Por Óscar E. Gastélum:

“If the legal system is bypassed because it is seen as ineffectual, what will take its place? Who will be the new power brokers? It won’t be the Bad Feminists like me. We are acceptable neither to Right nor to Left. In times of extremes, extremists win. Their ideology becomes a religion, anyone who doesn’t puppet their views is seen as an apostate, a heretic or a traitor, and moderates in the middle are annihilated. Fiction writers are particularly suspect because they write about human beings, and people are morally ambiguous. The aim of ideology is to eliminate ambiguity.”

—Margaret Atwood

«The affirmative-consent and preponderance-of-the-evidence regimes shift the burden of proof from the accuser to the accused, eliminating the presumption of innocence. If the presumption of innocence is rooted in the idea that it is better to let ten guilty people go free than risk jailing one innocent person, then the policing of sex seems to assume that it’s better to have ten times less sex than to risk having a nonconsensual sexual experience. The problem is not just that this reduces the amount of sex people are likely to be having; it also serves to blur the boundaries between rape, nonviolent sexual coercion, and bad, fumbling, drunken sex. The effect is both to criminalize bad sex and trivialize rape.»

—Masha Gessen

Hace un par de semanas escribí sobre el linchamiento público al que está siendo sometido Woody Allen, veinticinco años después de haber sido acusado de un crimen atroz y exonerado tras minuciosas investigaciones (usted puede leer ese texto aquí). La verdad es que me esperaba una reacción rabiosa por parte de las pandillas de beatos dogmáticos que últimamente recorren las redes sociales, antorcha y hashtag en mano, listos para quemar a los herejes en esa hoguera virtual de puritanismo histérico en que desgraciadamente se ha transformado el movimiento “MeToo”. Pero afortunadamente la inmensa mayoría de las reacciones generadas por el texto fueron muy positivas y casi todas emitidas por mujeres; e incluso, me cuentan, la columna fue leída y comentada en vivo en un programa de radio que se transmite a nivel nacional. Pero obviamente no todo fue miel sobre hojuelas y tampoco faltaron los reclamos ni los insultos.

Un par de personas me increparon repitiendo las mismas mentiras y medias verdades que el clan Farrow ha venido machacando tramposamente durante años, y otras se limitaron a descalificarme con insultos. No me interesa entrar en más dimes y diretes con gente ciegamente  convencida de la culpabilidad de un hombre al que la justicia exoneró hace más de un cuarto de siglo y que desde entonces ha adoptado a dos hijas, algo que en EEUU habría resultado poco menos que imposible si las autoridades hubieran considerado que su inocencia era remotamente cuestionable. Pero lo que me motivó a escribir estas líneas fue la sincera incomprensión que detecté en muchos de mis críticos, gente incapaz de entender que alguien que no es un monstruo misógino y ultraconservador se atreva a defender a un ser supuestamente despreciable como Woody Allen y a atacar a un movimiento engañosamente progresista como el neofeminismo. ¿Qué me motiva entonces a escribir estos textos? A continuación trataré de explicarlo detalladamente, pero quiero que quede muy claro que nunca se trató únicamente de “defender” a un individuo inocente sino sobre todo de desenmascarar, desde el humanismo liberal y con los valores de la Ilustración en la mano,  al neofeminismo autoritario y puritano que ha secuestrado al movimiento “MeToo” y que tanto daño le está haciendo a la causa de las mujeres.

Para empezar quisiera aclarar que estoy perfectamente consciente de que el acoso sexual es un crimen epidémico y un vicio repelente que hay que combatir y erradicar, y no sólo entre las ultraprivilegiadas divas hollywoodenses sino en todos los niveles sociales y ámbitos laborales. Es por eso que en un principio vi con cierta esperanza el surgimiento de “MeToo”, pues parecía tener el potencial necesario para transformarse en un vasto movimiento social capaz de concientizar a la población, forjar una coalición amplia y plural, y producir un verdadero cambio.  Pero desgraciadamente vivimos en una era propensa al extremismo y en la que varias ideas radicales, normalmente arrinconadas en los márgenes del debate político e intelectual, han cobrado un súbito y preocupante protagonismo. En el caso de EEUU, lugar de nacimiento de “MeToo”, por un lado están las huestes trumpistas, obsesionadas con retrasar el reloj histórico y cancelar todos los avances sociales que la humanidad ha conquistado en las últimas décadas. Y por el otro la ultraizquierda posmoderna, con su preocupante vena autoritaria, puritana y censora. Esta última, a través del neofeminismo, fue la que terminó secuestrando y desvirtuando a “MeToo”.

