La revolución que devoró su propia historia

Por Alejandro Rosas:

La fundación del partido oficial en 1929 trastocó el sentido original de la revolución mexicana. Creó un sistema político antidemocrático, autoritario, impune y corrupto, sin un proyecto de nación a largo plazo que rebasara la efímera temporalidad de los sexenios, con un manejo perfecto del lenguaje de la simulación y sobre todo manipulador de la historia.

El partido oficial alteró su propio pasado para construir una nueva historia acorde con sus fines. A los cuatro vientos anunció que su origen y justificación se encontraban exclusivamente en la lucha contra Porfirio Díaz y Victoriano Huerta (1910-1914), negando a todas luces que su génesis también se hallaba en la purga revolucionaria realizada por sus propios hombres entre 1919 y 1929.

Los hechos hablaban por sí solos. En la más pura expresión de canibalismo revolucionario, la sociedad mexicana pudo ver a Carranza, que siempre fue receloso de Madero, ordenando el fusilamiento de Felipe Ángeles y aprobando el asesinato de Zapata (1919). A Obregón y Calles eliminando al molesto Primer Jefe (1920). A los mismos sonorenses, dando cuenta de Villa (1923). A Calles disfrutando del poder absoluto luego del magnicidio de Obregón (1928). A Cárdenas expulsando del país al Jefe Máximo (1936).

Junto a estos “grandes y probos” caudillos, entre 1920 y 1924, la vieja guardia de la revolución —Blanco, Diéguez, Murguía, Buelna, Hill, entre otros— desapareció a manos de los sonorenses. Muchos de estos hombres se habían levantado en armas desde la época del maderismo creyendo en los principios políticos y sociales.

Para el sistema que nació en 1929 fue muy fácil coronar la ficción histórica del movimiento revolucionario: en 1933 el arquitecto Carlos Obregón Santacilia propuso aprovechar la estructura inconclusa del palacio legislativo porfiriano para construir un monumento que mostrara la grandeza del movimiento de 1910.

A partir de 1938, los restos mortales de los caudillos ocuparon un lugar en aquella gélida construcción de piedra. Lo que no pudo lograr el interés nacional durante la etapa armada de la revolución, lo consiguió el sistema político mexicano. Con una buena dosis de historia oficial reunió a los caudillos —Madero, Carranza, Villa, Calles y Cárdenas— en un mismo espacio y en santa paz, como “a un solo hombre”. Pero si uno presta atención, año con año, cada 20 de noviembre, se escucha cómo los hombres de la revolución, se revuelcan en sus tumbas.

La historia que se hizo mito

Conforme se consolidó el sistema político mexicano, el término “Revolución” adquirió un sentido profético. Fue asumido como la verdad absoluta y se convirtió en el paradigma de la historia mexicana en el siglo XX. De su seno debía emanar el bienestar, el crecimiento, el desarrollo, el progreso, la justicia social y la educación. Apoyar a los regímenes surgidos de la revolución significaba estar con la patria, con la nación, con el progreso, con las causas más justas y legítimas de la sociedad. Criticarla en cambio evidenciaba a los traidores, a la terrible reacción. No había alternativas: con la revolución o contra ella.

En 1952, en la tribuna del Congreso, el diputado priísta Blas Chumacero expresó:

“La Revolución ha sido magnánima en todas las épocas; pero que sepan que por cada puñalada artera que quieran darle a la Revolución se ha de levantar el pueblo de México más vigoroso y más decidido a la lucha.”

Dentro de ese contexto, la historia fue puesta al servicio del sistema y respondía a sus intereses. No era la primera vez. Al igual que muchos otros vicios heredados del porfiriato, el sistema político mexicano rescató la historia que habían contado los liberales bajo la mirada de Justo Sierra, pero sólo hasta el triunfo de la República y frente a la dictadura porfirista erigió a la revolución. De esa forma la genealogía histórica de México quedó claramente definida.

La historia de la nación mexicana comenzaba con México-Tenochtitlan. El primer caudillo defensor de la soberanía nacional era Cuauhtémoc. Luego de tres siglos de oscuridad y opresión, el pueblo encontró la luz de la razón a través de los ojos de Hidalgo y Morelos. Llegaron los terribles años de Santa Anna y las guerras con el exterior, pero a mediados del siglo XIX la brillante generación de liberales encabezada por un indio llamado Benito Juárez  rescató a México de las terribles garras de la reacción. Sin lugar a dudas, el porfiriato y su terrible dictadura fue un retroceso, pero la revolución nuevamente iluminó el camino de la justicia social y el desarrollo. La conclusión no podía ser más clara: México había alcanzado el mayor grado de evolución política e histórica con el surgimiento de la revolución institucionalizada. De ahí hacia el futuro, lo único que podía esperar la nación era el bienestar y el progreso.

Los símbolos del poder

La revolución ya establecida como el gran mito del siglo XX transformó la  interpretación de los procesos históricos y las ideas políticas en símbolos que aparecían invariablemente en el discurso político como arietes ideológicos.  De esa forma acontecimientos como las leyes de Reforma, la no reelección, la Constitución de 1917, la expropiación petrolera, la soberanía nacional y el nacionalismo revolucionario, se convirtieron en dogmas de fe de la clase política mexicana, sin posibilidad alguna de cuestionamiento.

