Por Oscar E. Gastélum:
“So, this is terrorism’s perfect expression: the random massacre of kids coming out of a pop concert they’d no doubt been looking forward to and talking animatedly about for weeks, kids united only moments before in music and fun.”
– Howard Jacobson
Hace apenas una semana expresé en este espacio mi consternación ante el cobarde asesinato de Javier Valdez y Miriam Rodríguez, dos mexicanos y seres humanos excepcionales en su decencia y valentía. Y también confesé el asco y la perplejidad que me provoca saber que existen alimañas desalmadas, sin honor ni vergüenza, capaces de ejecutar fríamente a hombres y mujeres cabales e indefensos. Pero, como también advertí en ese mismo texto, nuestro martirizado país no tiene el monopolio del horror inexpresable ni el de la vileza incomprensible, y esto volvió a quedar muy claro tras el atentado terrorista de este lunes en la hermosa ciudad británica de Manchester.
Y es que sólo un monstruo sádico y despreciable, o un subnormal intoxicado con una ideología monstruosa como el islamismo, sería capaz de atacar un evento festivo, un concierto de pop repleto de niñas y adolescentes inocentes, y además hacerlo con un artefacto explosivo cargado con clavos y tornillos para provocar la mayor cantidad posible de muertes infantiles y asegurarse de que las heridas de los sobrevivientes sean tan terribles como para cambiar sus vidas para siempre. Sí, aunque parezca increíble, la noche del lunes uno de nuestros congéneres, tras largas jornadas de cuidadosa planeación, decidió asesinar a la mayor cantidad de niñas posible, y lo hizo en nombre de su dios y ciegamente convencido de que su salvaje crimen en realidad era una proeza, un virtuoso acto de fe que le garantizaría un lugar en el paraíso.
Es comprensible (y un signo inconfundible de salud mental) que nos sintamos horrorizados ante las atrocidades cometidas por esta gentuza miserable, sanguinaria y mojigata. Pero lo que no podemos hacer es volver a emitir fatuidades hipócritas y cobardes (“¡el islam es una religión de paz!”) o declararnos sorprendidos. Pues no es la primera vez que los enemigos de la modernidad exponen sin pudor su rostro contrahecho y su alma infecta, cometiendo bajezas injustificables. Es tan inútil como profundamente deshonesto y ofensivo tratar de ocultar el hecho indisputable de que detrás de esta nueva atrocidad está la misma ideología maligna que motivó a quienes atacaron escuelas para niñas con bombas incendiarias en Afganistán, o a quienes usaron a mujeres con síndrome de down como terroristas suicidas en Irak, o a quienes raptaron a miles de mujeres y niñas yazidíes para convertirlas en esclavas sexuales, o a los gusanos que trataron de asesinar a Malala de un tiro en la cabeza. Frente a semejantes antecedentes, es muy obvio que no es casual que hayan vuelto a elegir, como blanco de su odiosa sevicia y su desprecio por la vida, a un público mayoritariamente femenino e infantil, que además asistía al concierto de una sensual estrella pop.
Y es que pocas cosas molestan más a estos beatos vesánicos que la libertad de la que gozan las mujeres en Occidente, especialmente la sexual. Pues nada viola de manera más tajante y ofensiva sus preceptos medievales y salvajes. Los voceros de los asesinos, y sus aliados en la izquierda reaccionaria y masoquista occidental, repetirán los mismos lugares comunes, enfermizos y soeces, de siempre: “Sí, en Manchester murieron niñas y adolescentes, pero los malvados ejércitos occidentales también matan niños en países musulmanes, así que ojo por ojo…” Pero solamente un cretino moral (y desgraciadamente abundan) podría tragarse una falsa equivalencia tan ofensiva, chantajista y tramposa. Pues estos santurrones deleznables y sádicos no matan niños por error, ni en accidentes trágicos provocados por el caos y la “niebla” de la guerra. No, lo hacen con toda la premeditación, alevosía y ventaja, pues los niños, las niñas y los civiles inocentes son sus objetivos, y hay que ser muy idiota, ignorante o pérfido para no entender la importancia de la intención en la comisión de un crimen.