¿Cómo es que logró desvirtuar a una revuelta con fines tan loables? A través de su autoritarismo dogmático, que acabó convirtiendo al movimiento en una turba furibunda e irracional, un sacrosanto tribunal popular capaz de destruir la reputación y la vida de cualquiera dictando sentencias inapelables. A este tipo de fenómenos se les suele denominar “cacerías de brujas” y lo que los caracteriza es que una simple acusación basta para declarar culpable a quien sea, anulando de facto la presunción de inocencia y el debido proceso, fundamentos de la justicia en una comunidad democrática. Además, las cacerías de brujas suelen envenenar el tejido social y crear atmósferas irrespirables en las que la delación y la censura campean a sus anchas y el miedo a emitir una opinión equivocada inhibe el debate racional. Eso es exactamente lo que ha sucedido con “MeToo”, pues sus inquisidores virtuales persiguen con celo implacable no solamente a los acusados de transgredir, hasta con la más mínima de las faltas, su rígido y puritano código sexual, sino a cualquiera que se atreva a criticar sus cuestionables métodos y delirantes dogmas ideológicos. Otra prueba irrefutable de que estamos frente a una cacería de brujas son las alucinantes y humillantes retractaciones públicas que hemos atestiguado en las últimas semanas. Y es que varios personajes famosos, que se atrevieron a emitir opiniones perfectamente sensatas sobre el tema, han sido obligados a arrepentirse públicamente y, al más puro estilo estalinista, a confesar y disculparse por sus crímenes ideológicos.

¿Pero en qué consiste ese dogmatismo ideológico del que hablo? Haría falta un libro y no una modesta columna para analizarlo a fondo, pero trataré de encapsular brevemente sus características más nocivas y peligrosas. Empecemos por el hecho de que el postmodernismo reniega de casi todos los valores que engendraron al mundo moderno, empezando por la razón misma. Es por ello que esta gente hace un énfasis tan incomprensiblemente absurdo en las emociones y es capaz de descalificar argumentos sólidos por considerarlos “ofensivos”. Pero su irracionalismo va mucho más allá de eso. Recordemos que la modernidad se fundó sobre la idea de que la razón es lo que une a los seres humanos, y que la exploración racional de la realidad puede llevarnos a descubrir valores universales. Según esta luminosa idea, no importa qué tan diferente sea la experiencia de vida de cada uno de nosotros pues la razón siempre estará ahí para servir como puente entre culturas e individuos. Pero para los ideólogos del postmodernismo la razón es una trampa imperialista y patriarcal, y los individuos no son seres autónomos capaces de intercambiar puntos de vista y experiencias hasta con sus semejantes más distantes, sino miembros de colectividades totalmente cerradas, burbujas identitarias definidas por los agravios de que han sido víctimas, enfrentadas e incapaces de comunicarse entre sí, pues cada una posee su propia escala de valores. Mientras la modernidad universalista hacía énfasis en lo que nos une como especie, el postmodernismo relativista se regodea mórbidamente en lo que nos divide.