En el caso de los personajes sucedió algo semejante. El sistema político tomó de ellos la parte que podía encajar dentro de su discurso legitimador, pero sin llevarlo a la práctica. De ese modo el respeto a la ley de Juárez, el sufragio efectivo de Madero, el agrarismo de Zapata o la bandera constitucional de Carranza sólo vivieron en el discurso cívico.

La historia oficial suprimió los temas incómodos de las biografías de los héroes nacionales. Los deshumanizó. En ningún momento se hablaba de las terribles masacres de españoles permitidas por Hidalgo; del tratado McLane-Ocampo de Juárez, o de la forma como las leyes de Reforma afectaron a los indios; era impensable señalar la terrible corrupción que permitió Carranza durante su régimen o presentar a Pancho Villa como un asesino consumado. Esos defectos sólo eran concebibles en los enemigos históricos del régimen como Iturbide, Santa Anna, Porfirio Díaz, Victoriano Huerta o Miguel Miramón. En pocas palabras, sólo en los hombres de la reacción.

A los ojos de la historia oficial, los héroes de bronce eran prácticamente hombres predestinados para cumplir una gran misión por la redención de la patria. Bajo esta perspectiva, era posible imaginar a Hidalgo de niño jugando al libertador con sus amigos y tocando campanas para invitarlos a rebelarse contra sus padres. O bien al niño Benito, muy serio declarando frente a sus ovejas: “entre los individuos como entre las naciones el respeto al derecho ajeno es la paz”.

Y para terminar de revestirlos con esa aura de hombres elegidos, los personajes históricos fueron despojados de sus nombres de pila y rebautizados con rimbombantes títulos: “Padre de la Patria”, “Siervo de la Nación”, “Benemérito de la Américas”, “Apóstol de la Democracia” o “Centauro del Norte”.

La familia revolucionaria consolidó la historia oficial y el discurso se llenó de símbolos.  No es un azar que entre 1952 y 1994, la palabra revolución mexicana aparezca 18,592 veces en los debates de la Cámara de Diputados, lo cual implica que fue mencionada 442 veces por año, pero si consideramos que las sesiones ordinarias del congreso ocupan 152 días, la revolución mexicana fue invocada casi tres veces por día. Siendo el sexenio de Salinas el que más veces recurrió a ella (9,509), debido a que era necesario unir a la revolución con el neoliberalismo y la tecnocracia.

Hasta 1958 la historia oficial y sus símbolos habían bombardeado la conciencia nacional a través del discurso político, las ceremonias cívicas, algunas columnas periodísticas, libros y programas de radio como la hora nacional. Sin embargo, con el proyecto del libro de texto gratuito impulsado por el presidente López Mateos, la historia llegó a los mexicanos a través de la educación. Y aprovechando los 150 años del inicio de la independencia y los 50 años del comienzo de la revolución, la historia oficial fue difundida masivamente.

Cuando el modelo económico del sistema político mexicano se agotó e inició el periodo de las crisis, en la década de los setenta, los presidentes tuvieron que buscar en los símbolos de la historia oficial elementos para legitimarse.

Echeverría se fue por el camino fácil y aprovechando el centenario de la muerte de Juárez, hizo de don Benito su bandera. José López Portillo, con todo y su carisma, le apostó al mítico caudillo Quetzalcóatl —el avión presidencial así se llamaba— pero ni así pudo evitar la caída de los precios del petróleo. Miguel de la Madrid, como todo un siervo de la nación, recuperó la figura del cura de Carácuaro y bautizó a los dos satélites mexicanos con el nombre de Morelos 1 y 2. Salinas de Gortari no se podía quedar atrás, y si bien de un plumazo acabó con el sentido de la Reforma, montó el caballo del jefe Zapata y lo llevó a la cumbre durante su sexenio, aunque paradójicamente las tropas zapatistas le prepararon su Chinameca el 1 de enero de 1994. Al igual que el sistema político mexicano, la historia oficial, llena de símbolos y retórica, parecía perpetuarse en la conciencia nacional.

Al igual que muchos otros vicios del sistema político —corrupción, simulación, impunidad— la historia oficial permeó en la conciencia nacional. La clase política, sin excepción, no ha podido desprenderse de esa visión limitada de la historia, donde el discurso y la oferta política regresa una y otra vez a los lugares comunes, donde la revolución mexicana sigue considerándose como un movimiento homogéneo, donde el pueblo “como un solo hombre” se levantó en armas contra la dictadura y nada más.

O incluso es posible hermanar a Carranza, Villa, Zapata, Obregón y Calles, y repudiar por completo la historia de los conservadores. Los dogmas históricos también permanecen. El tema de la industria petrolera, la reelección, la propiedad de la tierra o la soberanía nacional son temas que no pueden tocarse sin desatar polémica y encender pasiones.

Sin embargo, es un hecho que la transción democrática abrió la oportunidad de acabar de manera definitiva con la historia oficial, pero no con el objeto de establecer una nueva. Es necesaria una mayor difusión y divulgación de la historia, que impida seguir discutiendo el presente, con personajes y banderas de otros tiempos. La circunstancias actuales nada tienen que ver con las circunstancias de otros tiempos.

México requiere de un amplio ejercicio de reflexión y comprensión que propicie una visión completa, crítica y transparente del pasado, que no sea excluyente y donde la historia sea considerada como maestra necesaria para construir un proyecto nacional con una visión a futuro.