Por Alejandro Rosas, @Arr1910.
La televisión llegó a México en el momento en que el sistema político mexicano alcanzaba su consolidación; se desarrolló bajo su dinámica del poder y sutilmente, casi de manera imperceptible, se convirtió en cómplice fiel del autoritarismo a través de un mecanismo con dos caras: entretenimiento para la sociedad y apoyo para el sistema a través de la autocensura.
La primera transmisión televisiva, realizada el 27 de julio de 1950 desde el edificio de la Lotería Nacional –a través de XHTV Canal 4- significó el despegue de la principal atracción de mediados del siglo XX. Con sus programas de entretenimiento –concursos, musicales y deportivos- y en un cómodo horario inicial –16 a 21 horas- la televisión se ganó en poco tiempo la aceptación de la sociedad.
El entretenimiento cumplió con creces. Programas patrocinados por importantes compañías como Colgate poco a poco llenaron las horas de programación. “Zarzuelas y Operetas”; “Los quehaceres de Emmita”; “Senda Prohibida” –primera telenovela-, la lucha libre y el box se ganaron un espacio en las conversaciones cotidianas de la gente, mientras la política iba quedando exclusivamente en manos del sistema.
No podían, desde luego, faltar los grupos que invariablemente buscan “moros con tranchetes” y cuya moral –en todos los periodos de la historia nacional- pretende enarbolar la supuesta bandera de la verdad absoluta.
Desde las primeras transmisiones, algunas organizaciones intentaron que la televisión «Como invento modernísimo de gran difusión, se moralice, evitando que pasen películas inmorales en las primeras horas de la tarde, cuando los niños son los únicos que pueden ver los programas por las ocupaciones normales de sus padres».
Así comenzaba un documento firmado por la Federación de Asociaciones de Padres de Familia de las escuelas Secundarias del Distrito Federal, dirigido al presidente de la República, Adolfo Ruiz Cortines, donde solicitaban, además, su apoyo para «suprimir las exhibiciones de lucha libre por televisión», porque el ejemplo que daban los “Magnates de la fuerza bruta” afectaba a los niños y jóvenes que se aplicaban llaves y saltos a diestra y siniestra.
Pero el temor de tan insigne Federación iba más lejos y temían que «También las niñas, las jovencitas y hasta algunas mujeres maduras gustasen de tan vulgar espectáculo y mañana, la mujer mexicana no sería la abnegada y buena madre, sino la brutal golpeadora».
Para estos grupos, la televisión no era una diversión; representaba «El peligroso abismo que tienden los eternos enemigos» contra la moral y las buenas costumbres.
Mientras el entretenimiento por televisión hacía su trabajo ganando conciencias, el sistema político afinaba los mecanismos para su control permitiendo el monopolio. En 1955 –sólo 5 años después de la primera transmisión- el canal 4 de Rómulo O’Farril, el 2 de Emilio Azcárraga Vidaurreta y el canal 5 de González Camarena se fusionaron para formar Telesistema Mexicano y dominar así el mercado televisivo.
Como todo monopolio, la televisión sufrió los estragos de falta de competencia y su programación se inclinó básicamente por mantener la línea del entretenimiento, mezclada con información de noticieros donde se consignaba un México –progresista, estable, unido y desarrollado- que sólo existía en la imaginación del sistema político mexicano.
Bajo el famoso lema de “Pan y circo” la televisión trastocó la importancia cultural y educativa que pudo desarrollar paralelamente al entretenimiento. Nunca impulsó proyectos integrales a largo plazo y con objetivos bien definidos; sólo concedió graciosamente algunos espacios a programas culturales –aislados y por temporadas- que servían para mostrar ante el público una imagen de compromiso y responsabilidad social.
Al igual que otros medios de comunicación, como la radio y la prensa, la televisión inició con algunos programas donde se podían escuchar críticas al gobierno. Algunos años antes de su muerte (1959), José Vasconcelos participó en “Charlas Mexicanas”, espacio dedicado sobre todo a los temas culturales, pero donde el célebre escritor mostraba, sin tapujos, su abierta animadversión a la familia revolucionaria y su condena a los vicios políticos que sustentaban al partido oficial desde 1929. El programa se transmitía todos los jueves y tuvo una duración de nueve meses.
En los años cincuentas y sesentas, cuando el sistema político mexicano gozaba de una legitimidad proporcionada por el desarrollo económico y la estabilidad política, las voces críticas en los medios de comunicación comenzaron a ser satanizadas, incluso por grandes sectores de la sociedad. El mito de la revolución progresista se había consolidado y sólo había dos alternativas: o con ella o contra ella.
