Los Modernizadores

No es posible ostentarse a uno mismo como modernizador e incurrir simultáneamente en prácticas que desde hace más de un siglo han sido calificadas de arcaicas e inmorales.

Octavio Paz

 

No quiero arruinarle la experiencia con “spoilers” a nadie, pero en los últimos años la realidad de nuestro país se ha transformado en una película de terror que ya vimos todos. El conocidísimo guión narra la historia de un “joven” político del PRI que asciende al poder con la misión, autoasignada, de “modernizar” a México.

La primera versión, un clásico instantáneo del género del desastre, se estrenó en 1988 con la llegada a la presidencia, en medio del escándalo provocado por un fraude electoral incuestionable, de Carlos Salinas de Gortari a los 39 años de edad. El remake arrancó en 2012 con el triunfo electoral, tarjetas Soriana mediante, de don Enrique Peña Nieto a sus tiernas 46 primaveras.

Una breve recapitulación basta para comprobar que, aunque existan algunas diferencias entre ambas versiones, en lo fundamental la historia es la misma.

En 1988 Salinas enfrentó la crisis de legitimidad provocada por el fraude electoral que lo llevó al poder acometiendo una ola de reformas “modernizadoras” que, prometió sin asomo de ironía, catapultarían al país al mismísimo primer mundo.

En el discurso salinista todo, o casi todo, sonaba muy bien, la liberalización económica era una tarea impostergable en un país que se empantanó en el populismo estatista desde los años setenta y el adelgazamiento de un Estado que administraba, es un decir, hasta tintorerías, era también una misión urgente. Además, Salinas resultó un charlatán excepcional, era incuestionablemente brillante y elocuente y supo embaucar a buena parte de la élite intelectual, económica y política del país (¡y del mundo!) con sus promesas vacías y engañosas políticas públicas.

El resultado lo conocemos todos: La estafa electoral fue solo la punta del iceberg de ese gigantesco fraude disfrazado de sexenio. Las cacareadas reformas económicas resultaron una farsa diseñada para perpetuar la corrupción, el patrimonialismo, el nepotismo descarado y otros rancios vicios nacionales. Vale la pena detenerse un momento en los resultados arrojados por la ola privatizadora que arrasó al país durante los años de gloria del salinismo, y que atiborró las páginas de Forbes con nuevos “billonarios” orgullosamente mexicanos, para comprender la magnitud del desastre que dejó a su paso. Van tres botones de muestra:

 

  • Telmex dejó de ser un colosal, opresivo, incompetente y odioso monopolio público para transformarse en exactamente lo mismo pero privado. La obscena y descomunal fortuna que emergió de ese timo sigue siendo un escupitajo en el rostro de un país sembrado de miseria. Ya lo dije en otro lado pero vale la pena repetirlo: Si un gobierno corrupto pusiera en mis manos el monopolio de un servicio esencial con millones de consumidores cautivos a mi disposición y me permitiera cobrar una fortuna a cambio de ofrecer un servicio de cuarta, yo también podría ser el hombre más rico del mundo.

 

  • La banca, nacionalizada en un arranque de frivolidad histérica por López Portillo a principios de los ochenta, al ser caprichosamente “reprivatizada” por Salinas terminó en manos de una pandilla de maleantes y canallas arribistas que la saquearon sin pudor hasta quebrarla pocos años después. Casi todos los bancos terminaron en manos de conglomerados extranjeros y los fugaces banqueros del salinato se retiraron impunes a sus islas privadas a contar sus billones y a leer sus entradas en Forbes. Mientras tanto, el pueblo de México pagará por generaciones el costo estratosférico del “rescate” bancario.

 

  • Y por último, con la tenebrosa privatización de Imevisión, la televisora del Estado, Salinas logró lo que parecía imposible, heredarle a las generaciones futuras una cadena capaz de superar a Televisa en la pobreza de sus contenidos y el servilismo tendencioso de sus noticiarios. Para no hablar del pequeño préstamo de varios milloncitos de dólares que el intachable hermano del presidente le otorgó a los honorables compradores.

 

Para cerrar este ameno recorrido por la primera mitad de los noventa, baste recordar que México arrancó el último año del sexenio salinista con un levantamiento armado, lo continuó con un magnicidio y lo cerró con una crisis económica de dimensiones apocalípticas. Tres hechos indignos de una flamante nación de “primer mundo”.

Los paralelismos con el actual gobierno son asombrosos y potencialmente desastrosos. Obviamente hay detalles que la Historia, cruel y sádica, cambió para teñir ligeramente de comedia nuestra tragedia. Así, mientras el poderoso y siniestro intelecto de Salinas habitaba bajo una reluciente y prematura calva, el microscópico cerebro de Peña Nieto languidece bajo un tupido y lustroso copete.

Pero hay diferencias que son mucho más preocupantes. La farsa modernizadora de Salinas, por ejemplo, estalló hasta el último año de su sexenio, mientras que la de Peña Nieto empezó a desmoronarse desde el segundo. La imagen del joven y pujante reformador que se vendió con tanto ahínco, sobre todo en el extranjero, quedó hecha añicos gracias a los escándalos de corrupción que envolvieron al Presidente y a su círculo íntimo, y al desconcertarte  festival de imbecilidades con que el gobierno trató de enfrentarlos. A estas alturas, seamos honestos, a nadie le sorprendería que Peña Nieto le encomendara a uno de sus tíos la lucha contra el nepotismo.

El fracaso rotundo del salinismo debió dejarle una enseñanza muy obvia al amnésico electorado mexicano: Los ladrones son pésimos modernizadores. Pues no hay nada más antimoderno y primitivo que la corrupción, el patrimonialismo y el capitalismo de cuates. Y tanto Peña Nieto como sus colaboradores emergieron de una cultura política cavernaria, cuyo ideario podría resumirse en un famoso adagio enunciado por uno de sus más egregios ideólogos: “Un político pobre es un pobre político”.

Todos sabemos en qué va a acabar esta patraña. Las famosas “reformas” terminarán beneficiando a la pequeña pandilla que expolia al país desde hace décadas. La vida de millones de mexicanos no mejorará ni un ápice y, para muchos, muy probablemente empeorará. Lo que aún está por verse es qué clase de desastres acompañaran el lento pero ineludible descenso del peñanietismo rumbo al basurero de la Historia. Tenemos un largo calvario de cuatro años por delante para averiguarlo.