Por Adriana Med:
“I am a rock,
I am an island.
And a rock feels no pain,
And an island never cries.”
I Am a Rock, Simon and Garfunkel
Cuando era adolescente fantaseaba algunas veces con volverme un ermitaño. Quería abandonarlo todo: familia, amigos, escuela, posesiones materiales y toda comunicación, para internarme en el bosque. No deseaba ver ni hablar con nadie. Aspiraba a la soledad absoluta, al olvido total. Me asqueaba el sistema. Ansiaba disolver todo vínculo. Creía que solo así podría ser completamente yo misma. Esa era mi idea de libertad. Necesitaba vivir de verdad, sin apariencias ni convenciones sociales. La naturaleza sería compañía suficiente.
Con el tiempo comprendí que no hace falta internarnos en ningún bosque porque ya somos uno. Y cuando alguno de nuestros árboles cae, nadie lo escucha, ni siquiera si es un árbol muy grande. Eso no es forzosamente malo. Es un regalo. Apuesto a que los ángeles y los demonios desearían tener esa profunda intimidad de la que nosotros gozamos. Sería horrible ser completamente transparentes y no poder guardar nada para nosotros mismos. Si la gente pudiera saber todo lo que sentimos, pensamos e imaginamos con solo vernos, cualquier contacto humano se volvería insoportable y ya no sería tan interesante intentar traducimos por medio del arte o la charla.
El ascetismo es un camino espiritual común: retirarse, perderse para encontrarse. Pero todos los anacoretas regresan y traen un mensaje. Henry David Thoreau, por ejemplo, no vivió en Walden para siempre y nunca se alejó demasiado de sus seres queridos ni de la gente en general (recibía visitas). A decir verdad la humanidad le era todo menos indiferente. Fue un hombre que cultivó la amistad, luchó por un mundo no violento y más libre, e inspiró a otros defensores de los derechos civiles.
Todavía considero vital alejarse ocasionalmente para reflexionar, recobrar energías y convivir con nuestro interior. Pero, por más solitarios e introvertidos que nos consideremos, seguimos siendo seres afectivos y sociales. Aceptar eso es otra forma de escuchar a la naturaleza. Quizá algunos necesitemos salir y convivir menos que otros, pero lo necesitamos al fin. Las personas pueden aportarnos muchas cosas hermosas, sería triste renunciar a ellas.
Hace un año o dos, mi amigo Rodrigo Espitia y yo, separados por muchos kilómetros, nos recomendamos mutuamente discos, series y películas como una forma de convivir y conocernos más a distancia. Una de las películas que él me recomendó fue Into the Wild. Está basada en la historia real de Christopher "Alexander Supertramp" McCandless, un joven aventurero que abandonó la civilización para emprender un viaje a Alaska con la intención de vivir en estado salvaje. Tuvo un gran impacto en mí. Me enseñó que es importante compartir la felicidad, y que no hay que romantizar demasiado a la naturaleza. No es un cuento de hadas. Si realmente la amamos, deberíamos estar conscientes de cómo es: hermosa y sabia, pero también hostil y cruel.
Ahora los lazos son importantes para mí. No solo los valoro, sino que los necesito cada vez más fuertes, más estables. Amar la soledad no está peleado con amar la buena compañía. Tengo mis libros y mi poesía para protegerme, pero también tengo el abrazo de mi novio, mis familiares y mis amigos, que son pocos pero son gigantes. Hay algo contradictorio en el aislamiento. Querer ser una isla es querer estar rodeado de agua. ¿Y qué es más acuoso, más lleno de vida, que el amor?