de la historia, y que son patrimonio de la humanidad entera, es una tarea impostergable. Del otro lado hay un enemigo ciegamente convencido de lo que quiere y de lo que cree, y que está dispuesto a morir y a matar inocentes en nombre de la abyecta y repugnante ideología que profesa.

No pido que los ciudadanos de Occidente se transformen en fanáticos, pero sí que defiendan con decisión sus valores y convicciones. Porque las mejores virtudes de su cultura, como el escepticismo y la tolerancia, deben servir para fortalecerla, no para debilitarla desde dentro. Pues como dijo el inmenso Thomas Mann: “La tolerancia es un crimen cuando lo que se tolera es la maldad”.

Rechacemos pues el pacifismo selectivo e hipócrita de la izquierda reaccionaria, nihilista y traidora. Esa que, en la parábola de Hitchens, corre siempre a la cuna para proteger al bicho ponzoñoso del bebé indefenso. No necesitamos de sus sermones huecos y cansinos ni de su cretinismo moral e intelectual. Pues en los últimos lustros se ha ido consolidando una sólida alianza entre pensadores y ciudadanos de todas las corrientes ideológicas, comprometidos con la democracia, y con la suficiente lucidez como para apreciar el descomunal valor de la civilización que los engendró y en la que se han desarrollado. Hombres y mujeres dispuestos a combatir en contra de sus enemigos internos y externos tanto en el campo de las ideas como en el de batalla.

Pero si el mundo civilizado aspira a derrotar a los bárbaros que se agolpan a sus puertas sedientos de sangre, es indispensable que nunca olvide la última parte del tan citado lema de la República francesa, esa que casi nunca se recita pero que sella el compromiso con las tres hermosas abstracciones que la preceden: “¡Libertad, igualdad, fraternidad… o la muerte!”