El 22 de noviembre de 1954, el Comité Ejecutivo de la Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado envió un telegrama al presidente Ruiz Cortines protestando “enérgicamente” por los “violentos ataques” que el periodista Pedro del Villar –director de la revista Hoy- había expresado en un programa televisivo, en contra de la Revolución y del gobierno:
«Consideramos como complacencia de la secretaría de Comunicaciones tolerar que los enemigos del régimen usen vías comunicación. Fomenta la desorientación y siembra la anarquía en el pensamiento del pueblo mexicano. Pedímosle respetuosamente intervenga la secretaría Gobernación con el objeto de que cesen los ataques sistemáticos».
La televisión prefirió la alianza con el gobierno, antes que mantener su libertad de opinión. Al igual que casi todo el resto de la sociedad, la estabilidad política y el desarrollo económico eran suficientes para apoyar al sistema. La democracia y el respeto a los derechos políticos podían esperar.
Con el consentimiento tácito de los dueños de la televisión, el gobierno tomó posiciones y se abocó a seguir las transmisiones, -no como entretenimiento, desde luego- sino para detectar posibles enemigos del régimen.
Antes de la constitución de Telesistema Mexicano, la X.E.X de la radio y el canal 4 de televisión fueron acusados de transmitir programas «En los cuales se ataca, critica y ridiculiza ante el auditorio a funcionarios del nuevo régimen [de Ruiz Cortines]».
«‘Vitapenicilina’, ‘Corona Extra’ ‘Hora Exacta OMEGA’ y ‘Casa de alojados’ que pasan entre las 20 y 21 horas, es donde se aprovechan los comentaristas Ernesto Julio Tessier y la señora Elvira Vargas… para lanzar sus ataques abiertos e injuriosos contra los funcionarios del Gobierno. En virtud de que el Jefe del Departamento de Contratos y Programas de Radio de la SCOP, personalmente se dio cuenta de los ataques lanzados contra funcionarios del Régimen [uno de ellos era Ernesto P. Uruchurtu] se hizo un citatorio a los comentaristas, Tessier Flores y Elvira Vargas, presentándose éstos en dicho Departamento en un plan agresivo y amenazando al censor Armando de Maria y Campos, quien tiene a su cargo el control de los programas de la X.E.X, con obtener su cese si continuaba metiéndose con ellos».
Con la reconocida figura del “censor”, y la propia autocensura, en poco tiempo la televisión privada se insertó de manera definitiva dentro del sistema político mexicano. Bajo la óptica reduccionista del mito revolucionario surgieron programas que enaltecían el pasado mexicano a través de la historia oficial, donde los derrotados eran poco menos que traidores a la patria. Las telenovelas históricas fueron los casos más notables.
El Cura Hidalgo –representado por Enrique Rambal- en Los Caudillos (1968) parecía un ser predestinado desde la infancia a romper las cadenas de la opresión que sumían al pueblo en la peor de las miserias, su única motivación era el patriotismo. En La Tormenta (1967), Ignacio López Tarso y Columba Domínguez encarnaban al humilde pueblo que siempre lleno de sabiduría, se levantaba como un solo hombre para apoyar las grandes causas de la historia mexicana: la Reforma, la República y la Revolución. En La Constitución (1969), María Félix dio vida a una mujer que padecía en carne propia los excesos del porfiriato y compartía el sufrimiento de los campesinos, pero que luego de una revolución, una nueva Carta Magna redimía al pueblo de sus miserias –no obstante que desde su promulgación en 1917, nadie la respetaba.
La apoteosis de la historia oficial en televisión llegó en 1972 al cumplirse el centenario de la muerte de Juárez. Una nueva telenovela colocó en las alturas del cielo de la Patria al célebre don Benito: El Carruaje. Su título resumía la incansable lucha del hombre de Guelatao. El carruaje no era otra cosa que la Patria misma, encarnada en don Benito, quien recorría el territorio para sembrar el patriotismo en cada uno de sus hijos frente al invasor hasta alcanzar la victoria final.
El monopolio y el poder de la televisión se consolidaron con el paso de los años. En 1973 Telesistema Mexicano se fusionó con Televisión Independiente de México -y su famoso canal 8- para crear una nueva empresa que con el tiempo sería famosa: Televisa, S. A.
Establecida bajo un régimen antidemocrático, la televisión necesariamente siguió el mismo derrotero. Y al igual que el sistema político mexicano -que desde la década de 1970 inició un largo y lento proceso de decadencia y descrédito- la televisión privada perdió su credibilidad: los años de complicidad con el autoritarismo la marcaron para siempre. Su nuevo proceso de legitimación y la bandera democrática que pretende enarbolar, parece ser tan sólo un capítulo más de alguna de sus telenovelas o en el mejor de los casos, un nuevo programa de entretenimiento.