La restauración de Roma

Por Óscar E. Gastélum:

«In Greek, “nostalgia” literally means “the pain from an old wound”. It’s a twinge in your heart far more powerful than memory alone.»

– Don Draper

Llevaba semanas queriendo escribir sobre Roma, la estupenda película dirigida por Alfonso Cuarón que acaba de ser nominada a diez Óscares, un logro por demás merecido. El paso del tiempo tendrá que confirmarlo, pero a bote pronto me parece que el director mexicano creó un clásico instantáneo, y confieso que, a pesar de ser un ferviente admirador de su obra desde hace años, jamás pensé que Cuarón fuera capaz de producir una película de semejante calado. Pero además de su valor artístico, quisiera concentrarme en un fenómeno que me ha llamado poderosamente la atención: a pesar de que el filme ha sido muy bien acogido por audiencias internacionales y universalmente aclamado por la crítica, buena parte del público mexicano lo recibió con cierta frialdad y en algunos casos abierta hostilidad. ¿Por qué Roma no ha sido profeta en su tierra?

Para empezar, es un hecho que mucha gente no aguantó el ritmo de la película. Y es que internet y los cortes vertiginosos del cine hollywoodense atrofiaron la capacidad de concentración de millones de nuestros congéneres, volviéndolos alérgicos a la sutileza, por lo que cualquier obra atmosférica, que se detenga en la contemplación extática o reflexiva de la existencia, les parece demasiado “lenta”. A esto hay que agregarle el guión episódico, tan común en el cine europeo, pero que llevó a varios espectadores mexicanos a opinar que Roma carece de trama. Y como cereza en el pastel, la fotografía en blanco y negro es comúnmente asociada a obras pretenciosas y aburridas. Nada de esto debería extrañarnos, pues mientras en el resto del mundo Roma fue un producto dirigido a un público sofisticado y familiarizado con el cine de autor, en México, por tratarse de una película mexicana tan aclamada, se convirtió en un fenómeno masivo y llegó a mucha gente que no estaba preparada para apreciarla.

Pero incluso entre el público más sofisticado es raro encontrar admiradores de Roma. Estoy seguro de que parte de esa hostilidad se debe al síndrome de “Los Olvidados”. Y es que a los mexicanos no nos gusta que un artista lúcido e insobornable nos ponga frente a un espejo, pues el reflejo que aparece frente a nuestros atónitos ojos suele estar muy lejos de la imagen idealizada que tenemos de nosotros mismos. Eso es lo que hizo Buñuel en su obra maestra: presentar la miseria en toda su ignominia ante millones de mexicanos educados sentimentalmente por el Pedro Infante de Nosotros los Pobres, un público que, gracias a la inclemente mirada del gran genio español, de pronto descubrió horrorizado que la pobreza no es una virtud y que el pueblo no suele ser bueno ni sabio. Es indudable que la cruda representación de la compleja y problemática relación que existe entre Cleo y la familia que la emplea, así como la recreación de varios capítulos bochornosos de nuestra historia, incomodaron a muchos de nuestros delicados compatriotas.

De ahí se desprende otra razón por la cual mucha gente rechazó Roma. Y es que vivimos en una era de fanatismos ideológicos desbordados, y la inquisición progre postmoderna, que incluye al neofeminismo y a otras sectas antiliberales empeñadas en censurar el lenguaje, elevar la corrección política a un dogma incuestionable y obsesionadas con las relaciones de poder, trató de apropiarse del complejísimo fresco social que pintó Cuarón, con sus luces y múltiples sombras, para llevar agua a su enfermizo molino ideológico. Y así, de la noche a la mañana, según estos fanáticos vociferantes, intolerantes y mojigatos, Roma se transformó en una película feminista, o en una denuncia en contra del patriarcado, o en un panfleto a favor de la lucha de clases, o en un tratado sobre la maldad esencial de la raza blanca y el género masculino, y un larguísimo etcétera. Pero Cuarón es un artista genuino e íntegro, no un propagandista ni un predicador, y produjo una obra de arte brillante y honesta, no un sermón ideológico.

Sí, en Roma abundan los padres ausentes e irresponsables, pero no debemos olvidar que nuestra novela nacional es Pedro Páramo, y retratar una realidad incómoda no equivale a comulgar con los postulados de alguna ideología autoritaria. Mad Men es universalmente considerada una obra maestra de la era dorada de la televisión, y se pasó siete temporadas retratando el racismo, el machismo, la homofobia y la imbecilidad, muchas veces inocente, de los habitantes de una era (baste recordar a las embarazadas fumando como chimeneas incluso en el consultorio de sus ginecólogos), sin que nadie lo interpretara como un sermón político. Por eso es un error garrafal permitir que esos fanáticos santurrones y autoritarios se adueñen de una película tan valiosa como Roma. Por mí Slavoj Žižek puede decir misa, o jurar que en la última escena Cleo está a punto de renunciar a su trabajo para unirse a una guerrilla marxista, yo no interpreté semejante idiotez y para mí Roma es una película muy distinta, y muchísimo más interesante.

