Por Oscar E. Gastélum:

El año pasado se celebró el centenario del nacimiento de Octavio Paz, poeta que ha sido una presencia constante en mi vida desde la más temprana adolescencia y cuya obra ha iluminando mis momentos más obscuros e intensificado los luminosos.

Las celebraciones oscilaron entre lo ridículo y lo indignante dejando poco espacio para lo sublime. Por un lado los solemnes, fastuosos e hipócritas homenajes ofrecidos por un gobierno encabezado por un analfabeta ridículo e ignorante, que sueña con poblar el país de imbéciles como él, recortando con saña el presupuesto cultural al tiempo que regala cínicamente millones de televisores. Y por el otro, los frívolos chismes de vecindad difundidos por sus venenosos pero insignificantes detractores (“Una vez Paz le sacó la lengua a Sutanito así bien feo”).

Entre lo rescatable que arrojó el centenario, se me viene a la mente el número especial que la revista Proceso le dedicó a Paz, reuniendo las entrevistas con Julio Scherer, la polémica con Carlos Monsiváis y algunos Inventarios de José Emilio Pacheco. Y “Octavio Paz en su Siglo”, el exhaustivo y sabroso  libro de Christopher Domínguez Michael. Pero poco más. Por eso preferí callar y esperar a que el mundanal ruido amainara un poco para homenajear modestamente, con un par de anécdotas personales y una breve reflexión política, al más querido de mis maestros.

En 1990, Octavio Paz recibió el Premio Nobel de Literatura. Yo era apenas un niño, pero recuerdo perfectamente la reacción, más bien negativa, que ese hecho suscitó entre los adultos que me rodeaban. Lo más triste es que no se trataba de personas ignorantes o analfabetas sino todo lo contrario, era gente educada, progresista y con innumerables viajes y libros a cuestas. Un incidente en particular quedó grabado en mi memoria y desencadenó una paulatina y temprana toma de conciencia. Un par de días después de que se anunció el Nobel (el primero para un mexicano en la historia), mis padres tuvieron una cena en casa y en algún momento de la noche bajé muy emocionado y en pijama a comentar con los adultos el programa especial sobre Paz que acababa de ver en la televisión y que había logrado hacerme sentir orgulloso de aquel poeta universal nacido en México, a pesar de que, obviamente, aún no había leído un solo verso escrito por él. La gélida y hosca reacción que mis palabras provocaron entre los presentes me marcó para siempre. Los más amables sonrieron con sorna y los menos respondieron con insultos y descalificaciones en contra del poeta que entonces no comprendí. Ese día probé por primera vez el amargo resentimiento que corre por las venas de este pobre país condenado al fracaso y la mediocridad. Paz, a la distancia e indirectamente, acababa de darme la primera de muchas e invaluables lecciones que iba a darme en la vida.

Años después, ya inmerso en la adolescencia y propenso a sufrir depresiones que me aislaban e incapacitaban frecuentemente, descubrí que los libros eran un refugio ideal para guarecerme de esas violentas tormentas emocionales. Una tarde, recuerdo perfectamente que acababa de terminar el Zaratustra de Nietzsche y que el sol se colaba entre las persianas iluminando las partículas de polvo que flotaban en el ambiente, extraje de un librero el único libro de Paz que había en la biblioteca familiar: “El Laberinto de la Soledad”. Desde las primeras páginas descubrí extasiado que me encontraba frente a una auténtica revelación, la prosa fluía con una gracia y una belleza deslumbrantes y las ideas se agolpaban en mi cabeza produciendo una auténtica orgía de sinapsis. Ni siquiera hace falta coincidir con las tesis centrales del libro para disfrutarlo como lo que es, un poema que analiza a fondo el alma de un personaje mítico llamado México, una sinfonía de ideas creada por un intelecto privilegiado. Un auténtico clásico.

