Por Bvlxp.

 

Lo que nunca voy a dejar que me arrebaten

La obsesión de la corrección política que agobia nuestros días, y que parte de una guerra cultural que se manifiesta en varios frentes pero que proviene principalmente del feminismo obtuso y radical, ha tenido el efecto de ir coartando la forma en que nos expresamos, levantando cejas por aquí y por allá a la menor provocación. La corrección política nos tiene cercados. Casi cualquier expresión coloquial estos días resulta estridente u ofensiva para alguien. Si bien es fundamental desterrar de nuestro léxico las palabras que fomenten el odio, la discriminación racial, social y cultural, la homofobia y la misoginia (la cierta y tremenda, no la de ciertas imaginaciones feministas prestas a tildar cualquier cosa de misógina), también resulta importante no abandonar el lenguaje como un espacio de juego, de creación, de interpretación y reinvención del mundo.

Desde la doctrina liberal sobre la libertad de expresión, es poquísimo lo que está prohibido, lo que cae fuera de la libertad de expresión protegida constitucionalmente. La libertad de expresión con las menores cortapisas morales y legales es una herramienta fundamental del entendimiento y del progreso social, de la cultura, del arte, de la creatividad. Si las palabras mueven al mundo y definen quiénes somos, es nuestro deber que ni la corrección moral o “política” la coarten y que la ley lo haga sólo de la forma más limitada y menos intrusiva posible.

Por ejemplo, la doctrina de free speech que ha desarrollado la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos bajo la Primera Enmienda establece que las únicas categorías de expresión que no merecen la protección constitucional son la obscenidad, el discurso que incita a la violencia, la difamación, la pornografía infantil, el perjurio, la extorsión, la incitación a cometer un delito y las amenazas. Estas categorías de unprotected speech tienen en común que ninguna tiene un fin social deseable, es decir, todas constituyen una expresión yerma o de plano antisocial. En consecuencia, la Suprema Corte de Justicia ha establecido una lectura amplísima de la libertad de expresión, enmarcando a la misma como uno de los principales motores sociales.

La expresión “naco” es un ejemplo perfecto de una de las palabras que los adictos a la corrección política han buscado desterrar mediante la demonización de quienes la utilizan. Sin embargo, como todo el lenguaje, la palabra naco se encuentra viva y ha ido madurando y cambiando con el tiempo. Carlos Monsiváis escribió en Días de Guardar que naco “dentro de ese lenguaje de discriminación a la mexicana, equivale al proletario, lumpenproletariado, pobre, sudoroso, el pelo grasiento y el copete alto, el perfil de cabeza de Palenque, vestido a la moda de hace seis meses, vestido fuera de moda. Naco es los anteojos oscuros a media noche, el acento golpeado, la herencia del peladito y el lépero, el diente de oro. Naco es el insulto que una clase dirige a otra”.

Monsiváis escribió Días de Guardar en 1989 todavía pensando en la palabra como lo hizo desde la década de los setenta: como una palabra de desprecio por los rasgos físicos del mexicano, discriminatoria del moreno, del pobre, del que no encaja. Sin embargo, ahora la palabra “naco” se usa más bien poco en el contexto de la pobreza, o como una expresión de velado racismo o clasismo. El naco de hoy no es tanto ya el pobre o el indígena, como sostenía Monsiváis, sino el irrespetuoso, el que no tiene consideración por el otro, sin importar si es rico o pobre: es tan naco el conductor del pesero que se detiene a media calle violando los reglamentos viales como lo es el que habla por el altavoz de su teléfono en pleno restaurante; el que se salta la fila, el que escupe en la calle, el que vocifera y se hace notar, el que maltrata al mesero, el que se estaciona en el lugar del otro.

Si bien decir “naco” hoy aún mantiene un tinte que quiere señalar al diferente, al que no comparte el estándar social del mínimo buen gusto (de nuevo, un standard que no tiene que ver con la pobreza o la riqueza sino más bien con un afán normalizador que no resulta extravagante a primera vista), hoy naco se ha vuelto una expresión segregante pero no ya del que es menos privilegiado sino del que atenta contra las normas mínimas que todos hemos creado para poder vivir más o menos en paz. Cuando hoy se acusa a alguien de naco se hace más en nombre de una colectividad ofendida por el abusón que a nombre propio; hoy naco se trata más de señalar a alguien por dónde ha decidido colocarse en relación con el otro y no tanto por quién es. Cuando acuso a alguien de naco, no lo hago ya a nombre propio, lo hago por y para todos.