Por último, y esto es algo en lo que reparé hace apenas unos días. No podemos ignorar que la era retratada en Roma es precisamente a la que nos quiere llevar de vuelta el demagogo reaccionario al que el electorado mexicano le concedió un poder prácticamente absoluto hace unos meses. Es muy posible que la película haya generado tanta hostilidad gracias a la ansiedad inconsciente producida por ese hecho. Y es que en su alucinante y adulterada versión de la historia, esa que logró implantar en la mente de millones de mexicanos tras más de una década de prédica intensiva, López Obrador pinta a la década de los setenta como una Arcadia dorada, un paraíso que el malvado neoliberalismo nos arrebató unos años después. De hecho, el demagogo se afilió al PRI justo a mediados de los setenta, durante el sexenio de Luis Echeverría Álvarez, el ubicuo y perverso “LEA” que aparece en diversos carteles propagandísticos a lo largo de la película, pero muy especialmente en el cerro que domina el polvoroso llano donde Fermín y los Halcones practican kendo ante la mirada atónita de Cleo y frente a militares mexicanos, funcionarios norteamericanos y el mismísimo profesor Zovek.

Así es, siempre resultará inevitable recordar que López Obrador se afilió al PRI a pesar de la matanza estudiantil del dos de octubre de 1968 y de la del Jueves de Corpus de 1971, evento que aparece magistralmente recreado en Roma. Ambas masacres fueron ejecutadas por los “Halcones”, el cuerpo paramilitar creado por Echeverría cuando era secretario de gobernación durante el sexenio de Díaz Ordaz. Resulta francamente escalofriante que el personaje histórico al que más se parece López Obrador sea precisamente Echeverría, otro demagogo populista y narcisista, aficionado a las guayaberas y a la agüita de jamaica, y que posaba de progresista a pesar de ser profundamente conservador y autoritario. Confieso que la historia de Fermín me pareció fascinante, y creo que la escena en el llano resulta tan inquietante y ominosa gracias a que en nuestro desolador presente la creación de una “Guardia Nacional” es inminente, y a que el heredero espiritual del siniestro LEA está obstinado en militarizar a perpetuidad nuestra seguridad pública.

Muchos detractores de Roma afirman que Cuarón explota descaradamente la nostalgia de quienes crecieron en la Ciudad de México durante la década de los setenta del siglo pasado. Y es cierto, Roma exuda nostalgia, pero el autor jamás echa mano del sentimentalismo barato ni idealiza una era pesadillesca, todo lo contrario, y ese es un logro digno de celebrarse y reconocerse, pues no es fácil recrear una época con tanta autenticidad ni lograr que una pesadilla provoque nostalgia. Yo también crecí en la Ciudad de México, pero en los años ochenta, y a pesar de eso me identifiqué con la inmensa mayoría de las referencias, y algunas incluso funcionaron como la proverbial magdalena proustiana, transportándome a mi infancia y conmoviéndome hasta el tuétano. Y es que en esos tiempos México era un país estático, política, económica y socialmente estancado, así que mis experiencias y recuerdos infantiles son prácticamente idénticos a los de la familia setentera retratada en Roma y basada en la del propio autor.

Pero a pesar de la genuina nostalgia que despierta la descarnada y bellísima película de Cuarón, estoy convencido de que casi nadie quisiera volver a habitar ese país grisáceo y asfixiante, quebrado económicamente, cerrado sobre sí mismo, oprimido por un partido hegemónico y sojuzgado por un presidente paternalista, megalómano y omnipotente. Y sin embargo ese es el fantasioso y malsano proyecto que López Obrador echó a andar desde el instante en que ganó la presidencia. Pues el demagogo tabasqueño siempre ha estado obsesionado con volver a un pasado idealizado que sólo existe en sus delirios. Por eso no descansará hasta volver a levantar la Cortina de Nopal que nos separaba del resto del mundo, y utilizará el poder absoluto que le concedió el electorado para restaurar ese régimen autocrático priista que tanto añora y en el que se formaron él y las momias cuasi centenarias que lo rodean.

Sí, aunque resulte doloroso decirlo, y pese a que pasarán muchos años antes de que se atrevan a reconocerlo, treinta millones de mexicanos votaron por destruir todos los avances democráticos que habíamos logrado a través de décadas de lucha en contra del priato, y optaron por volver a ese México monocromático y anquilosado recreado por Cuarón. Un país encadenado y estancado en la mediocridad y la miseria gracias a la pasividad fatalista de sus habitantes y a la mezquina pequeñez de sus élites. La principal diferencia entre el México de Roma y el actual (ese que se sintió tan extrañamente incómodo frente a la película) es que los habitantes de aquel ya empezaban a rebelarse en contra de sus opresores, mientras que los de hoy se pusieron voluntariamente las cadenas y hasta lamen gustosamente la yunta que los oprimirá durante los próximos años, quizá décadas. Echeverría fue una fatalidad inevitable (la sangre que cubrió la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco da fe de ello), López Obrador una elección abyecta. Que la historia perdone nuestra ignominia…