Por Oscar E. Gastélum:

“Si a la izquierda le toca perder terreno, que lo pierda y aprenda, porque tendrá que volver a empezar.”

José Mujica

La semana pasada hablé brevemente de la profunda crisis de identidad en la que está sumido Occidente. Lo que no dije, es que buena parte de la responsabilidad de dicha crisis puede achacársele al extravío ideológico y moral de la izquierda. Y es que la misión de la derecha es muy fácil: concentrarse en mantener sus privilegios, conservar el status quo (o tratar de restaurar el siglo XIX o el medioevo) y frenar cualquier tipo de avance social a como dé lugar. Pero la izquierda tiene la responsabilidad de pensar alternativas e imaginar vías para mejorar la existencia de la mayor cantidad de gente posible, al tiempo que combate la propaganda de la derecha en una guerra de ideas que debería ganar de calle.

Desgraciadamente, a casi treinta años de la caída del muro de Berlín, una buena parte de la izquierda occidental sigue sin asumir un compromiso plenamente democrático y vive dispuesta a abrazar cualquier movimiento, por más autoritario o ridículo que sea, siempre y cuando la aleje de la, secretamente aborrecida, democracia liberal, con su aburrido reformismo gradualista. Y es que la izquierda con tendencias autoritarias aún cree en el mito pueril, contraproducente y sanguinario de la revolución, pues es inmadura e impaciente y quiere un cambio radical de la noche a la mañana, en lugar de comprometerse en la paciente y laboriosa construcción de sociedades más justas y libres.

El ejemplo más claro y penoso de lo que digo es la izquierda latinoamericana. Y dentro de Latinoamérica, Venezuela es un ejemplo extremo y bochornoso de ese débil compromiso democrático. Y es que siempre fue muy obvio que el chavismo era un proyecto destinado al desastre. Una “revolución” “socialista” encabezada por un payaso grotesco que saltó a la fama tratando de dar un golpe de Estado. La enésima encarnación del típico tiranuelo  latinoamericano de “izquierda”, un demagogo paternalista que al tratar de construir el paraíso en la Tierra hunde a su patria en la miseria y el caos.

Todos los síntomas estaban ahí desde el principio para quien quisiera verlos. Un antiamericanismo bravucón e infantiloide diseñado para culpar al maligno imperio de todos los problemas del país y de los previsibles y estrepitosos fracasos del régimen. Una economía centralizada y totalmente dependiente del petróleo, enemiga de la industria y de los malvados empresarios. Una retórica inflamada y  divisiva diseñada para satanizar a la “burguesía”, esa entelequia marxista en la que puede caber cualquier enemigo del sistema. Una disminución efímera y engañosa de la pobreza, lograda a través de programas sociales insostenibles y financiados por un boom petrolero indispensable.

A todo esto hay que añadirle la creación de una burocracia elefantiásica y vorazmente corrupta, y de clientelas electorales incondicionales compuestas por millones de miserables seducidos por las puntuales y generosas limosnas del régimen. La persecución y el encarcelamiento de los opositores y los disidentes. La censura en contra de medios y periodistas críticos. Y, obviamente, el culto a la personalidad de un líder caricaturesco y primitivo, un militar simiesco, iluminado, autoritario y paternalista que se autoproclamó, generosa y humildemente, la reencarnación de Bolívar y el salvador de la Patria.

Solo a una persona completamente desconectada de la realidad, e ignorante de esa tragicomedia perpetua que es la historia de este continente expoliado (más por propios que por extraños), podría extrañarle el actual desastre venezolano. Y es que la democracia más antigua de América Latina, y una de las naciones más ricas de la región, está hundida en una crisis política, social y económica de proporciones apocalípticas. Al más puro estilo del Zimbabue de Mugabe, los venezolanos tienen que cargar con maletas de billetes para poder pagar una cena o hacer la despensa, pues la inflación este año alcanzará el 720%. La situación es tan grave, que el gobierno ya no tiene dinero ni para imprimir más billetes.

