Liberté, Égalité, Fraternité… Responsabilité

Por Oscar E. Gastélum:

“We are contrarians, when neoliberal economics was triumphing everywhere, we refused to adopt it. And now when demagogues are winning, in France pragmatism is going to win.”

* Emmanuel Macron

Francia siempre ha sido un país contradictorio, y quizá ese estado de convulsión permanente haya sido el fermento ideal para el desarrollo de su deslumbrante y vastísima cultura y de su gloriosa y tumultuosa historia. Pero en las últimas décadas sus profundas contradicciones internas han comenzado a carcomer los cimientos de la quinta República generando un caótico estancamiento que finalmente ha desembocado en el sombrío y ominoso panorama electoral al que el ciudadano francés deberá enfrentarse el próximo domingo, en unos comicios que seguramente decidirán el futuro no sólo de la propia Francia sino de la Unión Europea.

Y es que la Francia de hoy sigue siendo una de las cunas de la modernidad y el siglo de las luces, pero al mismo tiempo es una nación agotada y con una economía estancada en el pasado. Un país con uno de los estados de bienestar mas generosos y funcionales del mundo pero con una tasa de desempleo juvenil por arriba del 20%. La tierra de la libertad, la igualdad y la fraternidad, y la nación con la minoría islámica más grande, más hostil a los valores de su país adoptivo y peor integrada de Europa. Un territorio de contrastes en el que la cosmopolita París y la deslumbrante Costa Azul conviven con los lúgubres banlieues, sedes del resentimiento sanguinario de los terroristas islámicos, y con la olvidada Francia rural y profunda en la que el etnonacionalismo blanco y fascistoide amenaza con volver por sus fueros.

Es obvio que el malestar francés es parte de la profunda crisis por la que atraviesa la civilización occidental desde hace unos años, y que amenaza con destruir el imperfecto pero incomparablemente exitoso consenso liberal y democrático que emergió de la guerra fría. Y como en el caso de Brexit y Trump, el electorado francés tiene dos opciones muy claras para tratar de superar este vendaval de incertidumbre económica y regresión cultural. El primero apela a la nostalgia reaccionaria y al resentimiento pueril de los sectores menos educados del electorado, y promete un salto al pasado tan inviable como indeseable. El segundo llama a la mesura y a la lucidez que deberían caracterizar a todo auténtico ciudadano, reconoce la complejidad de los problemas, y ofrece, entre otras cosas, una reforma a fondo de la economía francesa, admitiendo que la medicina será amarga.

Los heraldos de la reacción nostálgica y delirante son Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon. Candidatos, respectivamente, de la ultraderecha y la ultraizquierda. Este par de demagogos impresentables han vuelto a demostrar que los enemigos mortales de la democracia están en ambos extremos del espectro político pues la serpiente ideológica siempre se muerde la cola. Ambos, la neofascista y el neoestalinista, detestan la globalización y son rabiosamente nacionalistas y antieuropeos, pues mientras la primera ve a la Unión Europea como un ente malévolo que impone multiculturalismo, tolerancia, inmigración y corrección política sobre naciones antes soberanas, para el segundo es un símbolo del siniestro capitalismo neoliberal. Y por si esos paralelismos no bastaran, habría que recordar que los dos son admiradores confesos del sátrapa ruso Vladimir Putin, líder moral de la reacción internacional. Le Pen ha liderado las encuestas desde el inicio de la campaña y Mélenchon ha crecido peligrosamente en las últimas semanas. Un enfrentamiento entre ambos en la segunda vuelta sería el peor escenario posible para el mundo civilizado.

La última esperanza del occidente liberal la encarna Emmanuel Macron, un personaje apasionante e insólito en esta era de soeces demagogos populistas. Y es que Macron es un carismático político centrista, liberal y proeuropeo que ha logrado echar a andar un movimiento popular independiente que podría catapultarlo al Élysée sin contar con el apoyo de ninguno de los dos grandes partidos tradicionales. Pero eso no es todo, Macron es además un lector voraz y un poeta frustrado que, a sus tiernos 39 años de edad, está casado con una mujer un cuarto de siglo mayor que él y a la que conoció cuando era apenas un adolescente y ella era nada más y nada menos que su maestra en una exclusiva preparatoria privada. Macron es filósofo de formación pero también se graduó como servidor público de la prestigiosa École nationale d’administration, alma máter de la élite política francesa. Y aunque nunca ha ejercido un cargo de elección popular, se desempeñó como el más poderoso de los asesores de Fraçois Hollande y luego como su ministro de economía, puesto desde el que impulsó reformas valientes y urgentes para liberalizar la economía francesa, aunque por desgracia, gracias a la tibieza del gobierno socialista, dichas medidas se quedaron cortas.

Sí, no hay nada más alejado del fanatismo vulgar, ignorante y fascistoide que representan Trump, Le Pen o Nigel Farage, que el compromiso democrático del sofisticado, culto y pragmático Macron. Quizá por eso las dos letrinas propagandísticas al servicio de Vladimir Putin, Sputnik y RT (que han intervenido en la elección francesa con el mismo cinismo mendaz con el que lo hicieron en la norteamericana y en el referéndum que desembocó en Brexit), lo han elegido como blanco único de sus virulentos y calumniosos ataques. Sputnik en particular ha hecho gala de la homofobia cerril del régimen ruso diseminando el rumor de que Macron es bisexual y de que mantiene un romance secreto con Mathieu Gallet, presidente de Radio France. Y ambas cloacas rusas, auxiliadas por WikiLeaks (el desprestigiado membrete que le sirve como máscara al servil peón de Putin, Julian Assange), han explotado el hecho de que Macron hizo una fortuna considerable trabajando en un banco de los Rothschild para emitir insinuaciones venenosas y cargadas de conspiracionismo antisemita.

Para quienes amamos a Francia y la conocemos a fondo, está muy claro que su principal problema es una economía anquilosada por leyes laborales delirantes pero férreamente defendidas por sindicatos poderosísimos. Despedir a un trabajador es tan absurdamente difícil que las empresas prefieren contratar la menor cantidad de empleados posible, lo que genera servicios de calidad ínfima, conformismo, desidia y esas altísimas tasas de desempleo juvenil que a su vez se traducen en parálisis y desánimo, y crean las condiciones ideales para que el extremismo islámico se extienda como un cáncer en las barriadas de inmigrantes musulmanes. La situación actual de Francia me recuerda a la de Gran Bretaña en los años setenta y no hay que olvidar que lo único que logró sacar a los británicos de su atrofia fue la audaz, aunque francamente cruel, terapia de shock reformista a la que los sometió Margaret Thatcher, reformas que una década después fueron enriquecidas por el gobierno laborista de Tony Blair que las dotó de un rostro humano y de sentido social. Creo sinceramente que Macron puede ser la combinación ideal entre Thatcher y Blair y que su reformismo centrista podría rejuvenecer a Francia y sacarla de su pasmo logrando el equilibrio entre derechos laborales, un estado de bienestar humano y eficaz, y una economía dinámica.

A la distancia y desde un país como México, en el que la baraja electoral se reduce a un cártel cleptocrático y sin ideología como el PRI, un partido de derecha ultramontana como el PAN y en el que la izquierda está representada por un viejito populista, socialmente conservador y con ideas económicas cavernarias, la emergencia de un político como Macron provoca envidia y esperanza. Su triunfo seguramente revitalizaría a la alicaída democracia liberal pero su derrota podría darle la estocada. Los franceses tienen en sus manos el futuro de la República, el de la Unión Europea y el de la civilización occidental. Que el espíritu colectivo de sus grandes sombras los ilumine…