A partir de ese día concentré buena parte de mi energía en buscar todos y cada uno de los libros escritos por Paz y a devorarlos con una devoción que crecía con la degustación de cada nuevo manjar. Algunos títulos fueron tan difíciles de encontrar (“Claude Lévi-Strauss o el Nuevo Festín de Esopo” o “Apariencia Desnuda: La Obra de Marcel Duchamp”) que cuando por fin daba con ellos, casi siempre en los lugares más inesperados, comprendía lo que debe haber sentido Perceval al tener el Santo Grial en sus manos. Nunca olvidaré, por ejemplo, el día en que un jipi con barba de talibán que languidecía, sumido en un viaje perpetuo de marihuana, afuera del Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo, me vendió un ejemplar de la codiciada Obra Poética de pasta lapislázuli en sesenta miserables pesos. Hasta la fecha, ese sigue siendo el mejor negocio que he hecho en mi vida.

A las maravillosas creaciones de Paz debo sumar las obras ajenas que descubrí gracias a su curiosidad y generosidad sin límites. De Pessoa a Michaux, pasando por Cernuda y Matsuo Basho, Paz guió mis lecturas durante varios años e influyó como nadie en mis gustos e intereses. Para mí, Sor Juana no era más que otra efigie del santoral nacional hasta que Paz la humanizó y me la volvió entrañable en la monumental biografía que le dedicó. Y juro que no exagero al afirmar que el día en que descubrí a Pessoa, leyendo “Tabaquería” de Álvaro de Campos en versión de Octavio Paz, ha sido uno de los más felices de mi vida.

Pero desgraciadamente Paz no ha sido profeta en su tierra. Desde hace tiempo una buena parte de la izquierda mexicana decidió excomulgarlo y quemar su efigie en la hoguera de los intelectuales reaccionarios y obsequiosos con el poder. Para todo aquel que haya leído a fondo y con arrobo su deslumbrante obra poética y ensayística, esto no es más que una necedad ofensiva y autodestructiva. Ni el muchacho intoxicado de marxismo y enamorado de la revolución que fue en su juventud, ni el renuente liberal en que se transformó en su vejez, estuvieron nunca cerca de la derecha. El propio Paz solía decir que la única discusión que le interesaba era con la izquierda, de la que se consideraba un miembro disidente, pues de la derecha no esperaba nada porque consideraba que carecía ideas, y solo tenía intereses.

En realidad, lo que la izquierda paleolítica nunca ha podido perdonarle a Paz, es haber denunciado con lucidez y valentía los crímenes de las satrapías comunistas desde principios de los años cincuenta y antes que nadie en nuestro idioma. En esa era ruin del siglo XX en que muchos intelectuales sacrificaron su libertad e inteligencia en el altar de las ideologías totalitarias, Paz ocupó su lugar en la mesa de los justos y los lúcidos junto a Gide, Camus, Orwell o Serge.

Que la izquierda mexicana siga creyendo que Paz fue un hombre de derechas es un síntoma tristísimo de su parálisis intelectual. Pero además es una desgracia, porque mientras no abandone la veneración ciega por Tata Castro y demás momias, fósiles y simios autoritarios a los que suele admirar, y emprenda un diálogo honesto, adulto y crítico con las ideas de Paz, el más sabio de los viejos de la tribu y por lo mismo el más valioso de sus interlocutores, la izquierda mexicana no estará en condiciones de ofrecer al conservador electorado mexicano una verdadera alternativa, viable y atractiva, que logre arrancarle el poder a la derecha voraz que usufructúa la infinita riqueza de este país miserable.

La muerte de Paz en 1998 me sorprendió lejos del país. Vía satélite logré atisbar, con lágrimas en los ojos, las conmovedoras imágenes del funeral en Bellas Artes y las largas filas de personas, la mayoría jóvenes, que desfilaron frente a su féretro para despedirlo. Ojalá que ese torrente de lectores pacianos no se agote nunca y siga creciendo, pues en buena medida, el futuro de este país, si es que lo tiene, depende de ellos.