Pero ese no es el único obstáculo para los ciudadanos que quieren salir a cubrir las necesidades más elementales de su familia, pues la escasez de productos básicos ya pasó de lo ridículo a lo insostenible y peligroso. Por si todo esto fuera poco, el país es rehén de la delincuencia, y no me refiero solamente a la pandilla de rateros y bufones que lo “gobiernan”, sino a los ladrones y asesinos que campean a sus anchas en las calles de Caracas y el resto del territorio venezolano. Ni el más acervo crítico del chavismo hubiera podido imaginar que, en los estertores del régimen, Venezuela iba a tener la segunda tasa de homicidios más alta del planeta, casi tres veces más alta que la de México, país que lleva una década ahogándose en el río de sangre producido por la “guerra contra las drogas”.

Pero si todo fue tan dolorosamente obvio desde el primer instante y las consecuencias de este teatro del absurdo político eran tan predecibles, ¿cómo demonios es posible que tantos  intelectuales y simpatizantes de izquierda alrededor del mundo, gente con títulos universitarios y posgrados en ciencias políticas, hayan decidido fungir como propagandistas de Chávez y sus huestes, sacrificando sus reputaciones en el altar de la “revolución” “bolivariana” y del “comandante”? ¿Cómo pudieron autoengañarse hasta tragarse el cuento de que esta vez sería diferente y un demagogo impresentable resultaría un estadista ejemplar?

La respuesta es tan sencilla como deprimente. Para empezar, ni los estudios universitarios ni el cargo honorífico de “intelectual público” garantizan lucidez o inteligencia, pues como dijo el gran George Orwell (ese genio político y moral que se graduó de Eton pero nunca fue a la universidad): “Hay que ser un intelectual para creer en semejantes tonterías: ningún hombre ordinario podría ser tan estúpido”. Ese es el caso, por ejemplo, de Noam Chomsky, uno de los lingüistas más geniales e influyentes de la historia, pero que al mismo tiempo es también  el presidente y socio fundador del club de fans: “Intelectuales primermundistas enamorados del comandante Chávez”. Un hombre brillante y con toneladas de datos e información en la cabeza pero perfectamente incapaz de producir una interpretación valiosa o lúcida a partir de ellos. Un fanático dogmático y obtuso a quien el propio Chávez leía con fervor.

Pero la razón más importante detrás de este imperdonable extravío colectivo es que un sector de la izquierda occidental, alguna vez minoritario y marginal pero cada día más influyente y profundamente influido por Chomsky y otros “pensadores” antidemocráticos y apologistas del autoritarismo pintoresco, dejó de pensar e imaginar nuevos caminos hace mucho tiempo, y se transformó en una fuerza dogmática, resentida y reaccionaria, pues se limita a reaccionar automáticamente en contra de lo que diga o haga EEUU o cualquiera de sus aliados. Por eso no debería extrañarnos que la inmensa mayoría de los fieles de este culto ideológico hayan decidido convertirse, para su vergüenza eterna, en cómplices de la destrucción de Venezuela y en propagandistas de un régimen fascistoide y corrupto. Y como el último capítulo de esta tragedia aún no se escribe, todavía no sabemos qué tan manchadas de sangre les quedarán las manos.

Pero la crisis de la izquierda no se limita a Venezuela ni a países subdesarrollados. En Argentina la derecha ha vuelto al poder tras años de peronismo, durante los cuales doña Christina Fernández de Kirchner se enriqueció obscenamente. En Brasil se está escenificando un encontronazo entre bandas de maleantes de izquierda y de derecha que se acusan con razón de corrupción unos a otros, y  pasarán muchos años antes de que la reputación del PT se regenere. En México, el caudillo de la izquierda es un anciano prematuro profundamente religioso y socialmente conservador, aquejado de algo muy parecido a la demencia senil y estancado ideológicamente en los años cincuenta del siglo pasado. Mientras que en el primer mundo: “Podemos” busca importar el exitoso modelo chavista a España. Una momia antisemita se apoderó del laborismo británico asegurándole cinco años más de gobierno a los Tories. Y la peligrosa combinación de  necedad y puritanismo de Bernie Sanders y sus acólitos podría llevar a Donald Trump a la Casa Blanca.

Esos son sólo unos cuantos botones de muestra que confirman que la crisis de la izquierda y la de Occidente están íntimamente relacionadas. Por el bien de nuestra civilización, y de la humanidad entera, la izquierda debe volver a imaginar y diseñar alternativas frescas e innovadoras en lugar de reciclar dogmas y clichés ideológicos obsoletos. Pero sobre todo, debe aprender que la única cura para los vicios que lastran y atrofian al sistema democrático es más y mejor democracia.