De ese visceral rechazo en contra de la razón, los valores universales y el individuo, emerge la profunda desconfianza que los fanáticos del postmodernismo sienten por el lenguaje, esa herramienta que todos los pensadores modernos han considerado indispensable en la búsqueda de la verdad, pero que para esta secta reaccionaria no es más que una arma de dominación. Eso explica por qué los activistas postmodernos son tan intelectualmente deshonestos y suelen recurrir  instantáneamente a la descalificación y al insulto para enfrentar a sus críticos. Si el lenguaje no es más que otra arma en una guerra de poder interminable entre identidades rivales, para qué molestarse en construir argumentos coherentes; lo más práctico es lanzar improperios y ahogar a los rivales ideológicos en memes infantiloides. También es por eso que esta gente vive obsesionada con los eufemismos “políticamente correctos” y con payasadas exasperantes como el “lenguaje incluyente”. Pero lo más preocupante y dañino para el debate público es que cada día hay más gente convencida de que es mucho más importante el género, la clase social o el color de piel de quien emite una opinión que el contenido o solidez de sus argumentos. Esa perniciosa idea, una auténtica afrenta en contra de los valores más sagrados de la Ilustración, es la que inspiró esa vomitiva cantaleta que “MeToo” ha puesto tan de moda: “es hora de que los hombres se callen y dejen hablar a las mujeres”. Pero caer en ese chantaje barato sería un imperdonable acto de cobardía, pues a lo largo de la historia ninguna causa digna se ha beneficiado de silenciar a sus críticos, y pedirle silencio a la mitad de la humanidad por el imperdonable pecado de ostentar genitales incorrectos es un gesto inquietantemente autoritario y absurdo. Además, estos censores postmodernos (entre quienes abundan los hombres) no representan a todo el género femenino sino a una minoría microscópica y vociferante, y son tan agresivamente intolerantes con las mujeres que se niegan a aceptar sus supersticiones ideológicas como con los hombres.

Uno de los errores que suelen cometerse con mayor frecuencia al analizar este movimiento ultrarreaccionario es creer que se trata de un fenómeno fresco que nació al mismo tiempo que los millennials, y que sus ideas son mucho más originales, innovadoras y vanguardistas que las del súbitamente obsoleto humanismo ilustrado. Ese mito es hábilmente reforzado y difundido por los propios fanáticos postmodernos, que suelen mofarse, por ejemplo, de lo que ellos llaman la “libertad de expresión decimonónica”, al tiempo que censuran obras de arte y voces “ofensivas”, como si su intolerancia fuera simplemente una actualización de la libertad de expresión y no su negación radical. La realidad es que este fenómeno no es más que vino ideológico viejo en odres nuevos. Quizá la mayoría de sus voceros posean rostros rozagantes y núbiles, pero sus ideas descienden de una larga y rancia tradición antihumanista y autoritaria, y la inmensa mayoría de sus ideólogos llevan décadas muertos. Y así como nunca debemos olvidar que el neofeminismo postmoderno no representa a todo el género femenino sino a una minoría vociferante y raquítica en la que abundan los hombres, también debemos recordar que no todos los millennials son soldados acríticos de esta delirante ortodoxia.

Mucha gente apoya de buena fe a estos fanáticos porque ignora los detalles de su peligrosa ideología y simpatiza con el objetivo original: combatir el acoso sexual y seguir avanzando en el camino de la liberación de las mujeres. Pero poner esta dignísima causa en manos de una turba de extremistas, envenenados intelectualmente por una ideología antimoderna e irracional, es un error y una irresponsabilidad que va a terminar resultando contraproducente. Los movimientos sociales auténticamente progresistas, esos que lograron transformar para bien la vida de millones de personas, lo consiguieron forjando vastas coaliciones de simpatizantes, plurales e incluyentes. Pero esta secta con ínfulas de tribunal moral, obsesionada con dividir a la humanidad en grupúsculos irreconciliables, legislar la vida íntima de millones y censurar todo lo que le resulte incómodo u ofensivo,  jamás logrará crear un consenso sostenible y productivo, y por eso está condenada a descender lentamente hasta la irrelevancia y el olvido. Pero antes de desaparecer causará muchísimo daño, desprestigiando a la causa feminista, vigorizando a sus enemigos y en el peor de los casos colaborando con la ultraderecha fascista en la destrucción del mundo moderno. Pues en esta tenebrosa era los extremismos se fortalecen mutuamente, y los principales beneficiarios de los excesos y las ridiculeces de estos beatos insufribles serán las hordas misóginas de Trump y compañía.

Sí, la posibilidad de que el energúmeno naranja logre reelegirse aprovechando los excesos de “MeToo” y que su reelección a su vez termine fortaleciendo al neofeminismo, dista mucho de ser remota. Y la única manera de detener este infernal círculo vicios que amenaza con destruir a nuestra civilización, es reivindicando y defendiendo los valores del humanismo liberal, y enfrentando a sus enemigos, sin importar en qué extremo del espectro ideológico se encuentren. Y esa es, querido lector, la motivación detrás de mis textos…