Pero basta de hablar de los detestables asesinos y de sus mendaces y despreciables apologistas. Es mucho más justo y edificante hacerlo de la gente de Manchester, que respondió con solidaridad, entereza y coraje ante la barbarie. Y es que, como ha sucedido tantas otras veces a lo largo de la historia de la humanidad, esta abyecta muestra de maldad también sirvió para despertar las mejores virtudes de nuestra especie y para volver a comprobar que por cada alimaña ponzoñosa hay miles de personas imperfectas pero esencialmente decentes. Los ejemplos en este caso sobran, y van desde las personas que ofrecieron sus hogares como refugio para las víctimas, hasta los taxistas que, ante el cierre del metro y otros medios de transporte público, pasaron la noche ofreciendo viajes gratis a padres desesperados en busca de sus hijos y a jovencitas en shock. Y no hay que olvidar a los heroicos cuerpos policiacos y de rescate, ni al indigente que al sentir la potente explosión, que incluso lo lanzó al suelo, en lugar de huir corrió a ayudar a niñas heridas y agonizantes removiendo clavos de sus rostros y sus piernas.
Manchester es un lugar maravilloso y privilegiado, uno de los epicentros de la revolución industrial y la ilustración. Una ciudad bellísima que recientemente enriqueció su paisaje urbano, caracterizado por las ubicuas y siempre humeantes chimeneas de sus melancólicas fábricas, con edificios modernos y arquitectura vanguardista, transformándose en una urbe cosmopolita y profundamente refinada. Además, es la cuna de The Smiths (mi banda de rock favorita) y de Joy Division, The Buzzcocks, The Stone Roses, Oasis, James, The Verve, Doves, Elbow y muchas otras bandas legendarias y entrañables. También es una de las capitales del futbol mundial, por cuyos céspedes sagrados han trotado auténticas leyendas, desde Sir Bobby Charlton o George Best, hasta Eric Cantona, David Beckham y Cristiano Ronaldo (perdón, Manchester City, pero tu grandeza es muy reciente). Y, como si todo eso no bastara, Manchester ha dado a luz a figuras literarias del calibre de Thomas de Quincey, Anthony Burgess y mi venerado Howard Jacobson. Y sus prestigiosas universidades han albergado a eminencias científicas de la talla de J.J. Thomson, Ernest Rutherford, Niels Bohr o Alan Turing.
Por eso no me extraña que la gente de la bellísima y ultracivilizada Manchester haya estado a la altura de la durísima prueba a la que fue sometida, ni que haya respondido ante el terror con admirable generosidad, compasión y aplomo. Frente a esta dignísima actitud no pude evitar evocar el sereno estoicismo que tanto el gobierno como los ciudadanos franceses han exhibido tras los más recientes, crudelísimos y francamente escalofriantes, atentados en su contra (recordemos que Francia es el país occidental que más ha sufrido los despiadados embates del islamofascismo en los últimos años). Y es que Occidente debe seguir el ejemplo británico-francés si realmente quiere defender sus instituciones y valores en contra de los constantes asaltos de estos fanáticos rabiosos. Sí, hay que combatirlos usando todos los recursos militares y policiacos disponibles, pero también, y sobre todo, evitando caer en la histeria y en la retórica venenosa y oportunista de la ultraderecha fascista y xenófoba, que siempre usará estas tragedias para sembrar división, fomentar el odio y el miedo, y para avanzar su agenda antiliberal y autoritaria.
Mientras redactaba estas líneas, los ciudadanos mancunianos celebraban valientemente una concurrida y emotiva vigilia en honor a las víctimas en la simbólica Albert Square, y en medio de un ambiente solemne pero desafiante y festivo. El clímax del evento llegó cuando el poeta Tony Walsh, mejor conocido como “Longfellow”, tomó el micrófono y leyó un conmovedor poema en honor a la ciudad, su gente, sus héroes populares y su riquísima historia. Al final, mientras los asistentes estallaban en una catártica ovación, pensé aliviado y orgulloso, que el islamofascismo jamás podrá derrotar a una cultura que reacciona ante el terror con poesía…