Las dos caras del Zócalo

Por Bvlxp:

El reciente escándalo por el uso del Zócalo de la Ciudad de México como estacionamiento para los privilegiados asistentes al mensaje con motivo del Segundo Informe de Gobierno del Presidente Enrique Peña Nieto es a la vez sorpresivo y completamente rutinario y predecible. Quizá lo que verdaderamente importe del gesto es pensar en lo que revela acerca del ejercicio del poder y lo que deja ver acerca del resentimiento de gran parte de la sociedad y de sus opinadores hacia la clase empresarial y política.

En el lado sorpresivo del escándalo está la falta de pericia política de los encargados de la logística en la Oficina de la Presidencia de la República y del Estado Mayor Presidencial. La administración del Presidente Peña Nieto es una que no nos tiene acostumbrados a las torpezas políticas o a los traspiés comunicativos. Enrique Peña Nieto ha construido una narrativa política perfecta y sistemática desde que era Gobernador del Estado de México hasta su ejercicio del poder presidencial. Todo está meticulosamente planeado, estudiado, calculado. Todo desde los enfoques de las cámaras, la iluminación de las fotos, los acuerdos políticos (véanse las llamadas “reformas estructurales”) o los amarres previos a dar un paso significativo (véase el proyecto del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México).

En esta trayectoria en el ejercicio del poder de Enrique Peña Nieto, hemos visto muy pocos traspiés: la conferencia en la Universidad Iberoamericana y su participación en la Feria del Libro de Guadalajara. Pocos ejemplos más podríamos encontrar si nos ponemos a pensar. Entonces, ¿qué pasó con lo del Zócalo? Si no es una torpeza porque esta administración no las acostumbra de este tamaño, ¿qué revela sobre la concepción del ejercicio del poder? Quizá lo más grave del asunto sea que en Los Pinos ni siquiera hayan entendido la dimensión del gesto, que les haya parecido de lo más normal aprovechar el espacio público al servicio del Señorpresidente y para conveniencia de los más poderosos de este país. El uso del Zócalo como estacionamiento es una imagen perfecta de arrogancia política y de consideración por lo público; también es una estampa perfecta de un despliegue de fuerza que pocas veces antes hemos tenido oportunidad de ver tan gráficamente: sin duda indigna el despliegue de poder y derroche del cual se hace acompañar la gente del poder; despierta la rabia e indignación la adicción al lujo, a toda la parafernalia de la prepotencia, de una clase política cada vez más sorda y más lejana a la población que representa.

Por otro lado, el aspecto del escándalo que no causa sorpresa es la ventisca de indignación que causó ver el Zócalo convertido en estacionamiento. Por supuesto que una estampa así es oro molido para asestar un golpe político al gobierno de cara a la temporada electoral. Pero lo realmente interesante es el sonrojo social. Por algún motivo, ver el Zócalo usado para acomodar autos nos causa un coraje que no nos causa, por ejemplo, verlo convertido en lugar para conciertos, o en feria del libro, o utilizado para promover las actividades del Ejército Mexicano, o en lugar de arengas políticas o en dormitorio, letrina y cantina de movimientos sociales y políticos para ganancia exclusiva de personajes como los integrantes de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) o como Andrés Manuel López Obrador. Entre estos ejemplos podríamos encontrar algunos en los que el uso del Zócalo se encuentra más justificado que en otros; así como en algunos de estos ejemplos el daño material al Zócalo es mayor a lo que podríamos denominar su integridad espiritual. Por ejemplo, el uso del Zócalo como estacionamiento es una imagen política poderosa y lamentable, una afrenta a su integridad espiritual, pero hablando del daño ocasionado en sí al lugar es mucho más limitado y transitorio que cualquiera de los ejemplos anteriores.

El escándalo invita a repensar nuestros espacios públicos y su conservación; a entender que un espacio de todos es también un espacio de nadie, un espacio que tiene una mística que lo hace inapropiable tanto para los que expresan o enarbolan mi preferencia política como para aquellos que no me representan. Habría que pensar en la naturaleza de lo público como un límite impenetrable incluso para los más poderosos, quienes deberían ser sus primeros guardianes y sus últimos ultrajadores; habría que entender que el espacio público juega un papel indispensable para la convivencia pacífica: lo que es mío es mío y lo que es de todos es para nadie, como inapropiables son los lugares que encarnan el espíritu de una nación.