La violencia del gobierno

Por Frank Lozano:

Ayer miércoles Carmen Aristegui dio a conocer sobre una segunda casa, propiedad del grupo HIGA, que el Presidente Peña Nieto utilizó durante su precampaña, la campaña constitucional y también en el proceso de transición del gobierno.

Ayer miércoles, la televisión France 24, dio a conocer en un reportaje televisivo, sobre la desaparición de otros 31 estudiantes, en este caso, de nivel secundaria, que fueron secuestrados afuera de su escuela en el municipio de Cocula, el mismo en el que policías municipales colaboraron en la desaparición de los 43 estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa.

El pasado 20 de noviembre, la policía del Distrito Federal detuvo a 11 estudiantes, luego de su violento operativo para desalojar el Zócalo, mismos que fueron consignados en tiempo récord y a quienes imputan cargos por asociación delictuosa, tentativa de homicidio y terrorismo.

A principio de semana, el PAN propuso la creación de una comisión para analizar el tema de la Casa Blanca y el PRI la bloqueó en la Cámara de Diputados.

Todo esto sucede en el marco de un anuncio que el Presidente está por dar, y que, promete ser su gran apuesta por recuperar el control del gobierno, la seguridad y el rumbo del país.

Los pequeños detalles que el Presidente obvia están, justamente, en las cosas que continúan sucediendo y apareciendo como: los nuevos nexos con el grupo HIGA que fortalecen la tesis del conflicto del interés y por tanto, un posible delito; la presunta desaparición de 31 estudiantes de secundaria en el estado de Guerrero; la situación irresuelta de los 43 estudiantes de Ayotzinapa; la violencia del Estado contra manifestantes.

El Presidente no puede lanzar una convocatoria para reestructurar o rediseñar a las instituciones que no implique su renuncia. En las actuales circunstancias, convalidar cualquier propuesta del ejecutivo es continuar con lo que Denise Dresser llama atinadamente, el “Pacto de la Impunidad”.

Tienen razón quienes dicen que una renuncia por sí sola no resuelve nada, pero ojo, el valor simbólico de una renuncia sí alcanza para restaurar la fe en el sistema democrático. Sirve como aliciente para una sociedad que perdió la confianza en su gobierno. Sirve para sentar un precedente nacional para que nunca más, nadie abuse de su poder.

El Presidente debe entender algunas cosas, entre ellas, que el gobierno también desestabiliza. ¿O acaso cree que las reformas aprobadas no rompieron equilibrios? Que el gobierno violenta. ¿O la represión, la infiltración de manifestaciones, la disgregación violenta de manifestaciones, el encarcelamiento arbitrario de estudiantes, el asesinato de 22 personas en Tlatlaya por parte de militares, son gestos de amor? Se trata, cuando menos, de un atropello a los derechos humanos.

El gobierno ejerce una violencia simbólica: al estereotipar la indignación y dar pie a una suerte de discriminación velada contra quienes marchan; al criminalizar la protesta y ver en ella factores oscuros de desestabilización; al dividir artificialmente a la sociedad entre los buenos —quienes me apoyan— y los malos —que me exhiben y denuncian—; y finalmente, al intentar darnos atole con el dedo ante el evidente conflicto de intereses en que incurrió, derivado de su favoritismo por la empresa HIGA, constructora de la casa de Angélica Rivera y de la casa que usó como oficina desde su precampaña presidencial.

Frente a esto, cualquier llamado a la transformación nacional propiciado por Peña Nieto es una farsa y cualquier llamado a tener actitudes positivas es un descaro. Qué vergüenza de Presidente, de instituciones y de partidos.